Señor de mi signo,
triste Señor del Saturno regente;
hoy degusté piedra a piedra
el sabroso calor de la iluminación
o la demencia.
Vine por el monte donde Abraham
estuvo a punto de sacrificar su hijo muy querido;
deambulé por aldeas árabes
junto a los pastores y los cencerros de las cabras,
descansé en cuevas estrechísimas
construidas en la roca viva
a la medida de un beduino, un santo,
un criminal
o una fiera a punto de parir.
Sentí resbalar sobre mi cuerpo
el mismo ardor del sol, el deseo y el odio
que recorrieron en tu cuerpo
las miradas de los otros.
Estoy segura,
hermoso y taciturno joven de la Galilea
que, como yo, también fuiste a la casa
donde duermen los gusanos de Absalón
—hermano de infortunio—
y tropezaste con los negrísimos ciempiés,
las pequeñas iguanas
y esa rana monstruosa que continúa mirándonos
desde las terribles esmeraldas de sus ojos.
Hice tu camino, señor de Capricornio
—sin orden y con bastante desconcierto—
desde Belén, Cafarnaum, Caná, Hebrón, Gólgota,
a esta calleja estrecha donde una inscripción latina
me señala el sitio exacto en que un oficinista romano
de segunda categoría y relativa influencia
entró en la historia
por el solo hecho de prenderte.
Mientras me apoyo
para orar con disimulo en esa piedra
te acercas, como todos los días
por esta angosta, ruidosa vía de la ciudad más ciudad
al menos de esta tierra y este tiempo.
Y quizás estás entre los jóvenes o ancianos
que divagan su haschich en el narguile
a la puerta de comercios y salones,
o tal vez revoloteamos como algún pájaro
que en ocasiones se aventura por estos recovecos asesinos
aspirando el olor del oriente
hasta que la imaginación puede corporizarse
en un dedal o en la cruz de Bizancio
que me obsequió Mohammed, el vendedor de helados
y antigüedades del barrio de Silwán.
Hoy, cuando bajé al túnel milagroso
de uno de los reyes de Israel
para refrescarme un tanto de las heridas,
el sol y las horas de caminar
por los precipicios de mi vida,
dejé correr agua en el cuenco de mi mano
también por ustedes, nosotros
y los señores de Capricornio que están en camino,
los que por nuestras calles
—carreteras del cielo y del infierno—
vendrán desnudos o vestidos con su Vía dolorosa,
un cometa, un pan bajo el brazo,
un manto de la dicha o una tienda de souvenirs
a remover las cenizas
que construyen y destruyen sus laboriosos hermanos
porque nadie duda
que Suyo es el Reino.
Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939)
"Lo regado por lo seco", 1972
Los años argentinos (1963-1972),
edición de Mariano Rolando Andrade,
Leviatán,
Buenos Aires, 2019
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Foto: Jordi Batallé/RFI
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