El primer día de primavera, Caravaggio
pasea sobre el viejo puente de piedra hacia el mercado.
Allí, pide tres libras de manzanas reinetas,
dos manzanas deliciosas, una de bananas
y una de peras. El ojo le dice cuál está madura,
cuál es dulce, fresca o ácida. Por fin, señala
un gran racimo de uvas azuladas. Per favore.
“Lindas, ¿eh?”, observa la vendedora –
una señora diminuta con un gorro negro Bulls y un
diente de oro centelleante. Nota lo
interesado que está su cliente en las uvas.
Caravaggio piensa que más tarde las pintará,
las incluirá en su conocido Joven Baco –
ese retrato de sí de piel cetrina.
Tiene veintitantos –recién llegado del campo–
y lo que siente esa mañana cálida
ante esos montones de frutas apiladas
no es inocencia sino cándido apetito –
una apertura a toda fecundidad. La historia
lo llamará petrel de las tormentas, tempestuoso,
libidinoso; el mal genio así como la fiebre
con el tiempo van a matarlo. Pero esa mañana
todo eso parece improbable; imposible incluso,
cuando se dirige a la casa, meciendo sus cinco bolsas de fruta.
En la cabecera del puente, un cisne de un par
gira alrededor de sus crías, se eleva desde el río
y alza sus alas. Una porción de luz blanca
impacta en Caravaggio con una sacudida de placer
como el muslo abierto de una amante, una magnificencia
que se pliega en sí misma, como de hecho se pliega la luz
en la oscuridad. Una lección que su ojo asimila
antes de volver cruzando las aguas espumosas.
Tom Pow (Edimburgo, 1950), Landscapes and Legacies, Iynx Publishing, Escocia, 2003
Traducción de Jorge Fondebrider
Nota de edición: Dumfries, ciudad del sudoeste de Escocia, sobre el río Nith poco antes de su desembocadura en el Solway Firth, brazo de mar que forma parte de la frontera con Inglaterra
CARAVAGGIO IN DUMFRIES
On the first ever day of spring, Caravaggio
strolls over the old stone bridge to market.
There, he orders three pounds of pippins,
two of red delicious, one each of bananas
and of pears. His eye tells him what’s ripe,
what’s sweet, crisp or tart. Lastly, he points
to a large bunch of inky-blue grapes. Per favore.
“Nice ones these,” remarks the vendor -
a tiny lady in a black Bulls cap with one
winking gold tooth. She’s noticed how
taken her customer is with the grapes.
Caravaggio thinks he’ll paint them later,
include them in his knowing Little Bacchus -
that sallow-skinned portrait of his self.
He is twenty or so - fresh from the country -
and what he feels this warming morning
standing before these piled fruit stalls
is not innocence but wide-eyed appetite -
an openness to all fecundity. History
will call him stormy petrel, tempestuous,
libidinous; temper as much as fever
will eventually kill him. But this morning
all that feels so unlikely; impossible even,
as he heads for home, cradling his five bags of fruit.
At the bridge head, one of a pair of swans,
circling its young, raises itself from the river
and lifts up its wings. A slab of white light
hits Caravaggio with a shock of pleasure
like a lover’s open thigh, a magnificence
that folds in on itself, as indeed light folds
into darkness. A lesson his eye takes in
before he returns across the sparkling waters.
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