Símil heroico
Cuando el guerrero cayó en Los siete samuráis de Kurosawa
bajo la lluvia gris,
y la dinastía Tokugawa y en Cinemascope,
cayó recto como un pino, cayó
como Ayax cae en Homero
en dáctilos cantados y el árbol era tan enorme
que el leñador debió volver dos días seguidos
a ese sitio afortunado para acabar de serruchar
y en el tercer día llevó a su tío.
Apilaron troncos en el aire resinoso
cortando a hachazos las pequeñas ramas,
atando esos haces por separado.
Cortaban en cuatro los bloques próximos a la raíz
y aun así eran incómodamente grandes;
partieron en dos los troncos del medio:
diez haces y cuatro grandes pilas de madera fragante,
lunas, cuartos de luna y medias lunas
acanaladas por los dientes de la sierra.
El leñador y el viejo, su tío,
están parados en medio del bosque
sobre un suelo embarrado de pino y primavera.
Han dejado de trabajar
porque están cansados y porque
no he imaginado ni un animal de carga
ni un carro primitivo. Son demasiado astutos
para llamar a los vecinos y regresar a casa
con unos pocos troncos después de tres días de trabajo.
Están esperando que yo haga algo
o que el capataz del Gran Señor
venga y los arreste.
¡Qué pacientes son!
El viejo fuma en una pipa y escupe.
El joven está pensando que sería rico
si ya fuera rico y tuviera una mula.
Diez días de acarreo
y en el séptimo día probablemente
los atrapen, vuelvan a casa con las manos vacías
o peor. No sé
si son japoneses o micénicos
y no puedo hacer nada.
El camino de aquí a esa aldea
no está traducido. Un héroe que muere
entrega su quietud al aire.
Un hombre y una mujer caminan desde el cine
a casa en el silencio de lealtades separadas.
La imaginación tiene sus límites.
[1979]
Música tenue
Quizás necesites escribir un poema sobre la gracia.
Cuando todo lo roto esté roto,
y todo lo muerto esté muerto,
y el héroe se haya mirado al espejo con completo desprecio,
y la heroína se haya estudiado el rostro y sus defectos
despiadadamente, y el dolor que pensaron podría,
como una señal de la seriedad de ambos, liberarlos de ellos mismos
haya perdido su novedad y no los haya liberado,
y hayan comenzado a pensar, amablemente y a distancia,
viendo a los otros pasar sus días
- gustos y aversiones, motivos, hábitos, miedos -
que el amor propio es el único tallo cubierto de maleza
de todo ser humano que florece, y hayan entendido,
entonces, por qué habían estado, todas sus vidas,
defendiéndolo con tanta furia, y que nunca nadie
- excepto algún santo inconcebible en su charco
de pobreza y silencio - puede escapar de este violento, automático
compañero de vida, quizás entonces, la luz ordinaria,
la tenue música bajo las cosas, algo en suspenso, como la gracia,
aparezca.
Como en esa historia que contó un amigo sobre la vez
que intentó matarse. Su novia lo había dejado.
Abejas en el corazón, luego escorpiones, gusanos, luego ceniza.
Se trepó a la baranda del puente,
del lado de la bahía, una lúcida tarde azul.
Y en el aire salino pensó en la palabra mariscos,
en que había algo ligeramente ridículo en ella.
Nadie decía tierriscos. Pensó que era degradante para la trucha
arcoíris
que había sacado del agua reluciendo desde el acantilado, la
perca negra,
escamas como carbón pulido, en bancos de algas
a lo largo de la costa - y se dio cuenta de que el motivo de la palabra
eran los cangrejos, o mejillones, almejas. Si no
los restaurantes podrían poner simplemente pescado en sus
carteles,
y cuando despertó - había estado horas dormido, acurrucado
en la viga como un niño - el sol estaba cayendo
y se sentía un poco mejor, y con miedo. Se puso la chaqueta
que había usado de almohada, trepó sobre la baranda
cuidadosamente, y manejó hasta su casa vacía.
Había una bombacha de ella, color amarillo limón,
colgando del picaporte. La observó en detalle. Muy gastada.
Un rojizo tenue en la entrepierna lo enfermó
de rabia y de dolor. Más o menos sabía
donde estaba ella. Un departamento en algún lugar de Russian Hill.
