martes, julio 20, 2010

Edgar Bayley / Del doctor Pi


De la poesía

El poeta Madariaga había adquirido un haras. Con caballos de raza. Caballos de mucha alzada, petisos, y caballitos muy pequeños obtenidos a través de sutiles entrecruzamientos y técnicas refinadísimas. Su intención no era preparar caballos de carrera, aunque los tenía velocísimos y muy codiciados por varios studs. Su propósito aparente era obtener nuevas especies de caballos. Caballos que en realidad no iban a parecer caballos.
Tenía padrillos de diversas razas: enormes, silenciosos, de impresionante apostura y yeguas ardientes, huidizas y buscadoras a la vez. Tenía peones y técnicos avezados y tenía también un proyecto muy audaz que mantenía en absoluta reserva. Sí, había mucha actividad en ese haras (“Don Eusebio” se llamaba).
Al término de la jornada, y tras la cena, se producían discusiones, a veces enconadas, entre los biólogos, los zoólogos y Madariaga.
-A ustedes les falta imaginación -solía decir Madariaga-, formación literaria, les falta saber mitológico.
-Puede ser -le respondían-, pero sabemos lo que no puede hacerse.
-No es sólo eso; ustedes no creen que sea posible ahora lo que alguna vez fue posible -insistía Madariaga.
-Hay un límite para los cruzamientos y las hibridaciones, y, en todo caso, no están dadas las condiciones para que aparezca un nuevo animal sobre la tierra. Además nada sabemos sobre la clase de animal que usted pretende conseguir -le respondían.
Al llevar a este punto de la conversación, Madariaga callaba prudentemente.
El doctor Pi, que solía asistir a esas reuniones, poco a nada decía, pero lo intrigaban los planes de Madariaga. Cierta noche en que Pi permanecía, como de costumbre, ajeno a la conversación de Madariaga con los sabios y se dedicaba a observar los distintos objetos que decoraban el amplio salón comedor, se sintió atraído por una porcelana.
-Una porcelana valiosa, no hay duda -se dijo.
Pero ¿por qué le había interesado tanto? Se acercó a la porcelana, la tomó entre sus manos; era una hermosa pieza. Sin embargo, algo le decía que ese objeto lo atraía por algo más que por su valor artístico. La porcelana tenía la forma de un centauro. Quizá fuese Quirón, el prudente.
-Una pieza de valor, ¿verdad, Madariaga?
Este se limitó a asentir y prosiguió conversando con los sabios.
-Hasta estamos obteniendo caballos que cada vez se parecen menos a caballos: las cabezas, especialmente, son cada vez más diferentes de las cabezas de los caballos comunes.
-¿Qué se propone usted? -preguntó el profesor Héctor Maldonado.
-Todavía es prematuro decirlo. Prosigan sus experiencias en esa dirección y luego hablaremos.
Fue entonces cuando tomó la palabra el profesor von Krausen.
-Hemos de acompañarlo -dijo-, hasta un cierto punto de su investigación, experimento o como quiera llamarlo. Le daremos un plazo (un mes, digamos), si al cabo de ese lapso usted no nos confiesa cuál es el fin que persigue con todo esto, le anunciamos desde ya que no tendremos más remedio que abandonarlo.
-Sería una lástima, una gran lástima, me vería obligado a recurrir a servicios menos eficientes y eso lo echaría todo a perder.
El doctor Maldonado, más conciliador, se acercó a Madariaga.
-Comprenda -dijo- que no es posible que trabajemos a oscuras. Debe darnos alguna pista para descifrar este enigma.
-Bien -contestó Madariaga-, les daré esa pista que me piden: la solución de ese enigma, como usted lo llama, está en esta misma habitación.
Los científicos se miraron asombrados. Sólo el doctor Pi encontró en esas palabras la confirmación de una ligera sospecha, que había surgido al observar la porcelana. Ahora veía claro: el poeta Madariaga se proponía volver a la vida al centauro Quirón.
Nada dijo Pi al respecto. Tampoco comentó nada sobre el particular con los científicos. Otras ocupaciones, obligaciones o vocaciones lo absorbieron. Nunca supo cómo habían terminado esos experimentos. Pi tiene una curiosidad intensa, pero muy diversificada, por eso no podemos saber hoy si el centauro es sólo una porcelana junto a un tapiz o ha vuelto a vivir, y aconseja y orienta. Quizá Madariaga pueda decirlo.

Edgar Bayley (Buenos Aires, 1919-1990), "Vida y memoria del doctor Pi", Obras, Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, 1999

Ilustración: Animales fabulosos, 1913, Franz Marc

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