Orlando furioso, de Ludovico Ariosto
Versión en prosa y verso de Jorge Aulicino
Noticia
Pulida y repulidas las versiones, el Administrador descubre que es mejor combinar prosa y verso en la traducción del Orlando de Ariosto, after Italo Calvino. Con dos modestas variaciones al modelo Orlando narrado en prosa: se trata de una traducción a otro idioma y de una narración, por un lado; por otro, los tramos en prosa se toman ciertas libertades -como una película contada con comentarios-, pero no pretenden ser ensayísticos, como los de Calvino. Se ha intentando mantener, en todos los casos, un grado de ironía no superior al del propio Ariosto frente a su material. En lo que respecta a los tramos en verso, se eligieron lo que muestran mejor los nudos de cada canto y las vivaces dotes descriptivas de Ariosto, especialmente ejercitadas en las escenas fantásticas, amorosas y de acción militar. En los versos, se mantuvo la literalidad hasta donde fue posible.
Nota bene: Ariosto usa constantemente la segunda persona del singular, dirigida a su protector, Hipólito de Este, como si todo el libro lo hubiese concebido para un único lector. En los tramos en prosa, se ha elegido la segunda persona del plural.
Canto Primero
1- La bella fugitiva
No menos que la narración de esta historia es lo que merece Hipólito de Este, descendiente de Hércules de Este y también de otra hercúlea prole, en pago de todo lo que el autor le debe. Verá el ilustre hombre que las raíces de su dinastía se hunden hasta los lejanos tiempos de Carlomagno en que combatió aquel Rogelio que era de su sangre, entre tantos otros paladines, cuando los moros pasaron el mar.
Vayamos pues al escenario
El emperador franco, con la gente de Francia y de Alemania, se apresta a enfrentar, bajo los imponentes Pirineos, al ejército del rey pagano Agramante y a los moros españoles, movidos por Marsilio.
En tales circunstancias vuelve a su tierra el gran campeón Orlando, trayendo desde Oriente a la noble Angélica, poco menos que en grupas, no muy distintamente a un trofeo, pero de ella realmente enamorado. Una desafortunada circunstancia -que, como veremos, se debe a un encantamiento- precipita en desdicha el regreso triunfal del guerrero: su primo Reinaldo también está enamorado de Angélica.
Carlomagno es un gran militar. No puede menos que entender en términos de estrategia lo que aquella situación significa: dos de sus campeones, recelosos entre sí, debilitarán sus fuerzas. Toma pues a Angélica, la pone en custodia del duque de Baviera y la promete al que mejor combata contra los moros en la batalla del día siguiente.
El combate es un desastre para los cristianos. La retirada los llevará hasta París.
Los héroes y la heroína se han separado en medio del fragor de las armas. Moros y cristianos andan dispersos y medio aturdidos por los campos.
Angélica, quien huye en una montura salvadora, se topa de frente con el mismísimo Reinaldo, a quien desprecia con toda su alma por razones que se verán. Reinaldo anda a su vez en busca de su propio corcel, Bayardo, que se le escapó en medio de la batalla.
Ver a Reinaldo, señor de Montalbán, y volver sobre sus pasos es para Angélica todo uno.
La dama el palafrén atrás da vuelta,
y por la selva a toda brida toma;
ni por lo liso más que por las matas
la más segura y mejor vía sigue;
pálida, fuera de sí y temblorosa
deja que su diestro corcel la guíe.
De arriba a abajo, la selva fiera
corre tanto, que llega a una ribera.
En la ribera a Ferragús se topa,
de sudor lleno y todo polvoriento.
Lo traía de la batalla hecha
deseo de beber y de reposo;
de mal grado, estaba entretenido
porque, de agua tragón y presuroso,
el yelmo al río lo dejó caer
y quiere el yelmo ahora recoger.
Presta cuanto podía, se acercaba
gritando la doncella con espanto.
Al oírla, se yergue en la ribera
el sarraceno, y la ve en el rostro;
y reconoce súbito a quien llega,
por el temor tan blanca y tan turbada,
y siente que no es otra sino aquélla;
sin duda alguna: Angélica, la bella.
