sábado, septiembre 28, 2013

Orlando en verso y prosa, VII

1. La irresistible Alcina


 De este lado del río ve Rogelio a la gigantesca Erifila montada en un lobo no menos enorme, como jamás se ha visto en tierras italianas.  Aparece cubierta del más fino metal, adornado con gemas de color diverso: rubí bermejo, crisólito amarillo, verde esmeralda, flavo jacinto. En el escudo y en la cimera, un gordo sapo le sirve de insignia.
Ambos se embisten a los gritos. No necesita más que un golpe Rogelio para derribarla, en lo que será su última acción militar por un largo tiempo. Las chicas del Unicornio le dicen que no hace falta degollarla y el campeón deja a la giganta tendida en el prado, para ser conducido por un camino boscoso y áspero a la colina que domina el paraíso de la maga. Ella misma sale de su palacio de oro y gemas a recibir al héroe.


La bella maga Alcina hacia Rogelio
avanza desde la primera puerta,
y lo acoge con semblante señorial,
rodeada por distinguida corte.
Todos le hacen tantos honores, tantas
reverencias al ínclito paladín,
que no harían más, si pisara el suelo,
a Dios padre venido desde el cielo.

No tanto aquel palacio era excelente
porque venciese a otros con su riqueza,
cuanto porque albergaba a cortesanos
más gentiles que todos y más bellos.
Poco eran, entre unos y otros, distintos
en florecida edad y en hermosura;
entre todos Alcina era más bella,
como es más bello el Sol que cada estrella.

Su cuerpo estaba tan bien conformado
cuanto los fingidos por pintores en sus telas:
rubia cabellera, larga y anudada,
no hay oro que más brille y resplandezca.
Se esparcía por la tersa mejilla
mixto color de rosas y ligustro; *
de torneado marfil la frente quieta,
el espacio cerraba en justa meta.

Bajo negros, sutilísimos arcos,
dos negros ojos, o mejor, dos soles,
píos al mirar, lentos al moverse;
en torno parecía que Amor iba
y que descargaba todo su carcaj
y uno a uno derribaba corazones;
de allí, la fina nariz desciende
y no encuentra envidia que la enmiende.

Bajo aquélla, entre dos vallecitos
la boca era de natural bermejo;
y dos filas de perlas elegidas
al abrirse mostraba el dulce labio;
salían de allí corteses palabras
que vencían el corazón más duro,
y la risa, fluyendo desde el viso,
desplegaba en la tierra el paraíso.

Nieve blanca, el cuello; leche, el seno;
el cuello redondo, el pecho colmado:
dos manzanas salvajes, hechas de marfil,
subían y bajaban como las ondas
cuando el aire plácido combate el mar.
No podría el todo verlo Argos: **
se adivina cómo corresponde
a lo visto aquello que se esconde.

Los brazos eran de medida justa;
y las cándidas manos se asomaban,
largas un poco, mas de anchura angosta;
sin nudo ni vena que se destacara.
Se asomaba al final de esta belleza
el breve, delgado, dulce combo pie.
Formas de un ángel, hechas en el cielo,
no se pueden celar tras ningún velo.

Ese cuerpo entero tiende lazos
cuando habla o canta o ríe o camina;
no es extraño que Rogelio caiga
en ellos, tan bella le parece.
Lo que de Alcina le dijo el mirto
-cuan pérfida es-, poco lo recuerda;
el engaño o la traición no avisa
el suave reír de esa sonrisa.


Bradamante, la bella guerrera, se eclipsa en el corazón de Rogelio, del mismo modo que se diluye en su mente la veracidad de la advertencia de Astolfo.  Esa misma noche, rodeado de los cortesanos más bellos, sutiles y mejor ataviados que puedan imaginarse, el paladín cena con Alcina. A la degustación de los manjares sigue un juego que consiste en confesar al más próximo algún secreto. Como resultado de la diversión, algunos se van juntos a la cama. No así Rogelio, quien sin embargo parece haber escuchado en sus oídos la más deseada promesa de Alcina. Espera ahora, entre suaves linos, a la maga.


A cada pequeño sonido que oía,
esperándola, alzaba la cabeza,
le parecía sentir, pero no era;
reconocido el engaño, suspiraba.
A veces salía del lecho y abría,
miraba afuera, y no veía nada;
y maldecía cada vez la hora
que le hacía sufrir tanta demora.

Se decía a cada instante: "Viene",
y comenzaba a contar los pasos
que podía haber entre la estancia
de Alcina, y esta, en que la esperaba;
En tanto la dama no aparece,
su cabeza vuela en fantasías.
Sobre mil cosas piensa, en vano,
que alejan el fruto de su mano.