Recién habrían terminado de hacer el amor. Ella tendría lágrimas
en los ojos y agradecida le acariciaría el mentón. “Dios”,
diría ella, “sos justo para mí”. Luces titilantes,
una vista brumosa cuesta abajo hacia el puerto y la bahía.
“Estás triste”, diría él. “Sí.” “¿Estás pensando en Nick?”
“Sí”, diría ella y lloraría. “Me esforcé tanto”, ya sollozando,
“realmente me esforcé tanto”. Y entonces él la abrazaría por un rato
- en la pared tapices que él había traído de su trabajo en
Guatemala -
y entonces cogerían de nuevo, y ella lloraría un poco más,
y se quedaría dormida.
Y él, él se imaginaría esa escena
sólo una vez, una vez y media, y se diría a sí mismo
que llevaría esa escena consigo por mucho tiempo
y que no habría nada que pudiera hacer
más que llevarla consigo. Salió a la galería, y escuchó
el bosque en la oscuridad del verano, la corteza del madroño
resquebrajándose, combándose cuando empezaba a hacer frío.
No se trata de la historia sin embargo, ni del amigo
que se inclina hacia vos, diciendo “Y entonces me di cuenta…”
que es la parte de la historia que uno nunca cree del todo.
Yo tenía la idea de que el mundo está tan lleno de dolor
que a veces debe componer una especie de canto.
Y que la secuencia ayuda, tanto como el orden ayuda:
primero un ego, y luego el dolor, y luego el canto.
[versiones de Silvina López Medin]
Robert Hass (San Francisco, Estados Unidos, 1941), Home movies, selección de Silvina López Medin; traducciones de Mirta Rosenberg, Alejandro Crotto, Liliana García Carril y Silvina López Medin; Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2016
Zindo & Gafuri - Slate - Letras Libres - Otra Parte
Cuando el guerrero cayó en Los siete samuráis de Kurosawa
bajo la lluvia gris,
y la dinastía Tokugawa y en Cinemascope,
cayó recto como un pino, cayó
como Ayax cae en Homero
en dáctilos cantados y el árbol era tan enorme
que el leñador debió volver dos días seguidos
a ese sitio afortunado para acabar de serruchar
y en el tercer día llevó a su tío.
Apilaron troncos en el aire resinoso
cortando a hachazos las pequeñas ramas,
atando esos haces por separado.
Cortaban en cuatro los bloques próximos a la raíz
y aun así eran incómodamente grandes;
partieron en dos los troncos del medio:
diez haces y cuatro grandes pilas de madera fragante,
lunas, cuartos de luna y medias lunas
acanaladas por los dientes de la sierra.
El leñador y el viejo, su tío,
están parados en medio del bosque
sobre un suelo embarrado de pino y primavera.
Han dejado de trabajar
porque están cansados y porque
no he imaginado ni un animal de carga
ni un carro primitivo. Son demasiado astutos
para llamar a los vecinos y regresar a casa
con unos pocos troncos después de tres días de trabajo.
Están esperando que yo haga algo
o que el capataz del Gran Señor
venga y los arreste.
¡Qué pacientes son!
El viejo fuma en una pipa y escupe.
El joven está pensando que sería rico
si ya fuera rico y tuviera una mula.
Diez días de acarreo
y en el séptimo día probablemente
los atrapen, vuelvan a casa con las manos vacías
o peor. No sé
si son japoneses o micénicos
y no puedo hacer nada.
El camino de aquí a esa aldea
no está traducido. Un héroe que muere
entrega su quietud al aire.
Un hombre y una mujer caminan desde el cine
a casa en el silencio de lealtades separadas.
La imaginación tiene sus límites.
[1979]
Música tenue
Quizás necesites escribir un poema sobre la gracia.
