A Maricela Guerrero
Ella pintaba un cielo de nieve
cuando el calor era insoportable, escenas árticas sobre planchas
de metal cuando había relámpagos, el hielo es aislante,
nunca supe si era cierto, jugamos con muñecas y vajillas
blancas, navegamos por mares interiores sobre un atlas, mapamundis,
muralismo de viajes, las niñas no tienen relatos de iniciación
en barcos, y nosotras jugábamos con muñecas polizonas,
pequeñas piratas que conocían el sextante, el astrolabio,
subían a las velas como a balcones, apartaban las cortinas,
el cabello de las mejillas. Y contaban muertos,
cadáveres al agua. Las niñas no tienen relatos de iniciación
en la selva. Le dije que antes de entrar sentí que el monte
cruzó los brazos sobre su pecho, no podría remontarlo,
“pero pide que te deje pasar, respetarás cada raíz, cada corteza”,
la curiosidad es una catarina sabia
sobre los árboles, no se aventura más allá de un viento leve
sobre el follaje. Las niñas sí tienen relatos de iniciación en los desfiladeros,
pero no en las montañas, mucho menos cuando hay frío.
No teníamos frío ni montañas para demostrarlo,
solo las olas de altamar eran nuestras cordilleras,
y siempre, siempre, estuvimos en la cima en algún punto,
y las nubes de lluvia detrás de las casas y los cables
también fueron nuestras montañas temporales, sin pendientes,
o sin faldas, en ningún caso montañas niñas. Y los montones
de ropa sucia, montañas llenas de túneles, hermana.
Tú comenzaste a dibujar montañas, cimas de montañas,
siempre estabas subiendo algo, recogiendo esas flores
que solo crecen en las alturas, y te reías
de los desfiladeros: con los ojos cerrados los habías recorrido
todos, con las manos le pusiste nombre
a cada una de las piedras. Las niñas buenas ven, pero no tocan,
y tú tocaste sin ver, no lo necesitaste. Pero abriste los ojos
debajo del agua cuando te caíste del mástil, y yo bajé a buscarte
como se entra a una historia nueva, a una sala donde tocan
nuevas músicas; los pulpos eran demasiado pequeños
para aprisionarte en sus tentáculos, sus ventosas minúsculas
rosas, grises, racimos abiertos de peonías, y tú, abajo,
planeando en el agua como si volaras, yo tenía
que alcanzarte. Volar más alto, hasta ti para regresar
contigo. Las niñas buenas no se tiran al agua.
Esta vez ganamos las montañas, dijiste, quien no se ahoga
será un buen alpinista. Y las fuimos a buscar, mares después,
también azul ultramarino y ventosas sobre la piedra,
pequeños pulpos en las frondas de colores, montañas,
montañas, montones de años, cicatrices tectónicas, cordilleras,
comezón en la palma de las manos, las montañas suenan
bajo los pies, siempre, suenan sobre la cabeza, a veces,
suenan a viento, como el viento huele a playa
y la playa sabe a las minas de las montañas,
regresamos con ellas bajo los zapatos
para siempre, regresamos montañas azules,
siete faldas amarillas, pendientes de plata,
sobre la cima, la bandera verde, la memoria.
El puchero sobre la estufa, el pan en el horno,
algún calor dentro de un frasco, un niño se hornea
también en mi vientre, o una niña,
así una se siente montaña y cordillera, llena de lagos,
y mar de fondo, también aventuras en mapas,
y barcos, lejanías, ciudades portuarias que esperan
a quienes vienen en camino sobre el mar, espera
la ola que se rompe, la marea roja y la sangre,
la nueva voz y otras historias, aquí ya somos tres,
hermana, y cuando vengas tú a visitarnos,
cuatro seremos las montañas
(o tal vez cinco, si no es uno el que viene sino dos).
Nadia Escalante (Mérida, Yucatán, México, 1982), Periódico de Poesía, 26 de octubre de 2020
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