viernes, agosto 24, 2018

Yannis Ritsos / La ventana
















En una pieza, dos hombres están sentados junto a la ventana que da al mar. Parecen dos viejos amigos que no se encuentran desde hace mucho tiempo. Uno de ellos tiene el aspecto de un marino, no así el otro, el que habla. La tarde cae dulcemente. Es un crepúsculo de primavera, calmo, violeta y púrpura. La mar de enfrente, toda unida, ilumina con franjas ondulantes y encostilladas los flancos de los buques, los cordajes y los mástiles, las casas. Empieza, simplemente, y con un aire fatigado:


Me siento junto a la ventana; miro a los transeúntes,
y me miro en sus ojos. Creo ser
una fotografía silenciosa, en su marco envejecido,
suspendida fuera de la casa, en la pared de enfrente-
yo y mi ventana.
Yo mismo, algunas veces, miro
esta fotografía de ojos amorosos y cansados-
una sombra esconde la boca; por momentos, el destello igual del vidrio,
al recogimiento del sol o a la iluminación de la luna,
esconde todo el rostro, y yo resulto escondido
tras una luz estática, palidecida rosa o argentina,
y puedo mirar el mundo libremente sin que nadie me vea- libremente, qué quiere decir?

No puedo ya moverme. Contrapuesta a mi espalda
la pared húmeda o ardiente; sobre mi pecho el frío
vidrio. Las venillas de mis ojos
se ramifican en el vidrio. De este modo, comprimido
entre la pared y el vidrio, no oso mover ninguna de las manos;
llevar la palma a las cejas cuando el sol resplandece
en una gloria implacable; y estoy así obligado
a ver, a querer, y a no moverme. Si intento
tocar algo, mi codo
quebrará quizás, el vidrio, y quedaría un agujero
en mi costado, abierto a las miradas y las lluvias.
Si intento hablar, el aliento de mi voz
empaña el vidrio (como en este momento)
y no veo más aquello de que quería hablar.
Silencio, dices, e inmovilidad. Puedes, aún, decir ocultación,
porque acaso conoces cuántas voces clavadas,
cuántos gestos doblados,
detrás de este esplendor vertical y cristalino tienen casa?
Sobre todo cuando cae la tarde como ahora, bajo la primavera, y el puerto
es un fuego lejano, rojo y amarillo,
en la floresta oscura de los mástiles, y sientes
los peces que el agua oprime, subir
a la superficie, con sus bocas abiertas, abriéndose parecidas a triángulos pequeños,
para hacer una profunda aspiración- lo viste?
es entonces rajado el viso denso de las aguas
por millones de bocas de pececillos, abiertas. Nadie puede
resistir indefinidamente, bajo la masa del agua, en esas florestas fabulosas del mar,
en esa transparencia de asfixia, a una tal perspectiva de inmensidad y de peligro.

Así, creo yo que las fotografías tampoco pueden resistir tras de su vidrio
en cualquier pose-actitud, aun muy bella, en cualquier momento de su vida,
en una edad fijada, en un momento de pureza desdeñosa
con la exquisita mano juvenil abandonada sobre la mesa elegante del estudio fotográfico,
o sobre su rodilla, con una siempreviva (naturalmente) en el ojal,
con una sonrisa imperceptible y vencedora, por sus labios,
no muy pronunciada, traicionando su arrogancia,
pero tampoco invisible, enteramente, al traicionar su dependencia del destino.
Entretanto, inflexible, el tiempo les acecha, antes y después de su instante perfecto,
y ellos desean su tiempo, inflexible del todo, aun cuando por eso,
hubieran de perder
esa dignidad petrificada, esa
pose resplandeciente, premeditada o no —poco interesa—
aun si su leyenda, muy erguida, debiera de fundirse como un cirio
blanco, bajo la llama de sus ojos,
aun si su juventud debiera, saliendo del cristal, ser desmentida.

