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miércoles, septiembre 23, 2020

Virgilio Piñera / Dos poemas

























Naturalmente en 1930

Como un pájaro ciego
que vuela en la luminosidad de la imagen
mecido por la noche del poeta,
una cualquiera entre tantas insondables,
vi a Casal
arañar un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo con tal vehemencia
que sus uñas se rompían,
y a mi pregunta ansiosa respondió
que adentro estaba el poema.
 
Una broma colosal, 1988


Poema para la poesía

Avanza el mar y quiere el blondo pez ensimismarse lentamente,
ensimismarse sin la menor espuma en medio de estos peces agrupados
junto a una estatua combatida ferozmente por la única ola
que viene de noche a morder su rostro impasible.
No, yo no quiero entrar por esa puerta:
pequeñas conchas y fúnebres caballos haciendo la vida,
sin la menor ondulación, sin el menor simulacro de mascarada,
todo claramente como si un sueño fuera a producirse.

Así vamos en la deteriorada vértebra a salir al mar,
notablemente arrugado sin mi amoroso deseo,
sin los castillos donde lame un perro.
Estos animales venían de muy lejos,
sin traer en sus patas el postrer deseo de las damas.
Entra el cartero y me entrega la carta recibida en el sueño,
esas tarjetas con la pálida Rosamunda parada sobre sus senos.
Imposible pensar la vida a través de una lluvia matemática.


Leves pisadas en el fango espeso de la copa del gigante.
No me detengo, no me asombro,
la sorpresa llega en el vientre de un pez.
Tu paz y las desesperadas llamadas del amor,
violar las túnicas dejando el cuerpo intacto.
Dioses, dioses, palabras siempre yacentes
para que nadie interrumpa su alta majestad.
Estoy impulsando este poema y esto puede matarme.

Perro, ven perro, perro sin un ladrido, desoladamente canino.
Qué flores arrojar o qué gavetas.
Todo va a comenzar. Tengo una cáscara.

Los pergaminos, los rollos y las indefinibles técnicas del hombre,
como si envolver, plegar fuera el objeto de esa garra.
No salen por la ventana las llamas y el humo no indica
que el Papa se llamará Impiedad.

Las mujeres avanzan con un pie en la boca,
mi caracol resonador revienta la cabeza de la comedianta.
Todo el mundo ha olvidado su papel:
¡Qué alegría no representar esta noche!
El público protesta y comienza el coito de las sirenas.

Este seno… qué indescriptible viaje me ha contado,
era algo así como si un caballo y la creación poética se reuniesen en un jardín.
¡Oh qué furia!, yerbas pisoteadas, y la mejor flor interrumpiendo su perfume.

¡Qué furia, qué dolor! Estas espumas y el punzante recuerdo
de aquellos pies cercenados en lo mejor de la danza.
Un viaje indescriptible de la soledad de los danzantes,
con la soledad y la melodía extraviada de una orquesta.
Puedo perecer y encontrar un amigo.

Esta cabeza, sus llamas, sus cabellos empapados de melancolía,
las primeras venas y el hueso donde llamo para distraerme.
El pantano del espíritu…
No, yo no quiero, no quiero.

¡Oh, perro mío, orina más y más con tu pata levantada!
El frío mortal de estos países cálidos:
usted llama, nadie responde,
las bocas apretadas, la sangre en la planta de los pies
y el corazón como un antiguo salón abandonado.
Necesito el amor, las toallas, los monumentos.
Vanas lamentaciones. Un pulpo suelta su tinta y se pone a llorar.
No, yo no quiero entrar,
y el mundo me basta.
¿Para qué todo ese vano aparato? ¿Para qué ese juez?
No, yo no quiero entrar,
tejo las últimas guirnaldas y tiendo la vista al horizonte.
¿Y si de pronto me quedo muerto en medio de la calle?
¿Y si de pronto comprendo el amor?
¿Y si súbitamente me dibujo?
¡Oh, no, qué hiriente melodía, qué ladrido!
¿Concretamente puedo enumerarme?