Era cortés, y no tenía menos
que los primos el corazón caliente;
de inmediato se pone a su servicio:
aun sin yelmo, ardiente y atrevido,
saca la espada y corre amenazante
donde, vacilante, está Reinaldo.
Algunas veces se habían ya medido
y al parangón de las armas conocido.
Se inicia allí una batalla dura,
a pie, como están, a filo crudo.
No ya planchas y diminutas mallas:
ni yunques aguantarían tales golpes.
Ahora, mientras uno al otro ataca,
ella elige la senda más propicia;
al palafrén espolea con saña
y se lanza al bosque y a la campaña.
Luego de intentar trozarse en vano,
los guerreros, uno por el otro,
ya que no menos era con las armas
éste que aquél, ni más habilidoso,
fue el primero el señor de Montalbán
en dirigirse a su rival; y habló
como quien siente el alma arderle tanto
que no encuentra un alivio a su quebranto.
Dijo al pagano: "Herido me quieres,
pero también saldrás de esto herido.
Si esto sucede porque los fulgores
de un nuevo sol te arden en el pecho,
de hacerme demorar, ¿qué ganarás?,
que cuando esté muerto o prisionero,
no por ello tendrás a la doncella:
nos demoramos aquí, y allá va ella.
"Cuanto mejor sería, si es que la amas
que vayas a atravesarte en su carrera,
y al alcanzarla hacer que se detenga,
antes de que aun más lejos no se vaya.
Cuando la tengas en plena potestad,
de quién será decidan las espadas;
no sé, después de habernos afanado,
algo que cuadre aquí más apropiado."
Al pagano no disgusta la propuesta;
así difirieron ambos la tensión;
y se impusieron de tal modo una tregua
que les hizo abandonar cólera y odio;
el pagano, al partir del agua clara,
no deja de a pie al buen hijo de Amón:
le ofrece que se agrupe en su montura
y tras la bella galopa y se apresura.
¡Oh bondad de los antiguos caballeros!
Eran rivales, eran de fe diversa,
y sentían, de los golpes poderosos,
aún doloridas todas sus personas;
y así y todo, en aquella selva oscura, *
por oblicuas calles marchan sin recelo.
Por dos pares de espuelas lacerado
el corcel llega a un sitio bifurcado.
Ante la duda, pues no hay huellas visibles, los caballeros deciden separarse y cada uno toma un camino diferente. Después de varias vueltas por un bosque que parece siempre el mismo, el sarraceno se encuentra de nuevo en el punto de partida. Casi diríamos que en un gesto de resignación –tal vez el autor consienta en que así puede leerse- Ferragús se da nuevo a la tarea de buscar su yelmo. Usa para eso una larga rama. Rastrea el limo del fondo. Y en tales circunstancias, un fantasma guerrero se alza desde el agua.
Iba, salvo la cabeza, todo armado,
y llevaba un yelmo en la mano diestra:
tenía el yelmo aquel que Ferragús
había buscado largamente en vano.
A Ferragús le habló, en tono airado,
y dijo: "¡Ah mentidor de fe, marrano!
¿Por qué en buscar el yelmo insistes,
si traerlo hace tiempo a mí debiste?
"Recuerda, pagano, cuando mataste
al hermano de Angélica (yo soy aquél):
después del combate tú me prometiste
tirar, en poco tiempo, el yelmo al río.
Si Fortuna (puesto que no quisiste tú
cumplir) satisface ahora mi deseo,
no te turbes; y si turbarte quieres
túrbate, que de fe privado eres.
"Si deseas un refinado yelmo,
encuentra otro, y honrosamente tenlo;
uno similar suele usar Orlando,
y Reinaldo, tal vez uno mejor:
uno es de Almonte, el otro de Mambrino;
consigue uno de los dos con valentía;
y este que habías prometido darme
bien harías ahora en entregarme.”
Al aparecer que fuera de improviso
del agua la sombra, se le erizó el pelo
y empalideció de un solo golpe el moro;
la voz, que quiso salir, se le detuvo.