Sin embargo, al parecer, el miedo excede su deseo,
o quizás se le iguala; y entonces su sonrisa
semeja un pez plateado, alargado asimismo y detenido
entre dos peñascos, en las profundidades... semeja
un pájaro gris de alas inmóviles, meciéndose en el aire,
inmóvil en su propio movimiento. Y las fotografías permanecen
encerradas allí con todo su pesar o sus remordimientos y su ojeriza, aun
sin librarse del cuadro, de su deseo y de su miedo,
frente al cielo exigente y al mar innumerable.
Es por lo que elegimos, comúnmente, un espacio reducido que nos proteja
de nuestra inmensidad. Y es por lo que. tal vez,
yo me siente junto a esta ventana, aquí, mirando
las húmedas señales que dejaran los desnudos pies del batelero
sobre las baldosas del muelle, poco a poco extinguirse,
lo mismo que una hilera de lunitas oblongas, en un cuento de hadas.
Y no puedo ya nada comprender ni me esfuerzo por ello.
Una mujer inclina, sobre el balcón de al lado, sus cabellos en limpio
y dulcemente canta
para secarlos con su canto. Un marinero
permanece azorado, las piernas apartadas,
ante su sombra inmensa, en el atardecer, y es igual que si estuviera
de pie, sobre la proa de un navío, en un puerto extranjero
donde las aguas ignorase y donde, a la vez, le fuera preciso
echar el ancla.
Luego, cuando el anochecer se abate, lentamente, y de los muros
y los cercos
desaparece la palpitación silenciosa y violeta del poniente, antes
de que los reverberos se enciendan,
se produce un súbito calor, y entonces
los rostros se adivinan más bien que se perciben.
Tú ves la sombra penetrar bajo las axilas en sudor;
el sonido de un vestido abanica, al pasar, el follaje de un árbol;
las camisas blancas de los jóvenes toman un color azul lejano, y
exhalan como un vaho,
y toda cosa es tan desprotegida, hechizada e inasible, que
quizás por eso
todas las luces se encienden a la vez, positivas para disipar
lo que es su precisión.

En las casas, los paños se parecen a banderas que caen
en un recalmón inexplicable del mar, cuando todo el mundo deja el barco,
y las banderas no tienen ya por quien flotar; penden así al atardecer,
enardecidas por el sol, lánguidas, olvidadas,
como pieles de grandes bestias, desolladas, de bestias degolladas
para un día de fiesta popular, de desfiles, de músicas, de
danzas y banquetes.
La fiesta pasó. Nadie en las calles. Sobre las aceras
papeles aceitados, escarapelas pisoteadas, cortezas, huesos...
ninguno, sin embargo, ha regresado a su casa, como si arrepentidos
estuvieran y hubiesen asumido una prolongación innecesaria.

Los cuartos quedan sin apetito, y oscuros, mirados solamente
por las luces multicolores de la calle y los navíos, o por unas
estrellas distraídas
o por el repentino proyector de un camión de transporte que pasa,
cargados de soldados ebrios, de gritos y canciones,
y el proyector fija la sombra de la ventana de la casa,
sorda, discretamente, al igual que si fuese un gran cofre de madera
que dos marinos de sombra transportaran sobre una orilla sin nadie.
Y a uno le vienen, entonces, ideas raras —es que ello no te sucede
a ti también?—
que cada uno de nosotros es —supuesto— dos hombres
con rostros encubiertos, rencorosos los dos,
que no pueden entenderse entre sí y que se acuerdan sólo en el momento
de trasladar el cofre, de cavar con las uñas
para enterrarlo, un poco más allá de la orilla.

Y tan bien como ellos, a pesar de todo su misterio, tú sabes
que en ese cofre yace un cuerpo dividido,
un cuerpo juvenil, querido; y ese único cuerpo es su cuerpo
que ellos mismos ataran y enterraran,
como dos extranjeros.
Ese cofre semeja
con su forma perfecta, regular, decidida,
una puerta cerrada,
esas fotografías en su marco, de que hablamos,
semeja esta ventana por la que miramos el vaivén primaveral y
grato de la calle.

A menudo hallé ese cuerpo, ese rostro,
en las noches de luna clara, sobre todo, paseándome
— un poco pálido, pero siempre juvenil— por el muelle,
o por la calle de arriba, con los ribetes sucios,
las mujeres pintadas, los perros hambrientos, los hierros herrumbrados,
con los mal rasurados marineros, los frutos corrompidos, los reniegos,
las huecas mitades de limones,
los lavabos verdes, las cubetas, las candelas, los mecheros de gas.