Luego que terminó de perfumarse
con ricos aromas en su cámara,
y llegado el momento más propicio,
ya que en la casa todo estaba quieto,
la maga Alcina sale de su estancia;
y callada, por un camino oculto,
va hacia donde aquél teme y espera,
el alma entre el "es" y el "no era".

Cuando contempla el sucesor de Astolfo
aparecer allí la riente estrella,
como si tuviera azufre en las venas,
siente que se le enciende todo el cuerpo.
Flota dichosa su vista en un golfo
de grandes delicias y cosas bellas.
Salta del lecho, nada en él que dude,
sin esperar a que ella se desnude,

aunque hábito y enagua no llevaba:
la cubría solo una fina seda
que había echado sobre la camisa,
blanca y sutil en extremo grado.
Cuando él la abrazó, se cayó ese manto;
el resto la cubría cuanto cubre,
de igual manera por detrás y el frente,
lirios o rosas, vidrio transparente.

No con tanta fuerza ciñe la hiedra
las plantas que se alzan a su vera,
cuanto se apretaron los dos amantes,
tomando del espíritu en sus labios
suave flor: no crece ninguna igual
en la fragante arena india o sabea.
De su gran placer, decir a ellos toca,
pues tenían dos lenguas en la boca.



2. Bradamante desconsolada


Estaba Rogelio en tal dicha y fiesta,
mientras Carlos en brega, y Agramante.
De sus historias no querré, por ésta,
olvidarme; ni la de Bradamante,
que con trabajo y con pena molesta
lloró tan largo al deseado amante,
luego que partió por tan rara vía
y no supo a dónde, y si vivía.

Por muchos días anduvo Bradamante, infatigable, por bosques oscuros y por campos, por villas y ciudades, incluso entre los vivaques de los moros, valiéndose del anillo mágico que podía hacer invisible a su portador. No puede creer que Rogelio esté muerto, porque la muerte de un hombre tan grande resonaría de uno a otro confín. Decide pues volver a las reliquias de Merlín. El mago podrá revelarle sin dudas el destino de Rogelio. En el camino, encuentra a la discípula del mago por antonomasia, Melisa. Ella, a su vez, iba en su ayuda porque ciertamente conocía el paradero del paladín de los moros.

Lo vio sobre el caballo volador
que no podía gobernar, sin freno,
apartarse por larguísimo tiempo
por desusada senda peligrosa;
y sabía que estaba entretenido
en ocio, comidas y dulce lecho,
y sin memoria alguna de su señor,
de su amante doncella, de su honor.

Y así la flor de los más bellos años
en larga inercia podía perder
un paladín como él, y perder luego
el cuerpo y el alma, arrebatados;
la fragancia que queda de nosotros
luego que el resto frágil ha partido,
y más que el epitafio nos recuerda,
tronco sería, o hierba, o cerda.

Cuando se encuentra con la maga, Bradamante escucha el relato de ella con dolor  y estoicismo. No piensa que Rogelio ya no la quiere, sino que está en peligro. A pedido de la maga, le da el anillo de Angélica. La maga parte de inmediato hacia la isla de Alcina montando un corcel que hace surgir de los infiernos. Llega en una noche y tiene la fortuna de encontrar a Rogelio solo, paseando junto a un arroyo. Está completamente reblandecido, cubierto de anillos y collares,  perfumado con exceso y ya un poco gordo. Se muestra ante él en la figura de Atlante y lo reconviene.

"Médulas de osos y de leones
te di entre los primeros alimentos;
te llevé por cavernas y horridos barrancos
siendo niño aún a estrangular serpientes;
a panteras, tigres, arrancar las zarpas;
a los jabalíes quitarles vivos los colmillos,
¿a fin, pues, de que tanta disciplina
Adonis te hiciese o Atis de esta Alcina?

"¿Es esto, aquello que las estrellas,
las sacras vísceras, los unidos trazos,
responsos, augurios, sueños y todas esas
suertes en las que he consumido mis estudios,
prometido de ti, desde que mamabas,
me habían, así que pasaran los años?
¿No era que con tus armas invencibles
harías tantas obras increíbles?”

En la figura de se protector, Melisa le ruega que al menos no olvide a sus descendencia, la cual no nacerá si permanece en ese estado.



