Debe dar placer
I
Cantar la música del jubileo en los tiempos precisos y habituales,
ser coronado y vestir la melena de una multitud
y así, como parte, exultar con su espléndida garganta,
para decir la alegría y cantarla, sostenida por
los hombros de hombres gozosos, sentir el corazón
común —el más arrojado fundamento—,
es un ejercicio sencillo. Jerome
creó las tubas y las cuerdas ardientes,
los dedos de oro escarbando el aire azul cerúleo:
compañías de voces desplazándose allí
para descubrir el son del adusto ancestro,
para encontrar la luz de una música emitiéndose
que por ende suena más que en un tono sensual.
Pero la agotadora rigurosidad es inmediata
en la imagen que de lo que vemos, para captar
la irracionalidad de ese momento irracional,
como cuando sale el sol, cuando el mar se despeja
en profundidad, cuando la luna cuelga de la pared
del refugio del cielo. Estas no son cosas transformadas.
Y aun así nos conmueven como si lo fueran.
Pensamos en ellas con un razonamiento ulterior.
II
La mujer azul, vinculada y fija a su ventana,
no quiso que los plumosos cardos
fueran de fría plata, ni que las espumosas nubes
hicieran espuma, fueran olas espumosas, se movieran como ellas,
ni que el apogeo sexual descansara
sin sus intensas adicciones, ni que el calor
del verano, creciendo fragante en la noche,
fortaleciera sus sueños abortivos y tomaran
su forma natural en el sueño. Para ella
era suficiente recordarlo: los cardos
de la primavera regresan a sus lugares en la hojas de parra
para enfriar sus impulsos malditos; las nubes de espuma
no son más que nubes de espuma, el florecer espumoso
desperdiciado sin pubertad, y después,
cuando el calor armónico de los pinos de agosto
entra en la habitación, se adormece y es la noche.
Para ella era suficiente recordar.
La mujer triste miró y desde su ventana nombró
los corales del cornejo, fríos y nítidos,
fríos, delineando fríamente, siendo reales,
claros y, salvo para los ojos, sin intromisión.
III
Una imagen perdurable en una breña,
una cara de piedra en un rojo sin fin,
rojo esmeralda, rojo cortante azul, un rostro de pizarra,
una antigua frente de la que colgaba pesado el cabello,
las canaletas de lluvia, la rosa roja, roja
y erosionada y el rubí gastado por el agua,
las viñas rodeando el cuello, los labios sin forma,
el ceño como serpientes tomando el sol en sus frentes,
el gastado sentimiento sin dejar nada de sí mismo,
rojo en rojo repeticiones que nunca
se van, un poco oxidadas, un poco coloreadas,
un poco más ásperas y más rudas, una corona
a la que el ojo no pudo escapar, un rojo afamado
inflándose a sí mismo sobre el oído tedioso.
Un resplandor desvanecido, opaca cornalina
muy venerablemente utilizada. Eso podría haber sido.
podría, y podría haber sido. Pero como fue,
un pastor muerto trajo descomunales acordes del infierno
y ordenó a las ovejas que se amotinaran. Al menos eso dijeron.
Los niños enamorados que trajeron con ellos las primeras flores
y las repartieron alrededor, no hubo dos iguales.
IV
Pensamos en estas cosas con razonamiento ulterior
y hacemos de lo que vemos, lo que vemos claramente
y hemos visto, un lugar dependiente de nosotros mismos.
Hubo un matrimonio místico en Catawba,
fue al mediodía a mitad del año,
entre un gran capitán y la virginal Bawda.
Este fue su himno ceremonial: Anon
nos amamos pero no nos casaremos. Anon
el uno le negó al otro tomarlo.
Renunciaron a beber el vino del matrimonio.
Cada uno debe tomar el otro no por su alta
pujante frente, ni por su sonido sutil,
el yu-yu-yu de los címbalos secretos alrededor.