Y alguna vez, todavía, yo he visto venderse una mujer,
pero ésta no quería aceptar porque él le daba demasiado. "No
no", decía
"Eso no se hace. No", con una voz ronca, y su mano
de uñas encarnadas, tiritaba un poco. Tenía miedo
de ser mezclada en robos, estafas, llaves falsas,
hasta las grandes puertas de hierro parecidas a esas que predicen
las echadoras de cartas,
y que jamás, es cierto, faltan. Por qué mezclarse en tales cosas?

Era precio fijo — nada menos, seguramente, pero tampoco nada más.
Incomprensible, ese hombre con sus ojos
inmensos y como inhabitados en su semblante pálido,
iguales a carbones ardiendo. Hubieran podido ellos quemarla, tal vez.
Aun sus horquillas fundiesen,
y el hierro ardiente, fundido, corriera por los surcos de la cabellera,
hasta en sus ojos.
El continuaba, al parecer, atristado —q uizás a causa de su fuerza
que no pudiera matar nunca. Una bella aflicción,
evocadora de la melancolía, larga, del atardecer primaveral. Y le
sentaba,
le era casi necesaria. El no fuera jamás
decidido, según hemos podido presumirlo. Abría, tranquilo,
el cofre aquél,
como si abriese una puerta, y saliera, íntegro, a la luna,
y las venas de sus manos intensamente se trazaban,
rojas, tan rojas — extrañas para una tal aparición de luna,
bajo su piel cérea de cristiano.

En verdad, suelo pensar que la división, únicamente,
puede ahorrarnos enteros, siempre que lo sepamos.
Y cómo no saberlo desde que son nuestros conocimientos
los que nos dividen y nos unen de nuevo por eso mismo que nosotros
hemos desechado.

Más alto, en la calle de la cual yo te hablaba, es muy lindo...
los más extraordinarios almacenes del mundo... baratilleros,
carboneros, abaceros
peluquerías con grabados antiguos y sillones conspiradores y pesados,
carnicerías con espejos enormes que multiplicándolos repiten,
a una roja teoría, los corderos degollados y las vacas,
puestos de fruteros y vendedores de pescados donde se unen los
efluvios de la pesca y de la cosecha...
un ruido taciturno y ambiguo delante de las puertas,
una iluminación nunca parecida a la reverberación de la hojalata
o de grandes tablas acepilladas, amarillas,
puestas verticalmente sobre la fachada de la carpintería. Allá arriba
se ve en baturrillo
impermeables, botellas, peines, volaterías,
cajas, en hierro, de bizcochos, ataúdes baratos, jabones perfumados,
literas oxidadas de buques naufragados a las que pusiera
en subasta
y que se retirase pieza a pieza,
sederías que furtivamente se han traído de países diferentes, con
toda suerte de dibujos y colores,
servicios de té japonés, de manteles y de haschich,
y también ciertas cajas extrañas, abovedadas, semejantes a iglesias
sin concluir
en las cuales, pájaros desconocidos, rosas y dorados, miran
el movimiento de la calle con ojos impenetrables y extranjeros,
iguales a dos pedrerías, amarillas y negras, robadas por la noche
de los dedos de muerto.
Niños descalzos juegan en el justo medio de la calle, a los cacos,
mujeres se acuestan con marineros en piezas de techo bajo y de
ventanas abiertas,
tenderillos ambulantes, tostados, orinan en fila delante del cercado;
en las canastas rutilan, de cuando en cuando, los pescados, similares
a grandes cuchillos ensangrentados,
y alguna vez, una abeja extraviada,
vagabundea ahí perpleja, bordoneando,
y dejando en el aire las espirales, en alambre dorado, de sus vértigos,
parecidos a pequeños resortes de un juguete de niño desmontado.

La polvareda en nubes se mueve lentamente, entre los rostros,
al crepúsculo,
como un secreto rojo oscuro hecho de sudores y de hálitos, y de
combinaciones y de crímenes,
secreto profundo de un hambre inagotable, apresuradamente nutrida,
un vaivén sin fin, un regateo sin fin, un gastadero sin fin,
que mantiene el comercio, las ambiciones, y como es natural,
también la vida,
te suele ocurrir ver a una moza con un vestido florecido, muy limpio,
detenida en la calle llena de polvareda carbonosa, al lado de los
sacos y de la carreta del vendedor de alfóncigos,
toda iluminada por el mar,
sonreír con dos filas de castísimos dientes al silbido
de un barquillo.

