viernes, julio 19, 2013

Poemas elegidos, 69


Guillermo Boido
(Buenos Aires, 1941-2013)


L'infinito, de Giacomo Leopardi
Nunca tuve por costumbre honrar a aquellos a quienes he admirado y admiro por medio de retratos como los que frecuentemente adornan los estantes de una biblioteca o las paredes de una habitación. Sin embargo, jamás pude concebir un cuarto de trabajo que no estuviera presidido por la fotografía de un autor a quien, a lo largo de mi vida, he venerado sin reparos: Bertrand Russell. Hace mucho tiempo, en una remota adolescencia de la que pocos recuerdos sobreviven, yo andaba leyendo de aquí y de allá, desordenadamente, fragmentos de ciencia, temas de filosofía, algunos poemas. Parecían provenir de ámbitos estancos, galaxias incomunicadas, islotes de conocimiento separados por un mar imposible de ser atravesado por navío alguno. Hasta que un día descubrí un texto de Russell, incluido en su libro El impacto de la ciencia en la sociedad, de 1952, en el que mostraba que todas mis creencias eran pura arbitrariedad y prejuicio. Con envidiable claridad, sostenía que, si bien toda ciencia requiere el sustento de una filosofía, ésta ha ido variando de tiempo en tiempo. Russell recordaba entonces la de los philosophes del siglo XVIII  A juicio de éstos, el mundo carece de propósito, y el hombre es un episodio insignificante. La vastedad del universo les había producido un fuerte sentimiento de pequeñez y les había inspirado una nueva forma de humildad, que la ciencia debía respetar. Este punto de vista, agregaba Russell, “está muy bien expresado en un pequeño poema de Leopardi que refleja, más aproximadamente que cualquier otro que me sea conocido, mi propio sentir acerca del universo y de las pasiones humanas”. El poema era L’infinito, que Russell transcribe en la hermosa traducción de Robert Trevelyan: Dear to me always was this lonely hill / And this hedge that excludes so large a part /Of the ultimate horizon from my view…
A la hora  de escoger una versión castellana del poema de Leopardi, recordé las vicisitudes de los traductores, tal como han sido presentadas en un notable trabajo de P. L. Ladrón de Guevara Mellado, “L'infinito de Leopardi: evolución histórica de su traducción al castellano” (1991). Pero preferí dejar tales consideraciones en manos de los filólogos y escoger aquella traducción incluida en el remoto texto de Russell, leído en mi adolescencia y que aún conservo, a partir del cual comencé a comprender que en un mismo discurso pueden coexistir ciencia, filosofía y poesía, porque la unidad de la cultura humana no admite ámbitos estancos, galaxias incomunicadas, islotes de conocimiento separados por un mar imposible de ser atravesado por navío alguno. Es la que sigue.




El infinito

Siempre caro me fue este  monte yermo
y este seto que tanta parte excluye
del último horizonte a la mirada.
Mas sentado y mirando, un infinito
espacio tras aquélla, un sobrehumano
silencio y una calma profundísima
en mi  mente imagino, con que casi
me tiembla el corazón. Oyendo el viento
murmurar en las ramas me descubro
comparando su voz al infinito
silencio, y en lo eterno pienso entonces,
en las estaciones muertas, y en la presente,
viva, y en sus sonidos. Y de este modo
en esta inmensidad se hunde mi pensamiento:
y es dulce naufragar en este mar.

Giacomo Leopardi (Recanati, 1798-Nápoles, 1837)
Traducción de Juan Novella Domingo
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Foto: Guillermo Boido por Ana Laura Monserrat

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