sábado, agosto 29, 2009

Pier Paolo Pasolini, "Las cenizas de Gramsci", 4




Las cenizas de Gramsci

IV

El escándalo de contradecirme, de estar
contigo y contra ti; contigo en el corazón,
a la luz, contra ti en las oscuras vísceras;

de mi paterna condición, traidor
-en el pensamiento, en una sombra de acción-,
me sé a ella unido en el calor

de los instintos, de la estética pasión;
atraído por una vida proletaria
anterior a ti, y para mí religión

su alegría, no la milenaria
lucha suya; su naturaleza, no su
conciencia: es la fuerza originaria

del hombre que se ha perdido en el acto,
al darle la ebriedad de la nostalgia,
una luz poética: y más

no sé decir, que no sea
justo pero no sincero, abstracto
amor, no dolorosa simpatía...

Como los pobres, pobre, me ato
como ellos a humillantes esperanzas,
como ellos para vivir me bato

cada día. Pero en la desoladora
condición mía de desheredado,
yo poseo: y es la más exaltante

de las posesiones burguesas el estado
más absoluto. Pero como yo poseo la historia,
ella me posee; ella me ha iluminado:

¿pero de qué sirve la luz?


V

No digo el individuo, el fenómeno
del ardor sensual y sentimental...
otros vicios tiene, otro es el nombre

y la fatalidad de su pecar...
Pero en él amasados como comunes
vicios prenatales, ¡y qué

objetivo pecado! No son inmunes
los internos y los externos actos, que lo hacen
encarnar en la vida, a ninguna

de las religiones que en la vida son
hipoteca de muerte, instituidas
para engañar la luz, dar luz al engaño.

Destinados a ser sepultados
sus despojos en Verano, es católica
su lucha con él: jesuíticas

las manías con las que dispone el corazón;
y todavía más adentro: tiene bíblica astucia
su conciencia... e irónico ardor

liberal... y rústica luz, entre los digustos
de dandy provinciano, de provinciana
salud... Hasta las ínfimas minucias

en las que se esfuman, en el fondo animal,
Autoridad y Anarquía... Bien protegido
de la impura virtud y del ebrio pecar,

defendiendo una ingenuidad de obseso,
¡y con cuánta conciencia! vive el yo: yo
vivo, eludiendo la vida, con el pecho

el sentido de una vida que sea olvido
penetrante, violento... Ah cómo
entiendo, mudo en el húmedo rumor

del viento, aquí donde es muda Roma,
entre cipreses cansadamente convulsos,
cerca de ti, el alma de cuyo burilado tañe

Shelley... Cómo entiendo el vórtice
de los sentimientos, el capricho (griego
en el corazón del patricio, nórdico

veraneante) que lo tragó en el ciego
celeste del Tirreno; el carnal
goce de la aventura, estética

y pueril: mientras postrada Italia
como dentro del vientre de una enorme
cigarra, descubre blancos litorales,

esparcidos en el Lazio de veladas turbas
de pinos, barrocos, de amarillentos
calveros de rúcula, donde duerme,

con el miembro hinchado entre andrajos, un sueño
goethiano el muchachito campesino...
En Maremma, oscuros, de estupendas zanjas

de sagitaria entre las que se impone claro
el avellano, por las sendas que el paso
de su juventud recorre ignaro.

Ciegamente fragantes en las secas
curvas de Versilia, que sobre el mar
embrollado, ciego, los tersos estucos,

los taraceados leves de su pascual
campiña, enteramente humana,
expone, sombría sobre Cinquale,

desatada sobre la tórrida Apuane,
los azules vítreos sobre el rosa... De escollos,
quebradas, convulsas, como por un pánico

de fragancia, Riviera, blanda,
yerta, donde el sol lucha con la brisa
por dar suprema suavidad a los óleos

del mar... Y alrededor zumba de alegría
el exterminado instrumento de percusión
del sexo y de la luz: así a eso habituada

está Italia, que no tiembla, como
muerta en su vida: gritan acalorados
desde cientos de puertos el nombre

del compañero los jovencitos transpirada
la oscuridad de la cara, entre la gente
ribereña, en huertos de cardos, en sucias playitas...

¿Me pedirías tú, muerto despojado,
que abandone esta desesperada
pasión de estar en el mundo?


VI

Me voy, te dejo en el anochecer
que, si bien triste, tan dulce desciende
para nosotros vivos, con la luz de cera

que en el barrio en penumbra se coagula.
Y lo alborota. Lo hace más grande, vacío
alrededor, y, más lejano, lo reenciende

de una vida inquieta que del ronco
rodar del tranvía, de los gritos humanos
dialectales, hace un concierto sordo

y absoluto. Y escucha cómo en aquellos lejanos
seres que en vida gritan, ríen,
en aquellos vehículos suyos, en aquellos pobres

caseríos donde se consuma el impío
y expansivo don de la existencia
aquella vida no es más que escalofrío;

corpórea, colectiva presencia;
escucha la falta de toda religión
verdadera; no vida, sino sobrevivencia

-tal vez más alegre que la vida- como
de un pueblo de animales, en cuyo arcano
orgasmo no se siente más pasión

que en la ocupación cotidiana:
humilde fervor al que da un sentido de fiesta
la humilde corrupción. Cuánto más vano es

-en este vacío de la historia, en esta
zumbante pausa en que la vida calla-
cualquier ideal, más bien es manifiesta

la estupenda, adusta sensualidad
casi alejandrina, que todo minia
e impuramente asciende, cuando acá

en el mundo, algo se sacude, y se arrastra
el mundo en la penumbra regresando
a vacías plazas, a desangelados talleres...