Pero de súbito me quedo sin los símbolos:
sabe usted, un mundo enteramente inerte:
me presentan un cuadro. Nada.
Me entregan a la música. Nada.
Me leen un poema. Nada.
¿Quién irá a perecer?

¡Oh, piedras, muchas piedras, rocas, cubridme!
Un dedo en el agua puede comunicar el frío a todo el cuerpo.
Sería inútil saber que Filemón y Baucis…
Inútilmente llegas a decirme que Leonardo…
No –te digo–, y casi me sonrío.
¡Qué miseria!: pájaro, oiseau, bird, uccello…
Es para golpearse la cabeza,
es para no existir.
Babel, Babel, Babel, pero nadie responde.

El viento acompaña esta amarga costumbre que es hablar,
su médula corriendo enloquecida por las cámaras de la flauta
como si la última palabra fuera a ser pronunciada
o como si el gato frente a mí dijera:
«Hoy hará un hermoso día…».
Usted se inclina, yo me inclino, no hablamos media palabra,
usted me clava un puñal, yo robo un reloj de oro.
No, no hay juez,
el pelotón de fusilamiento ofrece al reo una merienda.
El mundo como hechos sin calificativos.
¿Y aquella frase?
«Un corcho en medio de las hirvientes aguas»…
No queda una sola fotografía del Partenón ni tampoco del Vaticano,
nada queda sino el Amor.
¡Oh, perro, perro mío, aúlla,
ofréceme un poema de aullidos, concédeme esta gracia extrema,
tú mismo lo leerás,
mientras yo quemo los demás poemas!

1944 

La vida entera, 1968

Virgilio Piñera (Cárdenas, Cuba, 1912-La Habana, 1979), La isla en peso. Obra poética, Tusquets Editores, Barcelona, 2000


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Foto: Virgilio Piñera por Ida Kar, 1964 National Portrait Gallery; London

sábado, diciembre 28, 2019

Virgilio Piñera / Pequeño poema de Navidad

       

                                           Para Graciela Peyrou

¿Naciste ya, Señor?
¿O esperas la señal
del dolor para venir al mundo?
Tu cuerpo, sin mundo todavía,
¿se estremece y se dobla como el dolor del hombre?

¿Naciste ya, Señor?
¿Eres humano y triste?

Tú, Señor, jadeante y perruno
chocas las paredes
del templo de tu padre.
Y tú, Señor, también
a tu padre le pides
la venida a la tierra de un salvador del mundo.

                                             24 de diciembre de 1953

Virgilio Piñera (Cárdenas, Cuba, 1912-La Habana, 1979), "Poemas desaparecidos" *, La Isla en peso. Obra poética, Tusquets, Barcelona, 2000

* Se trata, según explica el prólogo de este libro, de poemas que Piñera afirmaba había perdido casual o intencionalmente. De ellos conservaba, sin embargo, algunos para "la voracidad" de los biógrafos. Piñera ordenó sus libros y los dejó listos para la imprenta antes de su muerte, incluida la muestra de los poemas "desaparecidos" (Nota del Administrador)


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sábado, diciembre 16, 2017

Virgilio Piñera / La isla en peso














[texto completo]

La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?

La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el agua,
me la bebería toda para escupir al cielo.
Pero he visto la música detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.
Hay que saltar del lecho con la firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la boca.
Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua
y vivir secamente.
Esta noche he llorado al conocer a una anciana
que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes.
Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.
He dado las últimas instrucciones.
El perfume de la piña puede detener a un pájaro.
Los once mulatos se disputaban el fruto,
los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.
He dado las últimas instrucciones.
Todos nos hemos desnudado.

Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen bárbara,
cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer impúdico,
justamente en el momento en que nadie cree en Dios.
Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:
hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.
Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos.
Es en este país donde no hay animales salvajes.
Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo a las yeguas,
pienso en el desconocido son del areíto
desaparecido para toda la eternidad,
ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro
el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto.
Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.
Solamente el europeo leía las meditaciones cartesianas.
El baile y la isla rodeada de agua por todas partes:
plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca, semillas de aguacate.
La nueva solemnidad de esta isla.
¡País mío, tan joven, no sabes definir!

