Pasan las horas de la tarde y este gris
acumulado durante semanas no se decide
a ser tormenta.
Por todas partes de la ciudad se siente un presagio
de trueno, por todas las esquinas se huye
de su amenaza de metal,
como de un temible cuchillo.
Quizás eso explique el esquivo
perfil de sus habitantes, el retroceso
de palomas en los parques,
el angustioso pregón de los loteros y hasta la impaciencia
de los vendedores de paraguas.
Sucede que de su veredicto depende
tanto cautivero. Basta una advertencia,
un tácito relámpago rasgando el cielo
para que Bogotá sea limitada y muda,
y para que los cerros del oriente,
que parecían protegernos,
se conviertan en cómplices de su resonancia.
Así se vive en esta ciudad de las alturas:
esperando que pase lo peor
y llegue el día en que todos
podamos habitar la merecida inmensidad
del azul que desde hace siglos se nos niega.
Ramón Cote (Cúcuta, Colombia, 1963), Los fuegos obligados, Colección Visor de Poesía, Madrid, 2009
Foto: Cote Letralia
acumulado durante semanas no se decide
a ser tormenta.
Por todas partes de la ciudad se siente un presagio
de trueno, por todas las esquinas se huye
de su amenaza de metal,
como de un temible cuchillo.
Quizás eso explique el esquivo
perfil de sus habitantes, el retroceso
de palomas en los parques,
el angustioso pregón de los loteros y hasta la impaciencia
de los vendedores de paraguas.
Sucede que de su veredicto depende
tanto cautivero. Basta una advertencia,
un tácito relámpago rasgando el cielo
para que Bogotá sea limitada y muda,
y para que los cerros del oriente,
que parecían protegernos,
se conviertan en cómplices de su resonancia.
Así se vive en esta ciudad de las alturas:
esperando que pase lo peor
y llegue el día en que todos
podamos habitar la merecida inmensidad
del azul que desde hace siglos se nos niega.
Ramón Cote (Cúcuta, Colombia, 1963), Los fuegos obligados, Colección Visor de Poesía, Madrid, 2009
Foto: Cote Letralia
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