En un suplemento cultural de 1991,
rescatado de una pila de cajas con diarios
que esperaban ser descartados, leo una nota
sobre la muerte de un escritor argentino
cuya poesía no había vuelto a visitar
generosamente desde entonces. Una
especie de cámara de vacío se crea alrededor,
en dor¬mit¬orios, pasillo, living, comedor,
mientras accedo al poema que acompaña
al artículo como flores en un velatorio.
Por la puerta entreabierta de la cocina
veo a mi mujer con manos de tostar el pan.
Del aparador baja un frasco de dulce
de damascos que esas mismas manos
cocinaron en el último verano. Los hijos
llenan los tazones de leche hasta el borde,
revuelven; es inevitable lo que rebalsa.
Preparo el mate, chupo y tiro en la pileta
el agua apenas tibia de los primeros sorbos.
El chorro de la canilla lava el fondo
verdoso del acero inoxidable de la bacha,
y cuando escurre veo duplicarse en el fondo
la imagen de una cara fotogénica que me
sorprende pero que no me resulta extraña.
Sin entrar en detalles ni presentación
—porque no hace falta—, el poeta difunto,
por ahora en silencio, se sienta a la mesa,
como si hubiera sido llamado especialmente
para degustar los distintos sabores ofrecidos.
J. S. B. no ha llegado ni sabemos si llegará,
pero su música, invocada en el poema,
no falla a la cita doble. El poeta difunto
golpetea con cuchillo y cucharita de té
sobre tazas, vasos, platitos, para sacarle
a la improvisación sonidos de la partitura.
Trescientos años después reinterpreta a su
modo la composición. Lo hace por contagio
y pide que no lo juzguemos por ese “juego”.
Lo hablamos con la boca llena, lo hacemos
tema de conversación; de a una las palabras
se encarrilan solas, verosímiles, como la lengua
familiar. Los hijos ríen por alguna ocurrencia
anterior y vuelven de ese lugar que ignoro
para estar, también, en dos lugares a la vez,
que ellos saben hacer sin excusas ni simulación.
En voz baja el poeta se trenza en una rencilla
personal con la experiencia. Y aunque eso de
quien habla no está muerto lo podemos dar
por cierto, le digo que a veces nuestro hablar
patina en burbujas de escarcha y las palabras
en el papel comienzan a tener una cadencia
enrarecida por el rigor excesivo de la forma.
—¿Hay algo más tentador que una lapicera
en reposo o una boca cerrada?
—A eso lo podemos llamar “salirse de la
vaina”, y es trabajo para los sentidos.
—Sí, hasta que una minucia o un descuido
dispara la primera flecha errática al blanco.
—De pronto su poema me hace pensar
en las planchas de hielo que vimos en junio,
desprendidas, golpeándose por el oleaje
del Musters. Dalmacio González nos había
dicho una vez que en las mañanas soleadas
de invierno esa visión era música para los oídos
recordando los años jóvenes cuando trabajaba
de puestero en un campo lindero con el lago;
y basta decirlo para que vuelvan a tener
existencia aquellos sonidos inconfundibles.
—Las cosas deben estar en la mente y la mente
en las cosas para que eso que tiene que ser sea.
—Usted quiere decir que la poesía no es antes
de ser, como le pasó a su poema antes de
haberse encontrado a solas con esa música.
—Con todo, algo o nada, hay que machacar
cada vez sobre lo mismo, hacer del poema
poesía. ¿Se puede entenderlo de otro modo?
—Además de todo, algo o nada, su escritura
se puede leer como una ideología de la forma.
—Ideas sí, como prefiera, atadas a las palabras.
Pero no pase por alto la forma de la acción,
como hace un boxeador en defensa y en ataque.
—Una mente haciendo guantes con las ideas.
—También, otra posibilidad no menos valedera
(quiero decir valiente), podría ser: Ideas no.
—A ver: ¿También ideas no sin los hechos?
—En poesía los hechos no existen sin las
palabras. Sólo puedo proponerme obrar
con el poema. Es una regla, una ley de uso
que no me previene de nada, sólo me vuelve
una persona más curiosa, inmiscuida, tirando
del hilo hasta que el hilo… se corta o no.
Ahora le pido que me hable de nuevo de los
sonidos musicales que oían en el lago helado,
el agua pujando desde abajo. Quiero saber
lo que resulta, en mi percepción de su relato,
de esas planchas laminadas cuando al romperse
friccionan, rozan, se arrugan, dan rienda suelta
a notas como las que reconocí tan cercanas
al sentido de las palabras en la “Partitura n° 1
de J. S. B.”, que motivó la escritura del poema.
No sé si lo que hablamos es o no es ajeno
a la masa horneada de lo que resta
del bizcochuelo con pasas y manzanas
cortadas del árbol asomado a la ventana
del que dientes, lengua y paladar han
dado cuenta. En el mantel sólo quedan
migas, partes desprendidas del todo
que pronto volverán a reunirse en el fondo
de la bolsa de residuos. Me parece irreal
que se pudiera sentir la tensión en el cuerpo,
mientras el momento se prolonga como una
tecla pulsada al azar. Es que no esperábamos
este encuentro de nombres que sabemos
dispersos, distantes, hasta que un hecho fortuito
y un recuerdo triste y particular los reúne.
Llega la hora de levantar la mesa, lavar
la vajilla, sacudir el mantel en el patio de atrás,
y como si nada hubiera pasado en el día
ir cada uno a lo suyo porque la vida,
como la conocemos, pide seguir.