¿Quién puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios de gallos?
Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente.
Como una guanábana un corazón puede ser traspasado sin cometer crimen.
Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color de los caimitos,
más lustrosos que un espejo en el relente,
sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.
Si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música.
Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada.

¿Quién puede reír sobre esta roca de los sacrifícios de gallos?
¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?
¿Quién desdeña ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?
La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras.
Ahora no pasa un tigre sino su descripción.

Las blancas dentaduras perforando la noche,
y también los famélicos dientes de los chinos esperando el desayuno
después de la doctrina cristiana.
Todavía puede esta gente salvarse de cielo,
pues al compás de los himnos las doncellas agitan diestramente
los falos de los hombres.
La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones.
Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer, en testimoniar.
La santidad se desinfla en una carcajada.
Sean los caóticos símbolos del amor los primeros objetos que palpe,
afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia francesa,
desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo,
desconocemos los espejos estratégicos,
no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia de un cisne,
desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas mortales elegancias.
Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,
en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como girasoles de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan hacia el mar.

Es la confusión, es el terror, es la abundancia,
es la virginidad que comienza a perderse.
Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón,
y escalo el árbol más alto para caer como un fruto.
Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos de los caballos,
turbadoramente cogido entre la poesía y el sol.

Escolto bravamente el corazón traspasado,
clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes.
El trópico salta y su chorro invade mi cabeza
pegada duramente contra la costra de la noche.
La piedad original de las auríferas arenas
ahoga sonoramente las yeguas españolas,
la tromba desordena las crines más oblicuas.

No puedo mirar con estos ojos dilatados.
Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo.
Es la espantosa confusión de una mano en lo verde,
los estranguladores viajando en la franja del iris.
No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor.

Me detengo en ciertas palabras tradicionales:
el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,
con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente,
titánicamente paso por encima de su música,
y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.

Yo combino:
el aguacero pega en el lomo de los caballos,
la siesta atada a la cola de un caballo,
el cañaveral devorando a los caballos,
los caballos perdiéndose sigilosamente
en la tenebrosa emanación del tabaco,
el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa por la horquilla
como la carreta de la muerte,
el último ademán de los siboneyes,
y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia.

Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo.

De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca
de uno de los narradores,
y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó.
La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio:
en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón
tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia.

Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,
las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras,
las eternas historias de los negros que fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca mejor,
las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules,
—toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza en llamas—,
la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo
llegado para apretar las tetas de mi madre.
El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,
el envenado movimiento del talón que rehuye el abanico del erizo,
los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,
dan la vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los moradores de la isla.

Sólo se eleva un flamenco absolutamente.

¡Nadie puede salir, nadie puede salir!
La vida del embudo y encima la nata de la rabia.
Nadie puede salir:
el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto.
Nadie puede salir:
una uva caleta cae en la frente de la criolla
que se abanica lánguidamente en una mecedora,
y “nadie puede salir” termina espantosamente en el choque de las claves.
Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa el agua
del mar, pero como el caballo del barón de Munchausen,
la arroja patéticamente por su cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella del mundo,
cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada de cocuyos.

La bestia es perezosa como un bello macho
y terca como una hembra primitiva.
Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro momentos caóticos,
los cuatro momentos en que se la puede contemplar
—con la cabeza metida entre sus patas— escrutando el horizonte con ojo atroz,
los cuatro momentos en que se abre el cáncer:
madrugada, mediodía, crepúsculo y noche.

Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda
hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas diestramente.
En este momento, como una sábana o como un pabellón de tregua, podría
desplegarse un agradable misterio,
pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados sones,
y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas.

El rastro luminoso de un sueño mal parido,
un carnaval que empieza con el canto del gallo,
la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo de la sabana,
cada palma derramándose insolentemente en un verde juego de aguas,
perforan, con un triángulo incandescente, el pecho de los primeros aguadores,
y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja a los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina cae,
y todo el mundo toma su café.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres
mientras la leche cae desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros en el monte,
la tristísima iguana salta barrocamente en un caño de sangre,
los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?
Confusamente un pueblo escapa de su propia piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y mujeres,
en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes
por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.