Pero al oír a Argalia, que estaba muerto
(y Argalia se llamó a sí mismo),
reprocharle la fe que no cumplió,
de ira y de bochorno se encendió.
y sabiendo que era cierto lo que oía,
quedó sin respuesta, enmudecido;
pero la vergüenza le devolvió el color
y juró por la vida de Lanfusa
no querer que otro yelmo lo cubriese
sino el que le quitó en Aspramonte **
de la cabeza, Orlando, al fiero Almonte.
En tanto, Reinaldo ve aparecer ante él a su corcel, pero no puede retenerlo. El animal huye desatinadamente. Aunque no tanto como parece.
2. Las argucias de Angélica
Angélica sigue galopando a la buena de Dios, por sitios cada vez más oscuros y selváticos, hasta que encuentra una suerte de pequeño Edén junto a un arroyo. Decide que Reinaldo debe de estar ya muy lejos y aparta este fantasma de su mente. Desmonta y se tiende a reposar bajo un arbusto cargado de rosas, al que cuatro árboles protegen, formando una especie de caverna. A poco de estar allí, la fugitiva oye que alguien se aproxima. Se asoma y ve que un caballero armado ha llegado hasta el arroyo. El hombre de pesados pasos de hierro se tiende en la orilla, apoya un codo y con la mano sostiene su cabeza. Piensa y suspira, más como un Werther que como un príncipe de Dinamarca, si el autor permite estas anacrónicas comparaciones. El guerrero no solo suspira: también lagrimea. Y lo hará durante una hora.
Angélica reconoce en él a Sacripante, rey de Circasia, quizá quien más la ama entre los muchos que la aman en el Lejano Oriente y en el Cercano Oriente y en Europa. Sacripante se lamenta justamente de que Angélica haya sido traída a Francia por Orlando. La da por perdida, en virtud de consideraciones de naturaleza, cómo decirlo, moral:
"La virgencita se parece a una rosa
que en buen jardín, sobre nativa espina,
mientras reposa tranquila y solitaria,
grey ni pastor se acercan a ella;
el aire suave, y con rocío el alba,
el agua, la tierra, todo la sirve;
ellos la desean; damas enamoradas
en el seno la llevarían, adornadas.
"Pero tan pronto del materno tallo
es removida, y de su cepa verde,
todo cuanto obtenía de tierra y hombres,
favor, gracia, belleza, todo pierde.
La virgen que la flor -que con más celo
que de sus ojos y vida debe guardar-
entrega a uno, el precio que tenía
pierde ante el resto que antes la quería.
"Es vil a todos, y sólo de uno amada:
el que de ella recibió tanta abundancia.
¡Ah Fortuna cruel, ah Fortuna ingrata!
Triunfan los otros y muero de inopia,
¿puede ser, pues, que ella no me quiera?
¿puedo, entonces, dejar mi propia vida?
¡Ah, pronto llegue a su fin mi día entero,
si no debo ya pensar cuánto la quiero!"
Cuando escucha el triste lamento y las más que desdorosas reflexiones del caballero, Angélica piensa inmediatamente en valerse de él para abandonar Francia y volver a Catay.
Y fuera del arbusto oscuro y ciego
se muestra ella de súbita manera,
como en la selva o en umbroso espejo
Diana o Citerea a veces se presentan;
y dice al salir: "La paz sea contigo;
contigo defienda Dios la fama nuestra,
y no escuches a quien, sin válida razón,
difundió sobre mí mala opinión".
Nunca con más júbilo o más estupor
elevó la vista al hijo madre alguna,
luego de haberlo llorado como muerto,
cuando vio que sin él volvía la tropa.
Con cuánto júbilo el sarraceno, cuánto
estupor, la alta presencia y la graciosa
forma, el verdadero angélico semblante,
imprevisto, aparecer lo vio delante.
Pleno de dulce y de amoroso afecto,
a su dama, a su diosa, se abalanza;
ella lo toma y estrecha entre los brazos,
como en Catay quizá no habría hecho.
Al patrio reino, a su natal castillo,
estando con él, se vuelve su alma;
súbita en ella se aviva la ilusión
de volver a su dorada posesión.
Ella le rinde cuentas plenamente
desde el día lejano en que lo envió
a demandar socorro en el Levante
al rey de Sericana y Nabatea,
y de cómo Orlando la libró a menudo
de muerte, de deshonor, de malos casos;
y que lleva intacta la flor virginal
desde que salió del seno maternal.
