Los corredores del miedo
Iba yo tuerto y resoplando,
chapoteando entre charcas en donde se reflejaban
dientes de oro y hebillas de plata
manchadas por el cieno.
Buscaba una ramita que reviviera con un soplo
para que nacieran flores violetas
o un monte más tierno.
Pasaban los mancos con su perorata
junto a malévolos generales que escondían su tufo
detrás de cortinas de pólvora.
Iba tan asustado
como el que viene de la guerra
con una jauría detrás de la nuca,
pensando que a lo mejor
ya no existían las últimas trincheras,
espantando tábanos,
soplando cualquier ramita en ascua,
volando del susto
porque tan sólo llevaba un ojo.
Y con la cuchilla hacía surcos
que me permitiesen atravesar
densas regiones de caballos agónicos,
buitres en disputa,
perros azotados por espectros vengativos.
Eran los corredores del miedo.
Iba yo tuerto y resoplando.
Antes que lleguen las lechuzas
Los meses se nos atragantaban
en un estacionamiento subterráneo
vigilado por un viejo tuerto.
En los bolsillos no faltaban fósforos cercenados
o servilletas en donde se graficaban teoremas
de cómo los espíritus salían de sus trajes
en los escaparates de la última temporada.
No tardaron en llegar saltimbanquis,
sanadores, profetas, vendedores de seguro,
cobradores, videntes, traficantes:
seres fantasmagóricos reverberando
como espejos arrastrados por el río.
Mi amiga había vuelto a posar desnuda
ante un grupo de bisoños debidamente matriculados,
y los malévolos iban de un lado a otro
como si fuesen yesqueros
o pastillas para dormir.
De repente aparecía un ángel remendado
y te susurraba al oído
en medio de una balacera con tres muertos incluidos
y gran jolgorio de vecinos
restregando sus lagañas.
No es fácil retener a un pájaro asustado,
pues la vida se escurre
como el vino en la garganta de los goliardos,
como se escurren los ciclistas, los escarabajos,
los escapistas bajo el puente.
Ahora resulta que sólo nos queda seguir la ruta larga
y sacudirse después de cada embestida
para olvidarnos de este chicle pegado
a la suela del zapato.
Ahora resulta que, sin estrellas
ni embarcadero a la vista,
sólo nos queda respirar con paciencia
y esperar que sanen las costillas
antes que lleguen las lechuzas.
Luis Enrique Belmonte (Caracas, 1971), Compañero paciente, inédito
Enviado por Gustavo Valle
Foto: Belmonte R.E. Lectura
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