Juan Carlos Moisés (Sarmiento, Chubut, Argentina, 1954), El jugador de fútbol, La Carta de Oliver, Buenos Aires, 2015
rescatado de una pila de cajas con diarios
que esperaban ser descartados, leo una nota
sobre la muerte de un escritor argentino
cuya poesía no había vuelto a visitar
generosamente desde entonces. Una
especie de cámara de vacío se crea alrededor,
en dor¬mit¬orios, pasillo, living, comedor,
mientras accedo al poema que acompaña
al artículo como flores en un velatorio.
Por la puerta entreabierta de la cocina
veo a mi mujer con manos de tostar el pan.
Del aparador baja un frasco de dulce
de damascos que esas mismas manos
cocinaron en el último verano. Los hijos
llenan los tazones de leche hasta el borde,
revuelven; es inevitable lo que rebalsa.
Preparo el mate, chupo y tiro en la pileta
el agua apenas tibia de los primeros sorbos.
El chorro de la canilla lava el fondo
verdoso del acero inoxidable de la bacha,
y cuando escurre veo duplicarse en el fondo
la imagen de una cara fotogénica que me
sorprende pero que no me resulta extraña.
Sin entrar en detalles ni presentación
—porque no hace falta—, el poeta difunto,
por ahora en silencio, se sienta a la mesa,
como si hubiera sido llamado especialmente
para degustar los distintos sabores ofrecidos.
J. S. B. no ha llegado ni sabemos si llegará,
pero su música, invocada en el poema,
no falla a la cita doble. El poeta difunto
golpetea con cuchillo y cucharita de té
sobre tazas, vasos, platitos, para sacarle
a la improvisación sonidos de la partitura.
Trescientos años después reinterpreta a su
modo la composición. Lo hace por contagio
y pide que no lo juzguemos por ese “juego”.
Lo hablamos con la boca llena, lo hacemos
tema de conversación; de a una las palabras
se encarrilan solas, verosímiles, como la lengua
familiar. Los hijos ríen por alguna ocurrencia
anterior y vuelven de ese lugar que ignoro
para estar, también, en dos lugares a la vez,
que ellos saben hacer sin excusas ni simulación.
En voz baja el poeta se trenza en una rencilla
personal con la experiencia. Y aunque eso de
quien habla no está muerto lo podemos dar
por cierto, le digo que a veces nuestro hablar
patina en burbujas de escarcha y las palabras
en el papel comienzan a tener una cadencia
enrarecida por el rigor excesivo de la forma.
—¿Hay algo más tentador que una lapicera
en reposo o una boca cerrada?
—A eso lo podemos llamar “salirse de la
vaina”, y es trabajo para los sentidos.
—Sí, hasta que una minucia o un descuido
dispara la primera flecha errática al blanco.
—De pronto su poema me hace pensar
en las planchas de hielo que vimos en junio,
desprendidas, golpeándose por el oleaje
del Musters. Dalmacio González nos había
dicho una vez que en las mañanas soleadas
de invierno esa visión era música para los oídos
recordando los años jóvenes cuando trabajaba
de puestero en un campo lindero con el lago;
y basta decirlo para que vuelvan a tener
existencia aquellos sonidos inconfundibles.
—Las cosas deben estar en la mente y la mente
en las cosas para que eso que tiene que ser sea.
—Usted quiere decir que la poesía no es antes
de ser, como le pasó a su poema antes de
haberse encontrado a solas con esa música.
—Con todo, algo o nada, hay que machacar
cada vez sobre lo mismo, hacer del poema
poesía. ¿Se puede entenderlo de otro modo?
—Además de todo, algo o nada, su escritura
se puede leer como una ideología de la forma.
—Ideas sí, como prefiera, atadas a las palabras.
Pero no pase por alto la forma de la acción,
como hace un boxeador en defensa y en ataque.
—Una mente haciendo guantes con las ideas.
—También, otra posibilidad no menos valedera
(quiero decir valiente), podría ser: Ideas no.
—A ver: ¿También ideas no sin los hechos?
—En poesía los hechos no existen sin las
palabras. Sólo puedo proponerme obrar
con el poema. Es una regla, una ley de uso
que no me previene de nada, sólo me vuelve
una persona más curiosa, inmiscuida, tirando
del hilo hasta que el hilo… se corta o no.
Ahora le pido que me hable de nuevo de los
sonidos musicales que oían en el lago helado,
el agua pujando desde abajo. Quiero saber
lo que resulta, en mi percepción de su relato,
de esas planchas laminadas cuando al romperse
friccionan, rozan, se arrugan, dan rienda suelta
a notas como las que reconocí tan cercanas
al sentido de las palabras en la “Partitura n° 1
de J. S. B.”, que motivó la escritura del poema.
No sé si lo que hablamos es o no es ajeno
a la masa horneada de lo que resta
del bizcochuelo con pasas y manzanas
cortadas del árbol asomado a la ventana
del que dientes, lengua y paladar han
dado cuenta. En el mantel sólo quedan
migas, partes desprendidas del todo
que pronto volverán a reunirse en el fondo
de la bolsa de residuos. Me parece irreal
que se pudiera sentir la tensión en el cuerpo,
mientras el momento se prolonga como una
tecla pulsada al azar. Es que no esperábamos
este encuentro de nombres que sabemos
dispersos, distantes, hasta que un hecho fortuito
y un recuerdo triste y particular los reúne.
Llega la hora de levantar la mesa, lavar
la vajilla, sacudir el mantel en el patio de atrás,
y como si nada hubiera pasado en el día
ir cada uno a lo suyo porque la vida,
como la conocemos, pide seguir.
Juan Carlos Moisés (Sarmiento, Chubut, Argentina, 1954), El jugador de fútbol, La Carta de Oliver, Buenos Aires, 2015
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Foto: s/d
Bonita poesías gran persona como escritor los lectores tienen la palabra
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