3. La cruda realidad

Al caer en los lazos de Alcina, Rogelio ha vuelto a vivir en un mundo engañoso de placeres, del mismo tipo del que le había armado su protector y del que lo liberó Bradamante. Como si viviera siempre en Babia, sin otra realidad -la que a menudo pierde- que la fuerza de su brazo. Ahora es el propio Atlante quien se lo recrimina. Una vez más desconcertado, abatido por las amonestaciones de quien cree que es su maestro, y seguramente también por la escalofriante sucesión de engaños y desengaños, Rogelio deja que la maga le calce el anillo y el hechizo de Alcina desparece. De inmediato, cambian sus sentimientos.


En odio la tuvo, pese a que tanto
la había amado; no parezca raro,
ya que su amor fue fruto del engaño,
que teniendo el anillo se hizo vano.
Puso el anillo asimismo en evidencia
que la beldad de Alcina era ilusión;
de la trenza al pie, ajena su beldad;
cayó lo bello y quedó la fealdad.

Como un chico que maduro fruto
guarda y olvida luego dónde está,
y mucho después va por la senda
donde lo puso, lo reencuentra
y se asombra de que esté podrido,
y no fresco como fue dejado,
y allí mismo, donde supo amarlo,
lo odia y no duda en arrojarlo,

así sintió; y luego que Melisa
lo hizo retornar a la hechicera,
con el anillo ante el cual no cabe,
si está en el dedo, obrar encantos,
ve, aunque no se crea, en vez
de la bella a la que había dejado,
una mujer a tal punto asquerosa
que no existe más vieja y horrorosa.

Pálido, crespo y macilento tenía
Alcina el rostro; la crin rala y canosa;
su estatura a seis palmos no llegaba;
todo diente de su boca había caído;
pero más que Hécuba y más que la
de Cumas y toda otra había vivido. ***

Advertido por Melisa, Rogelio disimula su horror y su odio. Debe primero asegurarse la salida.

Como le aconsejó Melisa, se contuvo,
sin mudar el habitual semblante,
hasta que sus armas, ya olvidadas,
pudo vestirse del yelmo al pie.
Para no darle sospechas a la maga,
fingió probar si aún era gallardo
-fingió probar si podía calzarlas
o si había engordado de no usarlas-.

Y a Belisarda la calzó en el flanco
(que tal nombre su espada designaba),
y el encantado escudo lo alzó también,
el que solía encandilar la vista
y hacía que el espíritu flaquera
y pareciera abandonar el cuerpo.
Con una seda entero lo cubrió
y del cuello también se lo colgó.

Fue al establo, y brida y silla dijo
pusieran a un palafrén más oscuro
que la pez; Melisa le había dicho
cuán ligero era cuando galopaba.
Quien lo conoce, Rabicán lo llama;
y es el mismo que, con aquel caballero
a quien sacuden los vientos de la mar,
la ballena condujo hasta el lugar.

Podía haber montado al hipogrifo,
pues junto a Rabicán estaba atado,
pero Melisa dijo: "Ten presente
que (como sabes) es desenfrenado."
Le dijo que lo llevaría luego
a algún paraje lejos de ese sitio,
donde con calma domarlo pudiera
y a Rogelio, manso, obedeciera.

Sospechas no dará, si no lo toma,
de la tácita fuga que prepara.
Rogelio hace como Melisa dice:
invisible le hablaba en el oído.
Así fingiendo, del lascivo y muelle
retén de la vieja puta salió;
y galopó derecho hasta la vía
que hacia el de Logistila conducía.

Asaltó a los guardianes de improviso;
se arrojó contra aquéllos fierro en mano,
y quien no salió herido, salió muerto;
y corrió presto a atravesar el puente.
Mucho antes de que Alcina se enterara,
ya había recorrido un gran espacio.
En otro canto diré qué senda hizo,
después de que zafara del hechizo.


Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

 * Se refiere sin duda a la flor del ligustro, que suele ser blanca y muy delicada. Los parangones de estos versos hallan antecedentes en Bocaccio, Petrarca y Polizano, y se remontan a la poesía provenzal; se los hallará también en el Siglo de Oro español, en Góngora precisamente ("oro, lirio, clavel, cristal luciente"). En cada caso, hay variantes: lirio por ligustro, clavel por rosa, cristal por marfil (en tanto se refiere la tersura, no la apariencia);  luego, nieve por blanco; perlas por dientes, etc.

** Argos Panoptes, el gigante mitológico de mil ojos.

*** Compara a la maga Alcina con otras mujeres de vejez legendaria, como la troyana Hécuba, mujer de Príamo y madre de innumerables hijos, quizá cincuenta, y la Sibila de Cumas.

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