Decorando la casa que yo no quería que fuera nuestra casa,
pinchamos con el taladro un tubo de agua. El chorro
nos golpeó con la fuerza de una yegua. Era de noche,
sábado y afuera también llovía.
Hasta que encontramos la llave, se inundaron
los cuartos, los placares, el pasillo.
Hacía frío. Empezábamos a hundirnos. La pintura
de los muros se rajaba. Se curvaban las tablas en el piso.
Enseguida, el marido empuñó la escoba:
era una especie de caballero con su lanza.
Quién sabe cuáles monstruos despiadados
enfrentaba en el cuerpo de esas aguas.
También estaba la hija. Seria. Empapada.
Iba de un lado al otro llevando zapatos
y lápices y cajas hasta arriba de las camas.
Parecía un gigante tratando de salvar el mundo.
Yo me hubiera dejado ahogar ahí mismo.
Habrían quedado tres libros, unas pocas fotos
y un montón de notas sueltas. Suficiente
para alimentar el mito de la poeta joven que se fue
justo antes de empezar a escribir sobre sus muertos.
Soledad Castresana (General Pico, Argentina, 1979)
Que sangre,
Caleta Olivia,
Buenos Aires, 2019
Ref.:
Op. Cit.
Pájaros Lanzallamas
Vallejo & Co.
Eterna Cadencia
Foto: FB
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