Cada uno debe tomar al otro como signo, breve signo
para detener el torbellino, rechazando los elementos.
El gran capitán amó la eterna colina de Catawba
y por lo tanto se casó con Bawda, a quien allí encontró,
y Bawda amo el capitán tanto como amaba el sol.
Se casaron bien porque el lugar donde se casaron
era lo que amaban. No fue ni el cielo ni el infierno.
Eran personajes del amor cara a cara.
V
Bebimos Mersault, comimos langosta a la Bombay
con chutney de mango. Luego, Canon Aspirin habló
de su hermana, sobre el éxtasis de sensatez
en el que ella vivía en su casa. Ella tenía dos hijas, una
de cuatro, y una siete, a las que vestía
como lo haría un pintor de pinturas de pobres colores.
Pero aun así las pintaba, de acuerdo con
su pobreza, de un color gris-azul amarilleado
con cinta, una rígida afirmación de ellas, blancas,
con perlas domingueras, su alegría de viuda.
Las escondió bajo nombres simples. Las mantuvo
cerca negando sus sueños.
Las palabras que decían eran voces que oía.
Las miraba y las veía tal como eran
y lo que sentía resistía la frase más elemental.
Aspirina Canon, habiendo dicho estas cosas,
reflexionaba, susurrando un esquema de una fuga
de alabanza, una conjugación hecha por coros.
Sin embargo, cuando sus hijas dormían, su propia hermana
exigía al sueño, en las excitaciones del silencio,
sólo la ordenada alma del sueño, para ellas.
VI
Cuando entrada la media noche Canon iba a dormir
y las cosas normales habían bostezado despidiéndose,
la nada era una desnudez, un punto,
más allá de donde el hecho no podía progresar como hecho.
Por lo tanto el aprendizaje del hombre concebía
una vez más las pálidas iluminaciones de la noche, doradas
debajo, bien por debajo, de la superficie de
su mirada y audible en el pabellón de
la oreja, la materia misma de su mente.
Esas fueron las alas ascendentes que vio
y se movió sobre ellas en las órbitas de estrellas lejanas
descendiendo sobre la cama en las que las niñas
descansaban. Paridas entonces con enorme fuerza patética
voló directo a la corona máxima de la noche.
La nada era una desnudez, un punto
más allá de donde el pensamiento no podía progresar como pensamiento.
Tenía que elegir. Pero no fue una elección
entre cosas excluyentes. No fue una elección
entre, sino de. Él optó por incluir las cosas
que están incluidas entre sí, la totalidad,
la complicación, la armonía masiva.
Wallace Stevens (Reading, Pennsylvania, 1879 - Hartford, Connecticut, 1955),
Notes Towards a Supreme Fiction, 1942
Versión de Silvia Camerotto
It Must Give Pleasure
I To sing jubilas at exact, accustomed times, /To be crested and wear the mane of a multitude /And so, as part, to exult with its great throat, /To speak of joy and to sing of it, borne on /The shoulders of joyous men, to feel the heart /That is the common, the bravest fundament, /This is a facile exercise. Jerome /Begat the tubas and the fire-wind strings, /The golden fingers picking dark-blue air: /For companies of voices moving there, /To find of sound the bleakest ancestor, /To find of light a music issuing /Whereon it falls in more than sensual mode. /But the difficultest rigor is forthwith, /On the image of what we see, to catch from that /Irrational moment its unreasoning, /As when the sun comes rising, when the sea /Clears deeply, when the moon hangs on the wall /Of heaven-haven. These are not things transformed. /Yet we are shaken by them as if they were. /We reason about them with a later reason. //II The blue woman, linked and lacquered, at her window,/Did not desire that feathery argentines/Should be cold silver, neither that frothy clouds/Should foam, be foamy waves, should move like them,/Nor that the sexual blossoms should repose/Without their fierce addictions, nor that the heat/Of summer, growing fragrant in the night,/Should strengthen her abortive dreams and take/In sleep its natural form. It was enough/For her that she remembered: the argentines/Of spring come to their places in the grape leaves/To cool their ruddy pulses; the frothy clouds/Are nothing but frothy clouds; the frothy blooms/Waste without puberty; and afterward,/When the harmonious heat of