jueves, agosto 22, 2013

Orlando en verso y prosa, IV

1.  El castillo del nigromante

Aunque simular no es propio de mente honrada, aporta evidentes beneficios en un mundo poblado de máscaras. Si encontrar un amigo al que se le pueda hablar con franqueza es tan difícil, ¿qué se podía esperar que hiciese Bradamante ante Brunello, un mentiroso consumado y contumaz? Así pues, le ha mentido, y continuará haciéndolo.
Acaba de conocer al pequeño y ladino portador del anillo mágico, cuando un gran fragor interrumpe el diálogo. Miran hacia afuera de la posada y ven al posadero y otras gentes que a su vez miran el cielo como si estuviese acaeciendo el paso de un cometa o algún otro fenómeno celeste. Nada de eso. Es un mago en un caballo volador.




Grandes las alas, de color diverso:
se distinguía en medio al caballero,
armado de fierro claro y brillante.
Hacia el poniente había puesto rumbo
y se hundió sin más entre las montañas.
Decía el dueño (y eso era verdad),
que era éste un nigromante , y que en su viaje
sobrevolaba siempre aquel paraje.

Unas veces vuela hacia las estrellas,
otras veces desciende a ras de tierra
y se lleva con él a las mujeres
que caminan por toda esta comarca,
de modo que las míseras doncellas
que son, o al menos se creen, hermosas,
-y sean como sean se las lleva-,
no salen cuando hay sol ni cuando nieva.

"Sobre el Pirineo tiene un castillo
(relataba), hecho como por encantos,
todo de acero, tan resplandeciente
que no existe otro que se le compare.
Marcharon por él muchos caballeros,
y no se jactó de volver ninguno;
por todo esto yo pienso, y temo fuerte,
que los retiene el mago o les da muerte."

La dama, que escucha todo y asiente,
porque cree que hará, y hará por cierto,
con el anillo mágico, la prueba
de dejar el castillo despoblado,
le dice al posadero: "Busca uno
que pueda guiarme por ese camino;
no puedo contenerme, ni divago:
quiero ya pelear contra ese mago."

Brunello, tal como le había vaticinado la maga, se ofrece a acompañarla. Le dice que tiene escritas las señas del camino, y otras cosas que le gustará conocer. Ella responde que no duda de eso, pensando en la alhaja encantada que deshace los encantamientos.
De monte en monte, y de bosque en bosque, llegan a la altura en que los Pirineos pueden mostrar, si el aire no está oscuro, las tierras de Francia y de España.
Ven allí el resplandeciente castillo del nigromante, alto en su peñón, que no tiene escaleras ni naturales ni artificiales. Decide Bradamante que es hora de deshacerse de Brunello, pero como no quiere ensangrentarse las manos con un hombre desarmado, y además innoble, lo toma por sorpresa, lo ata a un árbol y le quita el anillo. Hace sonar su cuerno desafiante y el mago no tarda en dejarse ver sobre el monstruo alado que, aquí podemos verlo mejor, no es un caballo sino un hipogrifo. El mago va al ataque, Bradamante simula defenderse repartiendo mandobles ciegos, a la espera de que el mago intente descubrir el escudo que encandila. Pero el nigromante es un tanto perverso.

Podía descubrirlo de inmediato,
sin tener al rival en la estacada,
mas le gustaba ver por un buen rato
agitarse el asta y girar la espada,
como se ve que al astuto gato
embromar al ratón también le agrada,
y recién cuando le da el aburrimiento,
muerde y pone final a ese tormento.

Es el anillo es el que pone fin, esta vez, a las hazañas del mago, como había prometido la discípula de Merlín. Bradamante simula caer, él descubre el escudo pero es tarde. El anillo ha obrado. Cuando la doncella se acerca para cortarle la garganta, sólo ve un viejo de cara triste.
Es Atlante, el mago que tomó a su cargo la protección de Rogelio, pues las estrellas le han dicho que tendrá en breve un triste final. Atlante le ha construido alrededor una ilusión, que es ese castillo, al cual ha llevado a otros caballeros y damas para hacerle compañía. También músicos, ricas telas,  bebidas, manjares. Bradamante no cree el vaticinio del mago sobre el fin cercano de Rogelio. “Si tu propia derrota no viste próxima, mal puedo creer en tus augurios”, le dice.
Obligado, el mago rompe ciertos cántaros humeantes y el castillo se esfuma junto con él. Damas y caballeros aparecen, sorprendidos, sobre la piedra desnuda. Entre ellos, Rogelio. La dicha que tiene al ver a Bradamante es inenarrable, tanto como la de ella.
No dura mucho la felicidad. Luego de un rato en que Rogelio, Gradaso, Sacripante y todos aquellos caballeros intentan capturar al hipogrifo, que los hace correr de un lado a otro, como una corneja acosada por los perros, Rogelio logra montarlo y el hipogrifo deja los cortos vuelos de gallina y parte más velozmente que un halcón. Desaparece en el cielo ante la mirada atónita de todos y la angustia de Bradamante.