Ya se encienden las luces constelando
Via Zabaglia, Via Franklin, el entero
Testaccio, despojado en su gran

monte sucio, la calle del Tíber, el negro
fondo, más allá del río, que a Monteverde
reúne o esfuma invisible sobre el cielo.

Diademas de luces que se pierden,
resplandecientes, y frías de tristeza
casi marina... Falta poco para la cena;

brillan los raros autobuses de la barriada,
con racimos de obreros en las puertas,
y grupos de militares van, sin prisa,

hacia el monte que oculta en medio de excavaciones
cenagosas y montones de tachos de basura
en la sombra, sigilosas meretrices

que esperan airadas sobre la inmundicia
afrodisíaca: y, no lejos, entre casillas
invasoras en los costados del monte, o en medio

de monobloques, casi mundos, los chicos
ligeros como jirones juegan en la brisa
ya no fría, primaveral; encendiendo

de atolondramiento juvenil su romano
anochecer de mayo oscuros adolescentes
silban por las veredas en la fiesta

vespertina; y sacuden las persianas
de los garajes de improviso, gozosamente
si la oscuridad ha rendido serena a la tarde,

y en medio de los plátanos de Piazza Testaccio
el viento que cae en amagos de tormenta
es bien dulce, aunque rasure el pelo

y las fetideces del matadero, allí se embeba
de sangre descompuesta, y por donde vaya
agite repulsas y olor de miseria.

Es un rumor confuso la vida, y éstos, perdidos
en ella, la pierden serenamente
si no tienen el corazón pleno: de gozarse

allí, miserables, el anochecer: y potente
en ellos, inerme, por ellos, el mito
renace... Pero yo, con el corazón consciente

de que sólo en la historia hay vida,
¿podré jamás con pura pasión actuar
si sé que nuestra historia ha terminado?

Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), Le ceneri di Gramsci , 1957
Versión de J. Aulicino

Le ceneri di Gramsci
IV
Lo scandalo del contraddirmi, dell'essere / con te e contro te; con te nel core, /in luce, contro te nelle buie viscere; // del mio paterno stato traditore / - nel pensiero, in un'ombra di azione - / mi so ad esso attaccato nel calore // degli istinti, dell'estetica passione; / attratto da una vita proletaria /a te anteriore, è per me religione // la sua allegria, non la millenaria /sua lotta: la sua natura, non la sua /coscienza: è la forza originaria // dell'uomo, che nell'atto s'è perduta, / a darle l'ebbrezza della nostalgia, / una luce poetica: ed altro più // io non so dirne, che non sia / giusto ma non sincero, astratto / amore, non accorante simpatia... // Come i poveri povero, mi attacco / come loro a umilianti speranze, / come loro per vivere mi batto // ogni giorno. Ma nella desolante / mia condizione di diseredato, / io possiedo: ed è il più esaltante // dei possessi borghesi, lo stato / più assoluto. Ma come io possiedo la storia, / essa mi possiede; ne sono illuminato: / /ma a che serve la luce?