August pines/Enters the room, it drowses and is the night./It was enough for her that she remembered./The blue woman looked and from her window named/The corals of the dogwood, cold and clear,/Cold, coldly delineating, being real,/Clear and, except for the eye, without intrusion. //III A lasting visage in a lasting bush, /A face of stone in an unending red, /Red-emerald, red-slitted blue, a face of slate, /An ancient forehead hung with heavy hair, /The channel slots of rain, the red-rose-red /And weathered and the ruby-water-worn, /The vines around the throat, the shapeless lips, /The frown like serpents basking on the brow, /The spent feeling leaving nothing of itself, /Red-in-red repetitions never going /Away, a little rusty, a little rouged, /A little roughened and ruder, a crown /The eye could not escape, a red renown /blowing itself upon the tedious ear. /An effulgence faded, dull carnelian /Too venerably used. That might have been. /It might and might have been. But as it was, /A dead shepherd brought tremendous chords from hell /And bade the sheep carouse. Or so they said. /Children in love with them brought early flowers /And scattered them about, no two alike. //IV We reason of these things with later reason /And we make of what we see, what we see clearly /And have seen, a place dependent on ourselves. /There was a mystic marriage in Catawba, /At noon it was on the mid-day of the year /Between a great captain and the maiden Bawda. /This was their ceremonial hymn: Anon /We loved but would no marriage make. Anon /The one refused the other one to take, /Foreswore the sipping of the marriage wine. /Each must the other take not for his high, /His puissant front nor for her subtle sound, /The shoo-shoo-shoo of secret cymbals round. /Each must the other take as sign, short sign /To stop the whirlwind, balk the elements. /The great captain loved the ever-hill Catawba /And therefore married Bawda, whom he found there, /And Bawda loved the captain as she loved the sun. /They married well because the marriage-place /Was what they loved. It was neither heaven nor hell. /They were love’s characters come face to face. //V We drank Mersault, ate lobster Bombay with mango /Chutney. Then the Canon Aspirin declaimed /Of his sister, in what a sensible ecstasy /She lived in her house. She had two daughters, one /Of four, and one of seven, whom she dressed /The way a painter of pauvred color paints. /But still she painted them, appropriate to /Their poverty, a gray-blue yellowed out /With ribbon, a rigid statement of them, white, /With Sunday pearls, her widow’s gayety. /She hid them under simple names. She held /Them closer to her by rejecting dreams. /The words they spoke were voices that she heard. /She looked at them and saw them as they were /And what she felt fought off the barest phrase. /The Canon Aspirin, having said these things, /Reflected, humming an outline of a fugue /Of praise, a conjugation done by choirs. /Yet when her children slept, his sister herself /Demanded of sleep, in the excitements of silence /Only the unmuddled self of sleep, for them. //VI When at long midnight the Canon came to sleep /And normal things had yawned themselves away, /The nothingness was a nakedness, a point, /Beyond which fact could not progress as fact. /Thereon the learning of the man conceived /Once more night’s pale illuminations, gold /Beneath, far underneath, the surface of /His eye and audible in the mountain of /His ear, the very material of his mind. /So that he was the ascending wings he saw /And moved on them in orbits’ outer stars /Descending to the children’s bed, on which /They lay. Forth then with huge pathetic force /Straight to the utmost crown of night he flew. /The nothingness was a nakedness, a point /Beyond which thought could not progress as thought. /He had to choose. But it was not a choice /Between excluding things. It was not a choice /Between, but of. He chose to include the things /That in each other are included, the whole, /The complicate, the massing harmony.
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Ilustración: Red Room, 1909, Henri Matisse