La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca cebada,
la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,
con yaguas traídas distraídamente por el viento,
la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,
absurdamente se tapa con sombrías hojas de tabaco
y con restos de leyendas tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una bola oscura,
la espantosa gallina pone un huevo blanquísimo.

¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanzada, invade
perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,
la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,
y las manos van lentamente hacia los ojos.
Los secretos más inconfesables son dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,
la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,
la claridad se golpea a sí misma,
va de uno a otro lado convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar, a rajarse,
la claridad empieza el alumbramiento más horroroso,
la claridad empieza a parir claridad.
Son las doce del día.

Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,
y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,
los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante
y la mortal deglución de las glorias pasadas.

¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.
De pronto el mediodía se pone en marcha,
se pone en marcha dentro de sí mismo,
el mediodía estático se mueve, se balancea,
el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,
el mediodía orinando hacia arriba,
orinando en sentido inverso a la gran orinada
de Gargantúa en las torres de Notre Dame,
y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.

Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfila.
A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo,
su color plateado del envés es el primer espejo.
La bestia lo mira con su ojo atroz.
En este trance la pupila se dilata, se extiende
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas en su lomo
y los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.

No una mujer y un hombre frente a frente,
sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,
entran ingrávidos en el amor,
de tal modo que Newton huye avergonzado.

Una guinea chilla para indicar el angelus:
abrus precatorious, anona myristica, anona palustris.

Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva
frente a los arcos floridos del amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.
El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:
Ficus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.
La tierra produciendo por los siglos de los siglos:
Panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.
El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene a los labios:
Árbol de poeta, árbol del amor, árbol del seso.

Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:
Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.

Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.

Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las narices azotan el aire
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,
el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se suman a la noche.

La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada, una noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.
No importa que sea una procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!

No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!

No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas

Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla:
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

                                                                            1943

Virgilio Piñera (Cárdenas, Cuba, 1912-La Habana, 1979), "La vida entera", 1968, La isla en peso, Tusquets, Barcelona, 2000

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Foto: Cuba Escena

lunes, marzo 15, 2010

Virgilio Piñera / Cinco poemas



Tararí tarará

Los niños y las moscas me recibían
con miles de mosquitos en La Lisa,
donde vive mi hermana maestra,
que hace tiempo se arrastra por el llano.
¡Tararí! ¡Tarará! Las moscas se comían el pastel,
con matamoscas los niños las mataban.
Los mosquitos la sangre nos chupaban,
una vaquita negra hacía muuu...
Mis grandes alegrías terminaron.

1969

Mi padre

Dice mi padre que es inútil la despedida:
no tiene la esperanza de un retorno.
Mi padre, cuya partida es inminente,
con su equipaje a la puerta,
en el helado aire de la mañana,
rechaza nuestros abrazos y nuestras lágrimas:
"Será inútil dejar las puertas abiertas".


Ladyladiva

Ladyladiva va
divavigando,
Ladyladiva vive
encadivaramada en pisoquín
de Zanja sin agua, go ni una.

La vida pasa a ojo de la diva
sin aguagó, ni una tá siquiera,
llave mirando a cubo y cubo a llave.
Ladyladiva a divar se pone
en secocubocúbicobicubo:
¡Gua-á, Gua-á!...
hasta infartarse el cubo
en el infartoser de ladyladiva.

En Zanja pisoquín la vida pasa
aguamanando sin llave vida aguando
a cuboagua con ladyladivavigando.

1970


No se parece
No se parece a mi persona
y dice venir de otro mundo.
Y cuando lo dice,
me veo en su mundo
diciéndole lo mismo.
De modo que si viene y yo voy
ambos permanecemos inmóviles.
Está su nave espacial
junto al latón de la basura en mi patio;
y está mi nave espacial
junto al latón de la basura en su patio.
Cuando él parte en su nave,
en el mismo instante
llego en la mía a su mundo.