Cuando todo lo roto esté roto,
y todo lo muerto esté muerto,
y el héroe se haya mirado al espejo con completo desprecio,
y la heroína se haya estudiado el rostro y sus defectos
despiadadamente, y el dolor que pensaron podría,
como una señal de la seriedad de ambos, liberarlos de ellos mismos
haya perdido su novedad y no los haya liberado,
y hayan comenzado a pensar, amablemente y a distancia,
viendo a los otros pasar sus días
- gustos y aversiones, motivos, hábitos, miedos -
que el amor propio es el único tallo cubierto de maleza
de todo ser humano que florece, y hayan entendido,
entonces, por qué habían estado, todas sus vidas,
defendiéndolo con tanta furia, y que nunca nadie
- excepto algún santo inconcebible en su charco
de pobreza y silencio - puede escapar de este violento, automático
compañero de vida, quizás entonces, la luz ordinaria,
la tenue música bajo las cosas, algo en suspenso, como la gracia,
aparezca.
Como en esa historia que contó un amigo sobre la vez
que intentó matarse. Su novia lo había dejado.
Abejas en el corazón, luego escorpiones, gusanos, luego ceniza.
Se trepó a la baranda del puente,
del lado de la bahía, una lúcida tarde azul.
Y en el aire salino pensó en la palabra mariscos,
en que había algo ligeramente ridículo en ella.
Nadie decía tierriscos. Pensó que era degradante para la trucha
arcoíris
que había sacado del agua reluciendo desde el acantilado, la
perca negra,
escamas como carbón pulido, en bancos de algas
a lo largo de la costa - y se dio cuenta de que el motivo de la palabra
eran los cangrejos, o mejillones, almejas. Si no
los restaurantes podrían poner simplemente pescado en sus
carteles,
y cuando despertó - había estado horas dormido, acurrucado
en la viga como un niño - el sol estaba cayendo
y se sentía un poco mejor, y con miedo. Se puso la chaqueta
que había usado de almohada, trepó sobre la baranda
cuidadosamente, y manejó hasta su casa vacía.
Había una bombacha de ella, color amarillo limón,
colgando del picaporte. La observó en detalle. Muy gastada.
Un rojizo tenue en la entrepierna lo enfermó
de rabia y de dolor. Más o menos sabía
donde estaba ella. Un departamento en algún lugar de Russian Hill.
Recién habrían terminado de hacer el amor. Ella tendría lágrimas
en los ojos y agradecida le acariciaría el mentón. “Dios”,
diría ella, “sos justo para mí”. Luces titilantes,
una vista brumosa cuesta abajo hacia el puerto y la bahía.
“Estás triste”, diría él. “Sí.” “¿Estás pensando en Nick?”
“Sí”, diría ella y lloraría. “Me esforcé tanto”, ya sollozando,
“realmente me esforcé tanto”. Y entonces él la abrazaría por un rato
- en la pared tapices que él había traído de su trabajo en
Guatemala -
y entonces cogerían de nuevo, y ella lloraría un poco más,
y se quedaría dormida.
Y él, él se imaginaría esa escena
sólo una vez, una vez y media, y se diría a sí mismo
que llevaría esa escena consigo por mucho tiempo
y que no habría nada que pudiera hacer
más que llevarla consigo. Salió a la galería, y escuchó
el bosque en la oscuridad del verano, la corteza del madroño
resquebrajándose, combándose cuando empezaba a hacer frío.
No se trata de la historia sin embargo, ni del amigo
que se inclina hacia vos, diciendo “Y entonces me di cuenta…”
que es la parte de la historia que uno nunca cree del todo.
Yo tenía la idea de que el mundo está tan lleno de dolor
que a veces debe componer una especie de canto.
Y que la secuencia ayuda, tanto como el orden ayuda:
primero un ego, y luego el dolor, y luego el canto.
[versiones de Silvina López Medin]
Robert Hass (San Francisco, Estados Unidos, 1941), Home movies, selección de Silvina López Medin; traducciones de Mirta Rosenberg, Alejandro Crotto, Liliana García Carril y Silvina López Medin; Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2016
Zindo & Gafuri - Slate - Letras Libres - Otra Parte
Foto: Margaretta K. Mitchell/The New York Times
Heroic Simile
When the swordsman fell in Kurosawa’s Seven Samurai
in the gray rain,
in the Cinemascope and the Tokugawa dynasty,
he fell straight as a pine, he fell
as Ajax fell in Homer
in chanted dactyls and the tree was so huge
the woodsman returned for two days
to that lucky place before he was done with the sawing
and on the third day he brought his uncle.
They stacked logs in the resinous air,
hacking the small limbs off,
tying those bundles separately.