V
Non dico l'individuo, il fenomeno / dell'ardore sensuale e sentimentale... / altri vizi esso ha, altro è il nome // e la fatalità del suo peccare... / Ma in esso impastati quali comuni, / enatali vizi, e quale // oggettivo peccato! Non sono immuni / gli interni e esterni atti, che lo fanno / incarnato alla vita, da nessuna // delle religioni che nella vita stanno, / ipoteca di morte, istituite / a ingannare la luce, a dar luce all'inganno. // Destinate a esser seppellite / le sue spoglie al Verano, è cattolica / la sua lotta con esse: gesuitiche // le manie con cui dispone il cuore; / e ancor più dentro: ha bibliche astuzie / la sua coscienza... e ironico ardore // liberale... e rozza luce, tra i disgusti / di dandy provinciale, di provinciale / salute... Fino alle infime minuzie // in cui sfumano, nel fondo animale, / Autorità e Anarchia... Ben protetto / dall'impura virtù e dall'ebbro peccare, // difendendo una ingenuità di ossesso, / e con quale coscienza!, vive l'io: io, / vivo, eludendo la vita, con nel petto // il senso di una vita che sia oblio / accorante, violento... Ah come / capisco, muto nel fradicio brusio // del vento, qui dov'è muta Roma, / tra i cipressi stancamente sconvolti, / presso te, l'anima il cui graffito suona // Shelley... Come capisco il vortice / dei sentimenti, il capriccio (greco / nel cuore del patrizio, nordico // villeggiante) che lo inghiottì nel cieco / celeste del Tirreno; la carnale / gioia dell'avventura, estetica // e puerile: mentre prostrata l'Italia / come dentro il ventre di un'enorme / cicala, spalanca bianchi litorali, // sparsi nel Lazio di velate torme / di pini, barocchi, di giallognole / radure di ruchetta, dove dorme // col membro gonfio tra gli stracci un sogno / goethiano, il giovincello ciociaro... / Nella Maremma, scuri, di stupende fogne // d'erbasaetta in cui si stampa chiaro / il nocciolo, pei viottoli che il buttero / della sua gioventù ricolma ignaro. // Ciecamente fragranti nelle asciutte / curve della Versilia, che sul mare /aggrovigliato, cieco, i tersi stucchi, // le tarsie lievi della sua pasquale / campagna interamente umana, / espone, incupita sul Cinquale, // dipanata sotto le torride Apuane, / i blu vitrei sul rosa... Di scogli, / frane, sconvolti, come per un panico // di fragranza, nella Riviera, molle, / erta, dove il sole lotta con la brezza / a dar suprema soavità agli olii // del mare... E intorno ronza di lietezza / lo sterminato strumento a percussione / del sesso e della luce: così avvezza // ne è l'Italia che non ne trema, come / morta nella sua vita: gridano caldi / da centinaia di porti il nome // del compagno i giovinetti madidi / nel bruno della faccia, tra la gente / rivierasca, presso orti di cardi, in luride spiaggette... // Mi chiederai tu, morto disadorno, / d'abbandonare questa disperata / passione di essere nel mondo?

VI
Me ne vado, ti lascio nella sera / che, benché triste, così dolce scende / per noi viventi, con la luce cerea // che al quartiere in penombra si rapprende. // E lo sommuove. Lo fa più grande, vuoto, / intorno, e, più lontano, lo riaccende // di una vita smaniosa che del roco / rotolio dei tram, dei gridi umani, / dialettali, fa un concerto fioco // e assoluto. E senti come in quei lontani / esseri che, in vita, gridano, ridono, / in quei loro veicoli, in quei grami // caseggiati dove si consuma l'infido / ed espansivo dono dell'esistenza - / quella vita non è che un brivido; // corporea, collettiva presenza; / senti il mancare di ogni religione / vera; non vita, ma sopravvivenza // - forse più lieta della vita - come / d'un popolo di animali, nel cui arcano / orgasmo non ci sia altra passione // che per l'operare quotidiano: / umile fervore cui dà un senso di festa / l'umile corruzione. Quanto più è vano // - in questo vuoto della storia, in questa / ronzante pausa in cui la vita tace - / ogni ideale, meglio è manifesta // la stupenda, adusta sensualità / quasi alessandrina, che tutto minia / e impuramente accende, quando qua // nel mondo, qualcosa crolla, e si trascina / il mondo, nella penombra, rientrando / in vuote piazze, in scorate officine... // Già si accendono i lumi, costellando / Via Zabaglia, Via Franklin, l'intero / Testaccio, disadorno tra il suo grande // lurido monte, i lungoteveri, il nero / fondale, oltre il fiume, che Monteverde / ammassa o sfuma invisibile sul cielo. / / Diademi di lumi che si perdono, / smaglianti, e freddi di tristezza/ quasi marina... Manca poco alla cena; // brillano i rari autobus del quartiere, / con grappoli d'operai agli sportelli, / e gruppi di militari vanno, senza fretta, // verso il monte che cela in mezzo a sterri / fradici e mucchi secchi d'immondizia / nell'ombra, rintanate zoccolette / che aspettano irose sopra la sporcizia / afrodisiaca: e, non lontano, tra casette / abusive ai margini del monte, o in mezzo // a palazzi, quasi a mondi, dei ragazzi / leggeri come stracci giocano alla brezza / non più fredda, primaverile; ardenti // di sventatezza giovanile la romanesca / loro sera di maggio scuri adolescenti / fischiano pei marciapiedi, nella festa // vespertina; e scrosciano le saracinesche / dei garages di schianto, gioiosamente, / se il buio ha resa serena la sera, // e in mezzo ai platani di Piazza Testaccio / il vento che cade in tremiti di bufera, / è ben dolce, benché radendo i capellacci // e i tufi del Macello, vi si imbeva / di sangue marcio, e per ogni dove / agiti rifiuti e odore di miseria. // È un brusio la vita, e questi persi / in essa, la perdono serenamente, / se il cuore ne hanno pieno: a godersi // eccoli, miseri, la sera: e potente / in essi, inermi, per essi, il mito / rinasce... Ma io, con il cuore cosciente // di chi soltanto nella storia ha vita,/ potrò mai più con pura passione operare, / se so che la nostra storia è finita?


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Foto: Pasolini, en el monte Testaccio, 1961 Zètema, Roma

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