A su alrededor los medio limones descompuestos brillan
soles pequeñitos;
en una ventana baja, una cortinilla de indiana, corrida oblicuamente,
es igual a la página, doblada en la extremidad, de un libro amado,
para que pienses en ella, en un cierto momento, y vuelvas a leerla.
No hay, pues, ninguna humillación ahí donde la vida demanda ser
vivida,
allí donde los perros, con gestos nobles, buscan el montón de
suciedades,
y las jovencitas mantienen levantada, bajo el peso de sus fuertes
cabellos, una frente pulida,
como si sostuvieran una negra colmena con un agua de silencio,
y temiesen que se les caiga. Vi a muchas jovencitas
en esta actitud, en aquella calle, sí,
y jóvenes morenos, de carnudos labios, y velludos,
siempre en irritación (al igual que los muy tristes)
que no lograron devenir tan vulgares como ellos querían.

Es por eso que lanzan, cada vez más, blasfemias,
con una voz, cada vez más pesada. Si prestas atención
comprenderías. Su voz es
una ancha palma que acaricia el gato negro del batel,
sentado sobre sus rodillas, cuerdamente... cuando se hace la noche,
desde luego,
y ni su mano ni el gato son visibles, Sólo los ojos de éste
brillan fosforescentes,
a manera de dos luces de costado, sobre un barquilluelo que costea
una isla florecida.

Si tú excedes dicha calle y hasta la colina de San Basilio, subes,
ves, ante tus ojos, extenderse todo el puerto,
ves, sobre el agua oscura, en la orilla del mar inmenso, relucir
las grandes tachas verdes y doradas, irisadas, de petróleo o de aceite;
tachas brillantes e inmaculadas, se diría, lo mismo que pequeñas
islas movedizas, de una calma indiferente,
entre los perros reventados, y las patatas corrompidas, y las briznas
de paja, y las piñas, y los barcos.

Tú puedes, por esta ventana, mirar, pues, sin vacilar,
o salir a la calle, también — una silenciosa santidad
bajo los actos humanos, queda siempre. Una sombra violeta
calla en el hombro izquierdo de una mujer, derrengada por el amor,
que se ha vuelto del otro lado, y se ha dormido sola. Te es posible mirar
los calzoncillos groseros, en el patio vecino, ensuciados por las
nocturnas poluciones,
o los preservativos desplegados bajo los bancos del paseo,
o los botones del corpiño de las mujeres, caídos sobre el césped,
como florecillas de nácar, algo tristes
por no tener ya qué ofrecer —perfume, polen, simiente. Nada.

He pensado yo mismo ir a esa calle una vez
para vender esta ventana y al mismo tiempo este gran cofre,
sin otro fin que no sea el de escapar de su cuidado
y también mezclarme al tráfico,
escuchar a mi voz hablar una lengua extranjera. En seguida sentí
que no tenía nada que vender. Era sólo un pensamiento inconfesable,
la rebusca de una inédita prueba
que habría acechado, de nuevo, desde la ventana, aun sin vidrios.

No he logrado jamás, éxito en el comercio. Por otra parte, no tengo
nada que pueda ser pagado, nada
que yo pueda pagar. Y esas fotografías, viejas, y
carentes de valor para los otros, bien que sus marcos, a lo menos,
sean de oro macizo. Mas para mí son necesarias,
y no están muertas, no. Cuando cae la tarde
y las sillas, fuera de los cafés, están calientes todavía,
y todos (inclusive acaso yo) piden nido en el otro,
ellas descienden silenciosamente de sus marcos, al igual que si lo
hicieran por una humilde escala de madera, van a la cocina,
encienden la lámpara, ponen la mesa, se oye
el sonido amusical de un tenedor al chocar con un plato,
arreglan mis pocos libros y aun mis pensamientos
por medio de comparaciones y de imágenes (viejas y nuevas)
de modestos argumentos,
y, alguna vez, de antiguas pruebas, inquebrantables: vividas.
De ahí que guarde yo con reconocimiento esta ventana.
No me impide ella ver, existir aun al contrario, todavía...