The slabs near the root
were quartered and still they were awkwardly large;
the logs from the midtree they halved:
ten bundles and four great piles of fragrant wood,
moons and quarter moons and half moons
ridged by the saw’s tooth.
The woodsman and the old man his uncle
are standing in midforest
on a floor of pine silt and spring mud.
They have stopped working
because they are tired and because
I have imagined no pack animal
or primitive wagon. They are too canny
to call in neighbors and come home
with a few logs after three days’ work.
They are waiting for me to do something
or for the overseer of the Great Lord
to come and arrest them.
How patient they are!
The old man smokes a pipe and spits.
The young man is thinking he would be rich
if he were already rich and had a mule.
Ten days of hauling
and on the seventh day they’ll probably
be caught, go home empty-handed
or worse. I don’t know
whether they’re Japanese or Mycenaean
and there’s nothing I can do.
The path from here to that village
is not translated. A hero, dying,
gives off stillness to the air.
A man and a woman walk from the movies
to the house in the silence of separate fidelities.
There are limits to imagination.
[Praise. © Robert Hass, 1979]
Faint Music
Maybe you need to write a poem about grace.
When everything broken is broken,
and everything dead is dead,
and the hero has looked into the mirror with complete contempt,
and the heroine has studied her face and its defects
remorselessly, and the pain they thought might,
as a token of their earnestness, release them from themselves
has lost its novelty and not released them,
and they have begun to think, kindly and distantly,
watching the others go about their days—
likes and dislikes, reasons, habits, fears—
that self-love is the one weedy stalk
of every human blossoming, and understood,
therefore, why they had been, all their lives,
in such a fury to defend it, and that no one—
except some almost inconceivable saint in his pool
of poverty and silence—can escape this violent, automatic
life’s companion ever, maybe then, ordinary light,
faint music under things, a hovering like grace appears.
As in the story a friend told once about the time
he tried to kill himself. His girl had left him.
Bees in the heart, then scorpions, maggots, and then ash.
He climbed onto the jumping girder of the bridge,
the bay side, a blue, lucid afternoon.
And in the salt air he thought about the word “seafood,”
that there was something faintly ridiculous about it.
No one said “landfood.” He thought it was degrading to the rainbow perch
he’d reeled in gleaming from the cliffs, the black rockbass,
scales like polished carbon, in beds of kelp
along the coast—and he realized that the reason for the word
was crabs, or mussels, clams. Otherwise
the restaurants could just put “fish” up on their signs,
and when he woke—he’d slept for hours, curled up
on the girder like a child—the sun was going down
and he felt a little better, and afraid. He put on the jacket
he’d used for a pillow, climbed over the railing
carefully, and drove home to an empty house.
There was a pair of her lemon yellow panties
hanging on a doorknob. He studied them. Much-washed.
A faint russet in the crotch that made him sick
with rage and grief. He knew more or less
where she was. A flat somewhere on Russian Hill.
They’d have just finished making love. She’d have tears
in her eyes and touch his jawbone gratefully. “God,”
she’d say, “you are so good for me.” Winking lights,
a foggy view downhill toward the harbor and the bay.
“You’re sad,” he’d say. “Yes.” “Thinking about Nick?”
“Yes,” she’d say and cry. “I tried so hard,” sobbing now,
“I really tried so hard.” And then he’d hold her for a while—
Guatemalan weavings from his fieldwork on the wall—
and then they’d fuck again, and she would cry some more,
and go to sleep.
And he, he would play that scene
once only, once and a half, and tell himself
that he was going to carry it for a very long time
and that there was nothing he could do
but carry it. He went out onto the porch, and listened
to the forest in the summer dark, madrone bark
cracking and curling as the cold came up.
It’s not the story though, not the friend
leaning toward you, saying “And then I realized—,”
which is the part of stories one never quite believes.
I had the idea that the world’s so full of pain
it must sometimes make a kind of singing.
And that the sequence helps, as much as order helps—
First an ego, and then pain, and then the singing.
[Sun Under Wood. © Robert Hass, 1996]
Heroic Simile
When the swordsman fell in Kurosawa’s Seven Samurai
in the gray rain,
in the Cinemascope and the Tokugawa dynasty,
he fell straight as a pine, he fell
as Ajax fell in Homer
in chanted dactyls and the tree was so huge
the woodsman returned for two days
to that lucky place before he was done with the sawing
and on the third day he brought his uncle.
