Era para sacar una foto,
pero nadie se tomó
la molestia, parecía que nunca
haría falta y quién sabe
si había una cámara.
Ahora no quedan recuerdos
salvo de un casamiento
que hubiera sido mejor perderlo
y de parientes lejanos,
ilustres desconocidos
que echarán de menos
lo que nosotros
tenemos de sobra.
Pero si cierro los ojos
puedo ver las luces
del pueblo y los silos
de la federación agraria
en el horizonte,
tal como se apreciaban
desde el corredor de baldosas
rojas al que nos empujaba,
todavía bien entrada la noche,
el calor. Cierro los ojos
y el borde desparejo del piso
me raspa la espalda,
como si estuviera tirado,
con las manos cruzadas
detrás de la cabeza,
ante el espectáculo del cielo.
Igual al que sigue
por primera vez un camino
íbamos a tientas con nombres,
datos y fechas aprendidas
en Explorando los planetas,
un regalo de nochebuena,
y lo que nos contaban
sobre gente que se suicidaba
por el cometa Halley,
que en poco tiempo volvería
a acercarse a la Tierra,
las misiones Apolo, la forma
en que la NASA
preparaba a un astronauta
y la cuenta regresiva
hasta iniciar el despegue
en Cabo Cañaveral. ¿Por qué
algunas estrellas tenían
una luz tan blanca?
¿Cómo se las ingeniaría
alguien que quisiera
alcanzar la que estuviera
a infinita, infinita,
pero infinita distancia?
¿Qué hubo antes del principio
y que habría después
del final? Compromisos,
funerales, graves ofensas,
nacimientos, viajes
y por si fuera poco
un premio de lotería
rompieron el círculo
en poco tiempo,
la casa quedó vacía
y a oscuras,
pero las preguntas
se reavivan al soplo
de la memoria y sus lagunas,
y las antiguas conversaciones
nocturnas en el corredor
continúan y se expanden,
como el propio universo,
cuando cierro los ojos.
Osvaldo Aguirre (Colón, Buenos Aires, Argentina, 1964), La prueba de la pérdida, inédito
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Foto: Osvaldo Aguirre en FB
Foto: Osvaldo Aguirre en FB
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