viernes, julio 09, 2010

Javier Adúriz / Aníbal




671, Aníbal

Le habían echado cable hasta el límite.
Y ya no era sólo el peso del traje,
las tuercas de la mirilla con ese cri-cri
de la materia frotando la materia,
había que buscar el suelo con los pies
y el plomo, ahí donde soportar y ver
en descenso eran uno al unísono.
No hagas macanas, Aníbal, pensá
en nosotros, recordó justo antes
de sentir una especie de humus
revoloteando abajo, un espesor de barro
removido por primera vez en su vida.
Entonces rió: el obelisco de la calle
Corrientes aparecía ahí, pero doblado.

Ahora podía decirse que llegaba a un fondo
de sí. Empezó a mover los guantes
lentos, apartando vaya a saber qué.
No era sencillo en esas latitudes observar
la cuestión de la historia. Esa masacre
llegada desde antiguo y todavía
viva, y con aletas respirando fuerte.
Le habían hablado tanto, que confundía
lo burdo real con las palabras.
A santo de qué, por fin, ir a ver el vacío,
esa estampida de lo utópico, su propia cara
descompuesta cantando a la bandera
con frío seco y miedo, los altercados,
los sucios gritos y balazos en lo remoto.

No estaba ahí para eso, se dijo y apoyó
lo que pudo en una especie de roca.
Debo encontrar el bastiscafo de Méndez,
debo seguir en esta pena hasta encontrarlo
se arengó, pero veía poco o poco menos
que formas enormes, oxidadas, en estado
de quiebre. La deformidad amenazante
de algo que se hubiera hundido para siempre.
Había que mudar lo general, lo abstracto
por la cosa concreta. Atender primero
a la respiración cada vez más complicada.
Y si pudiera tironear un poco más de aire
y trasladarme con destreza de una punta
a otra, de un extremo a otro, a otro.

El horizonte se abría ahora en un abra
de tierra y viento duro que lo mantenía
despierto. La postal de una compenetración
de cielo o barro con la vida. Una ruda
fotografía de antaño, cuando los animales
rumiaban y eran casi futuro, el porvenir
de alguien que se acerca y ve lo que ve,
con fe presente. ¡Cuándo las macanas, cuándo!
empezó a revolverse en su hondura. Aquel trago
en la escollera había sido nada más que un trago,
no la provocación que dijeron después, no
ese puño suyo saliendo a la mandíbula del otro,
por más que señalaran que hubo alevosía, dolo,
daño. Las cosas no son como se cuentan.

Mirá esos ojos fríos que van y vienen.
Mirá ese cuerpo, esa majestad solitaria y única
haciendo su instinto, su curiosidad de hambre,
el impaciente oportunismo de la naturaleza.
Me duele tanto el cuello. Si son como rayos
que suben de la base y me atornillan la nuca.
No hagas macanas, Aníbal, por favor, pensá
en nosotros. Como si alguna vez, señora,
te hubieras ido de mi vista, aun cuando mirara
hacia otro mundo y te diera la espalda. Fuimos
los gestos de una canción compartida. Solos sí,
pero juntos en esos días de vendaval y odio,
de poner el cuerpo a quien viniera por nosotros.
Dejame de joder, siempre fui tuyo, siempre.

Y sin embargo, un pífano lo retuvo distante.
Hubiera querido no ver aquellos bombardeos.
Hubiera querido no ver aquellos cuerpos
con sus torsos informes, quemados sobre el cemento.
Hubiera querido no ver el hongo, la radiación
expandida. La furia de ese oficial, con la mano
apuntando a la sien de otro, que torcía la boca
y extendía la cara. Tampoco saber de aquel puntazo
contra el viejo, para recoger unas monedas
y acelerar la moto, el estupor de una mente
que cae para no levantar. Méndez, Méndez,
la cachiola de Méndez ¿dónde carajo está?...
Y menos, la multiplicación de los míseros
rogando famélicos la llegada del ángel vengador.

Sé que aquí no hay espacio para lágrimas, pero
por dios, estaría llorando años enteros y siglos
y miríadas de siglos hasta formar un océano de sodio
y de nitrato, y allí bajar para sacar a Méndez
de su encierro. Y ahí o aquí, sortear los animales planos,
estas bestias de las que nunca se tuvo noticia hasta tenerla.
Y como si hubiera un débil resplandor, perforando
lo negro del paisaje, encontrar al amigo. Y abrazarlo
con una intensidad desconocida. Y fulminar la chapa,
y alcanzar el boquete necesario para pasar grampa
y soga, y tironear de ahí, porque está gordo y viejo
y saque la cabeza como si fuera un parto, por dios,
y entonces sí buscar lo alto, eso mejor que nosotros,
animales turbios de materia miserable, los nada.

Allá, allá hay un débil resplandor. A manderecha,
como una luz, ¿me copia?...

Javier Adúriz (Buenos Aires, 1948), inédito

Foto: The Golden Dog, 2006, Nevada Tony Paiva/Lost America

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