2. Reinaldo emula a los caballeros de la Tabla Redonda


Habíamos dejado a Reinaldo en la proa de un barco a punto de hundirse. Eso por cierto no sucede. El barco logra atravesar una de esas típicas tormentas del canal de la Mancha y llega a las costas de Escocia, que aún suele hacer oír, entre bosques umbrosos, el bélico sonido de los fierros.
Repentinamente, el hijo de Amón olvida su deseo de regresar cuanto antes y se le ocurre recorrer esos caminos por donde solían andar los caballeros de Arturo a la busca de aventuras. No se apura. Toma un sendero u otro según le indica su instinto. Da por fin con una abadía especialmente preparada para recibir caballeros errantes o damas extraviadas. Los monjes le ofrecen un banquete, pero intentan disuadirlo de sus propósitos: desde los tiempos de Arturo, los bosques han perdido popularidad. Nadie se enterará de las hazañas que pueda llevar a cabo en esos sitios perdidos. Casi como chimento, aunque quizá sea para él “digna empresa”, cuentan que la hija del rey, Ginebra –sí, igual que la dama de Arturo, lo sabemos-, morirá al otro día en cumplimiento de una ley del reino: toda dama que pierda su virginidad siendo soltera, debe pagar con su vida si la acusa un caballero. A menos que otro caballero pelee por ella en un torneo público, y venza. Compungido, el rey ha ofrecido la mano de Ginebra y una rica dote a quien logre doblegar al acusador.
Se contiene el paladín franco y no da un respingo en su asiento.

Pensó Reinaldo un poco, y respondió:
"¿Una doncella, entonces, morirá
porque dejó que desfogara en brazos
amantes su amador tanto deseo?
¡Maldito aquel que tal decreto impuso,
y maldito también quien lo tolera!
Debidamente muere quien es cruel,
no quien le da la vida a un amor fiel.

"Verdad sea o no que Ginebra dado
se haya a su buen amante, digo esto:
si es que lo ha hecho, la alabaría mucho,
aunque ella quiera mantenerlo oculto.
La defiendo con este pensamiento.
Denme uno que me guíe de inmediato,
y donde esté el acusador me lleve,
que en fe de Dios el ímpetu me mueve.

"Y no diré que la dama no lo ha hecho,
pues sin saber, podría hablar en falso;
diré que, por un semejante acto,
no debe haber castigo para ella;
y diré que fue inicuo o que fue un loco
quien hizo esos perversos estatutos;
inicuos son, se deben revocar
y dictarse ley digna de aplicar.

"Si un mismo ardor, un deseo parejo,
inclina y conduce a uno y otro sexo
al dulce fin del amor que parece
al ignorante vulgo un grave fallo,
¿por qué se ha de punir sólo a la dama
que una o más veces haya realizado
lo que hace todo hombre cuando lo instiga
el apetito, y nadie lo castiga?

"Se infligen, con leyes tan desiguales,
realmente a las damas expresos daños.
Espero en Dios mostrar que es un perjuicio
que desde antiguo vienen soportando."
Reinaldo tiene universal consenso
de que son conocidas injusticias;
que consentida es esta ley que rige
y que, pudiendo, el rey no la corrige.

Bajo el cielo blanco y rojizo del amanecer, Reinaldo toma sus armas, monta a su fiel Bayardo y parte a todo galope, seguido por un escudero que reclutó en la abadía. Caballo de guerra y flaco rocín se adentran leguas y leguas en esos bosques tenebrosos. Reinaldo no tiene mucho tiempo. El plazo para la ejecución de la dama se cumple ese día.

Buscando el modo de cortar camino,
se apartan de la vía principal;
y oyen de pronto un llanto lastimero
que llena en torno toda la foresta.
Bayardo es espoleado, y el rocín,
hacia el valle donde resuena el llanto,
y ante dos viles ven una doncella
que parece, de lejos, ser muy bella,

pero tan llorosa y doliente cuanto
dama o doncella o joven jamás fuese.
Están los dos con los fierros desnudos,
para teñir de rojo la hierba con su sangre.
Ella, con ruegos, intenta diferir un poco
la muerte, pero no logra conmoverlos.
Llega Reinaldo, y cuando  aquello entiende,
con amenazas a gritos los contiende.

Volvieron los malandrines las espaldas,
al ver acudir de lejos el socorro,
y se perdieron en el espeso valle.
Al paladín no le plugo seguirlos,
sino que fue a la dama, para saber
cuál era la causa de la punición.
Para no demorar, hace al escudero
llevarla a grupas, y tornan al sendero.

Y cabalgando, mejor puede mirarla
y ve que es hermosa y de prudentes modos,
pero se encuentra aún muy despavorida
por el peligro de muerte que corrió.
Cuando ella fue preguntada nuevamente
sobre el motivo del trance desdichado,
comenzó con parvo acento a referir
lo que voy para otro canto a diferir.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

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