Tal vez fuese cierto, pero no creíble
a quien tiene posesión de sus sentidos;
él, sin sospechas, lo dio por verdadero,
perdido como estaba en un grave error;
lo que ve el hombre, Amor hace invisible,
y lo que es invisible hace ver Amor.
Fue creído aquello: el sufrir confiere
una fe fácilmente a aquel que quiere.
3. La inoportuna aparición de un caballero vestido de blanco
Sacripante piensa que ha perdido Orlando, señor de Anglante, su oportunidad, y mientras se prepara para el dulce asalto, un ruido inesperado le atruena en los oídos. De muy malhumor abandona la empresa amorosa y se prepara para un combate masculino. Por la selva se aproxima, con gran sonido de armas, un caballero cubierto con una túnica blanca y que lleva un penacho blanco en la cimera.
Tan pronto llega, lo invita a la pelea;
piensa que podrá tirarlo de la silla.
Aquél, que yo no estimo que valiera
un gramo menos, y no menos que igual,
la orgullosa amenaza toma en vuelo
y al mismo tiempo espolea y pone en ristre;
Sacripante maniobra con presteza,
y corren a partirse la cabeza.
No acuden los leones ni los toros
a dar de frente, a acosar tan crudo,
como esos dos guerreros en asalto
que trenzan tan parejos los escudos.
El choque hace temblar, de arriba a abajo,
desde herbosos valles a collados secos,
y que fuera perfecta la armadura
a los dos les salvaba la figura.
Ya no intentan los caballos separarse, ***
se dan golpes como dos machos cabríos;
el del paladín pagano muere pronto,
aunque era de los mejores que vivieron;
el otro cae también, mas se levanta
tan pronto siente en los flancos las espuelas.
El del moro tiene, con su peso,
el cuerpo de su jinete opreso.
El incógnito campeón quedó erguido,
y al ver al otro con el caballo en tierra,
estima haber hecho ya lo suficiente,
y no se cuida de renovar la brega;
por el camino más recto de la selva,
corriendo a toda brida descerraja;
y antes que se libere el rey pagano,
mejor que mucho, está ya lejano.
Como el arador al que aturde el rayo,
pasado el fuerte resplandor, se alza
de donde aquel altísimo fragor
junto al muerto buey lo había tendido,
y contempla sin fronda y ya sin honra
el pino que solía ver de lejos,
tal se alza el sarraceno de lo raso;
Angélica presencia el duro caso.
Suspira y gime, no por el dolor,
porque pie o brazo se hubiera roto,
sino por la vergüenza: en su vida
no tuvo tan colorado el rostro;
porque cayó y porque fue su dama
quien le quitó el gran peso de encima.
Mudo iba a quedar, si ella no le daba
aquel habla que entonces le faltaba.
"Oh (le dijo ella), señor, no lo lamente,
que la caída no fue la culpa suya
sino del corcel, al que reposo y cebo
mejor le habrían venido que batalla.
No crea a aquel guerrero más glorioso,
pues demuestra haber sido el perdedor:
así, por lo que sé, lo considero,
pues en dejar el campo fue el primero".
Un personaje más ha de aparecer en este concurrido bosque. Se trata de un mensajero que pregunta a Angélica y Sacripante si no han visto a un caballero vestido de blanco.
Repuso Sacripante: "¡Y sí, lo vi!
Aquí nos batimos, y se ha ido ahora;
y para saber quién me ha dejado a pie,
si conoces su nombre, dímelo".
Y el otro le repuso: "Lo que pides,
satisfago ya mismo sin demora:
quien a ti te arrojó de la montura
ha sido una doncella noble y pura".
"Es muy bella y de espíritu gallardo;
su nombre es muy famoso y no lo escondo:
fue Bradamante la que te quitó
el honor que ganaste en este mundo".
Luego que esto dijo, a freno suelto,
dejó al caballero, no muy contento.
No sabe el moro qué decir ni hacer;
está turbado y vuelve a enrojecer.