1976


Sombras chinescas

Pasa -digo-. Has cambiado tanto
que de pronto pensé que no eras.
¿Cómo dices? Soy yo quien te habla.
Sólo que... no estoy seguro de que seas.
Quizá la penumbra de la tarde... Haré luz.
¿Dices que no me reconoces? Pues
será mejor tocarnos como los salvajes.
¡Oh, mi mano pasa a través de tu cuerpo!
¿Y dices que a tu mano le ha ocurrido lo mismo?
¿Somos ya sólo sombras con una luz detrás?
¿Divertido espectáculo de infinitas miradas,
miradas que nos traspasan como dagas crueles?
Habrá que convenir en que es todo un suceso.

1977

Virgilio Piñera (Cárdenas, 1912-La Habana, 1979), "Una broma colosal" (1988), La isla en peso. Obra poética, Tusquets Editores, Barcelona, 2000

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Ilustración: La profecía, Vladimir Iglesias

miércoles, marzo 18, 2009

Atropellando con su mano




La cartomántica

A Mademoiselle Mónique


Atropellando con su mano todas las posibilidades lógicas
la cartomántica nos descubre la ciudad antigua
-aquella por la cual enloquecen los sedientos de un dios
que posee todos los poderes para volvernos felices.

Debajo de las cartas no hay arcano a mostrar
-el mundo sigue igual-, -es necesario resignarse-,
pero a pesar de eso la cartomántica en un alarido
nos anuncia paletadas de un oro rutilante.

Comiendo nuestra hambre recorremos los días,
una veces haciendo el cordero y otras el oso,
diciendo a todo el que llega que se va a cambiar la vida
por los medios airados de la cartomántica.

¡Ay! Somos los verdaderos magos,
llevamos en nosotros nuestro propio adivino,
pero como ignoramos que tenemos antenas
vamos como carneros a ver la cartomántica.

Virgilio Piñera (Cárdenas, Matanzas, 1912- La Habana, 1979), "Tout un cortège fantasque" -poemas escritos por V. P. originalmente en francés, versión literal de Luis Marré-, La isla en peso, Ediciones Unión, La Habana, 1998


La cartomancienne

A Mademoiselle Mónique

Bousculant de sans main toutes les données logiques
la cartomancienne nos découvre la cité antique,
-celle dont raffolent les assoiffés d´un dieu
qui a touts les pouvoirs pour nous rendre heureux.

Dans le dessous des cartes pas d’arcane a montré,
-le monde va son train-, -il faut se résigner-.
mais malgré ça la cartomancienne dans un ululement
nous annonce des pelletés d´un or rutilant.

En mangeant notre faim nous parcourons les jours,
tantôt faussant l´agneau, tantôt faisant l’ours,
disant à tout venant qu´on va à changer la vie
par les moyens quintaux de la cartomancie.

Hélas! Ce nous qui sommes les vrais magiciens,
nous portons en nous mêmes notre propre devin,
mais ne sachant pas que nous avons d’antennes
allons comme dos moutons voir la cartomancienne.
1972


Foto: Piñera, tomado por él mismo, 1970 Cuba Literaria

lunes, junio 02, 2008

Virgilio Piñera / Isla




Isla

Aunque estoy a punto de renacer,
no lo proclamaré a los cuatro vientos
ni me sentiré un elegido:
sólo me tocó en suerte,
y lo acepto porque no está en mi mano
negarme, y sería por otra parte una descortesía
que un hombre distinguido jamás haría.
Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?

Virgilio Piñera (Cárdenas, Cuba, 1912-La Habana, 1979), en Isliada

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Foto: Cuba Escena

domingo, octubre 29, 2006

Virgilio Piñera / De "La isla en peso"



[Fragmento]

La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar
doce personas morían en un cuarto por compresión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?

La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin el agua,
me la bebería toda para escupir al cielo.
Pero he visto la música detenida en las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.
Hay que saltar del lecho con la firme convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la boca.
Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua
y vivir secamente.
Esta noche he llorado al conocer a una anciana
que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes.

(...)

[La Habana, 1943]

Virgilio Piñera (Cárdenas, Cuba, 1912-La Habana, 1979)

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Foto: Clarín, Argentina