sábado, abril 23, 2011

Enrique Lihn / De "Estación de los desamparados", 3



Llovieron querubines para todo servicio...

Llovieron querubines para todo servicio.
Acá desplazan una pesada corona y la suspenden
justo en el punto en que aplastaría a la Virgen.
Con algunas de sus propias plumas entre los dedos pintones
hicieron relucir los métodos de un santo
escribiendo con oro el desgaire del aire.
Sus cabecitas iban y venían
atentas a embocarse en los vacíos simétricos
de la vieja pintura que se apoyaba en ellos
incapaz de elevar una oración real
pero plagada de esos lapsus con alas.

El Arcángel del Arcabuz.
Una muchacha.
Un hermafrodita con las alas pintadas.

Santo Tomás de Aquino
fulminaba a los demonios con su pluma.
La Suma Teológica
nunca lo supo: era literatura.

Virgen arcángeles apóstoles querubines y gente de la familia:
los donantes multiplicados por sus sillas en una sala de espera.
Sesión de Directorio de la Santísima Trinidad.
Todo esto chorrea de bordados de oro
de la presencia del oro, del oro que trajo la muerte al Incanato
y por el cual la vieja España de dientes careados
impuso a Dios a sangre y fuego.

Vírgenes necias en su exceso de flores,
jóvenes estofadas con un muñeco en las manos
que, se presume, tiene el mundo en las suyas.
Sospecho que Dios pasó por ellas sólo para cumplir
un pesado compromiso familiar.


El pueblo adoptará sus propias decisiones...

El pueblo adoptará sus propias decisiones.
Nunca he creído -le contestaron- en la espontaneidad de las masas.
Por el contrario -dijo- sin esa espontaneidad estaríamos perdidos.
¿Cómo dice? -le dijeron- ¿Cómo dice? Aló, aló, aló.
Nada. Corte -dijo una voz desconocida-. Su teléfono está malo.


Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1919-1988), Estación de los desamparados, Premia Editora, México DF, 1982

Ilustración: Santiago Matamoros (detalle), Cuzco, Perú, siglo XVII

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