They stacked logs in the resinous air,
hacking the small limbs off,
tying those bundles separately.
The slabs near the root
were quartered and still they were awkwardly large;
the logs from the midtree they halved:
ten bundles and four great piles of fragrant wood,
moons and quarter moons and half moons
ridged by the saw’s tooth.
The woodsman and the old man his uncle
are standing in midforest
on a floor of pine silt and spring mud.
They have stopped working
because they are tired and because
I have imagined no pack animal
or primitive wagon. They are too canny
to call in neighbors and come home
with a few logs after three days’ work.
They are waiting for me to do something
or for the overseer of the Great Lord
to come and arrest them.
How patient they are!
The old man smokes a pipe and spits.
The young man is thinking he would be rich
if he were already rich and had a mule.
Ten days of hauling
and on the seventh day they’ll probably
be caught, go home empty-handed
or worse. I don’t know
whether they’re Japanese or Mycenaean
and there’s nothing I can do.
The path from here to that village
is not translated. A hero, dying,
gives off stillness to the air.
A man and a woman walk from the movies
to the house in the silence of separate fidelities.
There are limits to imagination.
[Praise. © Robert Hass, 1979]
Faint Music
Maybe you need to write a poem about grace.
When everything broken is broken,
and everything dead is dead,
and the hero has looked into the mirror with complete contempt,
and the heroine has studied her face and its defects
remorselessly, and the pain they thought might,
as a token of their earnestness, release them from themselves
has lost its novelty and not released them,
and they have begun to think, kindly and distantly,
watching the others go about their days—
likes and dislikes, reasons, habits, fears—
that self-love is the one weedy stalk
of every human blossoming, and understood,
therefore, why they had been, all their lives,
in such a fury to defend it, and that no one—
except some almost inconceivable saint in his pool
of poverty and silence—can escape this violent, automatic
life’s companion ever, maybe then, ordinary light,
faint music under things, a hovering like grace appears.
As in the story a friend told once about the time
he tried to kill himself. His girl had left him.
Bees in the heart, then scorpions, maggots, and then ash.
He climbed onto the jumping girder of the bridge,
the bay side, a blue, lucid afternoon.
And in the salt air he thought about the word “seafood,”
that there was something faintly ridiculous about it.
No one said “landfood.” He thought it was degrading to the rainbow perch
he’d reeled in gleaming from the cliffs, the black rockbass,
scales like polished carbon, in beds of kelp
along the coast—and he realized that the reason for the word
was crabs, or mussels, clams. Otherwise
the restaurants could just put “fish” up on their signs,
and when he woke—he’d slept for hours, curled up
on the girder like a child—the sun was going down
and he felt a little better, and afraid. He put on the jacket
he’d used for a pillow, climbed over the railing
carefully, and drove home to an empty house.
There was a pair of her lemon yellow panties
hanging on a doorknob. He studied them. Much-washed.
A faint russet in the crotch that made him sick
with rage and grief. He knew more or less
where she was. A flat somewhere on Russian Hill.
They’d have just finished making love. She’d have tears
in her eyes and touch his jawbone gratefully. “God,”
she’d say, “you are so good for me.” Winking lights,
a foggy view downhill toward the harbor and the bay.
“You’re sad,” he’d say. “Yes.” “Thinking about Nick?”
“Yes,” she’d say and cry. “I tried so hard,” sobbing now,
“I really tried so hard.” And then he’d hold her for a while—
Guatemalan weavings from his fieldwork on the wall—
and then they’d fuck again, and she would cry some more,
and go to sleep.
And he, he would play that scene
once only, once and a half, and tell himself
that he was going to carry it for a very long time
and that there was nothing he could do
but carry it. He went out onto the porch, and listened
to the forest in the summer dark, madrone bark
cracking and curling as the cold came up.
It’s not the story though, not the friend
leaning toward you, saying “And then I realized—,”
which is the part of stories one never quite believes.
I had the idea that the world’s so full of pain
it must sometimes make a kind of singing.
And that the sequence helps, as much as order helps—
First an ego, and then pain, and then the singing.
[Sun Under Wood. © Robert Hass, 1996]
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