Vanina Colagiovanni
(Buenos Aires, 1976)
En la sala de espera, de Elizabeth Bishop
Es uno de esos poemas que no se olvidan. O por lo menos yo nunca me lo olvidé desde el día (allá por mis 19 años) en que empecé a leer más y más poesía, me pasaron una antología y lo "descubrí" como una pepita de oro en un río caudaloso. Porque en general todos los poemas de Bishop me gustan y me interesa su voz potente, pero tanto este como "The Moose" directamente me capturaron. Me pregunto muchas veces cuáles pueden ser las razones. Quizá es que son poemas largos que cuando son logrados tienen una gran capacidad de fluir y llevarnos con la corriente; o tal vez es porque tienen una cadencia narrativa, ya que en ambos se cuentan historias, aparentemente autobiográficas. Seguro tiene que ver, en este caso, con la mirada de una nena de 7 años y el extrañamiento con la especie humana, en el que rápidamente me reconocí. "Pero sentí: vos sos un yo, /sos una Elizabeth, /sos una de ellos." Son versos muy potentes que expresaban algo que había sentido a una edad similar pero que no había podido poner en palabras.
Varios años después escribí un poema (y un libro) que se llama Sala de espera en clara referencia a este poema de Bishop que tanto admiro y donde también menciono a una especie de tía y a una revista con imágenes de corredores. Y puedo decir que una búsqueda de mi escritura parte de este poema y se relaciona con alcanzar algo de esta mirada extrañada y a la vez familiar.
En la sala de espera
En Worcester, Massachusetts
acompañé a la tía Consuelo
a su cita con el dentista
y me senté para esperarla
en la sala de espera.
Era invierno. Oscureció
temprano. La sala de espera
estaba llena de gente grande,
botas impermeables y sobretodos,
lámparas y revistas.
Mi tía estuvo adentro,
me pareció, mucho tiempo,
y mientras esperaba leía
una Nacional Geographic
(sabía leer) y cuidadosamente
estudiaba las fotos:
el interior de un volcán,
negro, lleno de cenizas;
que luego se desbordaba
en arroyos de fuego.
Osa y Martin Johnson
vestidos con pantalones de montar,
botas con cordones y cascos.
Un hombre muerto colgando de un poste
–“Cerdo largo”, decía el epígrafe.
Bebés con cabezas puntiagudas
envueltas con cuerdas;
mujeres negras y desnudas de cuellos
enroscados con alambre
como los cuellos de las bombitas de luz.
Sus tetas eran horribles.
La leí entera. Era muy tímida
como para detenerme.
Y después miré la tapa:
los márgenes amarillos, la fecha.
De repente, desde adentro,
escuché un ay! de dolor
–la voz de tía Consuelo–
no muy fuerte ni muy largo.
No me sorprendió para nada;
ya sabía que era una mujer
tímida y tonta.
Podría haberme sentido avergonzada,
pero no fue así. Lo que sí me sorprendió
fue que en realidad era yo:
mi voz, mi boca.
Casi sin pensarlo
yo era mi tía boba,
yo –las dos– estábamos cayendo, cayendo,
nuestros ojos pegados a la tapa
de la National Geographic,
Febrero, 1918.
Me dije a mí misma: en tres días
vas a tener siete años.
Lo decía para detener
la sensación de estar cayendo
del mundo redondo y girando
en un espacio frío y negro azulado.
Pero sentí: vos sos un yo,
sos una Elizabeth,
sos una de ellos.
¿Por qué tendrías que ser una también?
Apenas me atreví a mirar
para ver qué era lo que yo era.
Eché una ojeada
–no podía mirar más arriba–
a las rodillas grises,
pantalones, camisas y botas
y diferentes pares de manos
que estaban bajo las lámparas.
Sabía que nada más extraño
me había pasado nunca, que nada
más raro iba a sucederme jamás.
¿Por qué yo sería mi tía
o yo, o cualquier otro?
¿Qué similitudes
botas, manos, la voz familiar
que sentí en la garganta, o incluso
la Nacional Geographic
y esas horribles tetas colgantes,
nos sostenían unidos
o hacían de nosotros sólo uno?
Qué –no sabía ninguna palabra
para expresarlo– qué “absurdo”…
¿Cómo es que yo estaba acá,
como ellos, y escuché
ese grito de dolor que podría haber sido
más fuerte y peor pero no lo fue?
La sala de espera estaba muy iluminada
y hacía mucho calor. Se deslizaba
bajo una ola enorme y negra,
otra y otra más.
Después volví al mismo lugar.
Estábamos en guerra. Afuera,
en Worcester, Massachusetts,
era de noche, había nieve derretida y hacía frío
y todavía era el cinco
de febrero de 1918.
Elizabeth Bishop (Worcester, 1911-Boston, 1979)
Versión de Laura Crespi
Foto: Vanina Colagiovanni en FB
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