En cuanto a lo que te decía: "apretado entre el vidrio y la pared"
era una exageración de primavera, un exceso
debido a la abundancia, carnal y verde, de las hojas. La ventana
es una serenidad, una transparencia servicial y leal.

Cuando los muros se nublan al atardecer, esta ventana
luce por sí misma; ella mantiene y ella extiende
los estertores del poniente,
ella lanza su reflejo sobre la sombra de la calle,
ella ilumina los rostros de los transeúntes como asiéndolos en
flagrante delito,
en su momento más suyo; ella ilumina rayos de bicicleta,
o la cadena dorada que se hunde en un seno de mujer,
o el nombre extranjero de un navío que está anclado en el puerto.

Contra sus vidrios, en invierno, el viento da con las rodillas,
y le veo partir, disgustado y ancho, volviendo las espaldas.
En los crepúsculos de primavera —como éste— otras veces, oigo desde aquí,
las charlas de los marineros, bajel a bajel,
y es como si ellos desnudaran la relación de las estrellas, como si
ellas me explicasen
esos nombres incomprensibles de los flancos de los barcos. De improviso
oigo el ruido de un ancla que penetra en el agua,
a la manera de algo que se me ofrece a mí, exclusivamente,
a indicarlo,
a la manera de algo que me invita.

Cómo podría, entonces, de esta ventana lamentarme?
Puedes entreabrirla, si quieres, sin mirar del todo afuera,
seguir invisible en los vidrios
las escenas verdaderas de la calle, en un espacio más profundo, y
más durable,
con la dulce iluminación, de una distancia grande,
mientras todo, bajo tus ojos, pasa a un metro más lejos.
Si lo deseas, asimismo, puedes abrirla entera, y mirarte en el cristal,
al modo que en un espejo mágico y lejano, y peinar tus cabellos que
comienzan a volverse más ralos,
o arreglar un poco tu sonrisa. En este vidrio
todo es más neto, al parecer... más silencioso, más inmóvil,
e indispensable así también e incorruptible.
Es que jamás
se te ha ocurrido mirar
a través de un vidrio el mar? Bajo la agitada superficie
el fondo de su inmensidad parece espléndido
en un orden cristalino, imperturbable y frágil a la vez,
en una santidad muda — según ya lo hemos dicho. Sólo que si te quedas
unos minutos más así, el aliento te falta,
y levantas la cabeza, consecuentemente, al aire,
o esta ventana abres o sales por la puerta.
No hay ya nada que haga inclinarse a tu vida y a tus ojos,
no hay ya nada que tú no puedas orgullosamente mostrar y hacerlo
canto,
nada cuya figura no puedas tú volverla al sol.

Cerraron ellos la ventana y salieron a la calle. Las luces de los navíos se habían encendido. Fueron hasta la punta de la escollera. Se detuvieron, miraron el mar, oyeron el salto entrecortado de un pez en el agua baja y, sin razón, se apretaron sus manos, palma sobre palma. Luego silenciosos, tomaron asiento sobre un ruedo de húmedos cordajes, encendieron un cigarrillo y se miraron a la llama del fósforo. Parecían extraña y absurdamente dichosos, con esa dicha inexplicable que posee siempre la vida en la primavera, cuando todo a su alrededor huele al agua salada, a la fritura, a la lechuga picada y al vinagre. Irían a cenar, pronto, a la taberna vecina. Tenían hambre ya y el sonido del gramófono acentuaba sanamente la sensación de su apetito. A su lado pasó la guardia del puerto con su paso regular. Los uniformes de verano eran enteramente blancos en el anochecer. Los dos amigos se levantaron de los cordajes y avanzaron.

El Pireo, Abril de 1959

Yannis Ritsos (Monemvasía, Grecia, 1909-Atenas, 1990), La ventana, El Lagrimal Trifurca, Rosario, 1973
Versión de Juan L. Ortiz

Ref.: El bar El Cairo y los poemas de Yannis Ritsos, por Jorge Isaías, Rosario 12

Foto: Yannis Ritsos, sitio oficial

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