Y aun otro personaje aparece. Esta vez, es Bayardo, el corcel de Reinaldo, a quien Reinaldo viene siguiendo con más empeño que a la bella Angélica. Ésta, quien ha cedido al rey su cabalgadura y va en las grupas, cree que el brioso caballo de guerra, a quien conoce muy bien, ha aparecido providencialmente para ayudarlos. Sacripante desmonta e intenta subirse a Bayardo, pero el animal lo rechaza vivamente con una tremenda patada que no llega a pegarle. Luego se aproxima manso a la dama. La conoce desde los tiempos en que, en Albranca, ella amaba a Reinaldo, pero Reinaldo la desdeñaba. Situación inversa a la actual, puesto que ahora ella lo desprecia y él la ama. Ella acaricia al corcel y Sacripante aprovecha la tierna escena para montarlo, son sin darle castigo antes. Ella pasa de la grupa a la montura de su caballo.
Aparece entonces, o mejor dicho, reaparece, otro personaje: el propio Reinaldo, con resonantes armas, a paso militar. A ella se le nublan los ojos de odio. Lo odia intensamente. Él, que la desdeñaba, la ama.
Y esto fue causado por las dos fuentes
que de efecto adverso tienen licores,
ambas en Ardenas, no muy lejanas.
De deseo una llena el corazón;
odia en cambio, quien prueba de la otra;
se le vuelve hielo lo que era fuego.
De una, Reinaldo tomó y se destruye;
Angélica de la otra, y odia y huye.
El licor, de veneno inficionado,
que cambia en odio lo que es sentir de amor,
hace que aquella que Reinaldo mira
en sus serenos ojos se oscurezca,
y con voz temblorosa y rostro triste
le hable a Sacripante y le suplique
no espere la llegada del guerrero
y prosiga veloz por el sendero.
"¿Soy (dijo entonces el sarraceno), soy,
tan poco acreditado ante tus ojos,
que me estimas inútil y no bueno
para librarte del que ahora llega?
¿La batalla de Albranca se ha borrado
de tu mente, y la noche en que yo fui,
para tu cuerpo, solo yo, desnudo,
contra Agricán, y aquel campo, escudo?"
No responde ella; ya nada cabe hacer,
porque Reinaldo se acercó bastante
y de lejos al moro lo amenaza.
Ha visto el caballo y lo ha reconocido
y también distingue el rostro angélico
que en un fuego amoroso lo calcina.
Entre estos dos soberbios lo pasado
queda, para otro canto, reservado.
Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino
* Aunque en plural en el original (selve oscure) parece ésta la primera referencia a la Divina Comedia, de Dante Alighieri (Infierno, Canto I, 2). La selva oscura, más adelante “selva áspera”, como en Dante, no sólo no mantiene ese aspecto siempre, pues a menudo se vuelve paradisíaca, sino que tampoco parece ser una alegoría en sí misma. Se ha convertido en un escenario al que entran y del cual salen figuras muchas veces incógnitas, embozadas tras sus yelmos, envueltas en hechizos o que ocultan su nombre. La selva es ya renacentista, literaria. Es quizá el mundo mismo, donde todo suele ser cortesano, fingido. Incluso el canto, que no puede menos que recurrir al pareado, de ritmo casi irónico, para conservar su dignidad.
** En Aspramonte, Sicilia, quiere la tradición que se inicien las acciones juveniles de Orlando. Pronto se verá que ese célebre combate está ligado a otro héroe de la historia y, en la imaginación de Ariosto, a la genealogía de la casa de Este, de Ferrara, donde encontró su mecenas
*** Ariosto usa indistintamente los términos corcel, caballo y palafrén. Este último se aplicaba al caballo para las paradas militares, al que generalmente se ataviaba ricamente, o bien al destinado a conducir a las damas, igualmente cubierto de adornos. No se trataba, como es de suponer, de bestias belicosas ni entrenadas para la guerra. Sin embargo, la sugerencia de animal vistosamente enjaezado no debe de haber sido indiferente al autor, pues se adapta a un escenario asimismo artificioso y en el que suele hacerse alarde de riqueza, brillos y colores.
La "iluminación" de este texto, que será insignia aquí de todo el poema, es de Paul Klee
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