Mis tierras de viñas, de pequeños ciruelos, de castaños,
donde crecen los frutos que siempre he comido,
-mis buenas colinas- tienen un fruto mejor,
con el que fantaseo y no he vuelto a morder.
Cuando se tienen seis años y se va al campo
sólo en el verano, es mucho si uno logra
escaparse hacia el camino y comer fruta verde
con los muchachones descalzos que pastorean las vacas.
Bajo el cielo de verano, tendidos en los prados,
hablábamos de mujeres entre juego y lucha,
y aquellos otros conocían misterios y misterios
que susurraban burlones en el ocio sagrado.
En el camino frente a la quinta se ven todavía
-los domingos- sombrillas que salen del pueblo;
pero está lejana la quinta y ya no hay muchachos.
Mi hermana tenía entonces veinte. Íbamos siempre
a la terraza a ver las sombrillas,
los vestidos claros de verano, palabras divertidas:
maestritas. Hablaban quizá de libros
que se habían prestado -novelas de amor-
y de bailes, de citas. Las escuchaba inquieto
sin pensar todavía en sus brazos desnudos,
el cabello al sol. Era mi momento
cuando me elegían para guiar al grupo
adonde comer la uva sentados en el piso.
Se burlaban de mí. Una vez me preguntaron
si no tenía novia.
Me fastidié, más bien. Estaba con ellas
para hacerme ver: mostrar que sabía subir a un árbol
para buscar las mejores uvas y salir disparando.
Una vez encontré junto a las vías del tren
a la más esquiva de estas muchachas, de faz algo absorta,
pero de un rubio quemado y que hablaba italiano.
La llamaban Flora. Yo estaba tirándole
piedras a las ruedas de los trenes. Mi amiga me preguntó
si en casa conocían mis hazañas.
Me quedé confundido. Y la pobre Flora me llevó consigo
porque iba -me dijo- a ver a mi hermana.
Era una tarde bella, de las primeras del verano
y por ir un poco a la sombra y llegar más pronto
nos fuimos por los prados. A mi lado, Flora
me preguntaba sobre algo que ya no recuerdo.
Llegamos a un arroyo y yo quise saltarlo:
acabé a medio arroyo, entre la hierba.
Flora se rió en la otra orilla,
se sentó luego y me ordenó que no mirara.
Yo estaba agitado. Oía chapotear
en la corriente, chapotear y me volví de pronto.
Ágil como era y fuerte en su cuerpo escondido,
mi amiga bajaba por la orilla, las piernas desnudas,
deslumbrante. (Flora era rica y no trabajaba.)
Me lo reprochó levemente y se cubrió pronto,
pero reímos al fin y le tendí mi mano.
Caminando de vuelta me sentía muy feliz.
Al volver a casa no fui castigado.
En mi pueblo hay docenas de muchachas como Flora.
Son el fruto más sano de aquellas colinas;
los parientes ricos las mandan a estudiar
y alguna siega en los campos. Tienen rostros morenos
que te miran tan serios y son tan golosos:
señoritas que visten al estilo de la ciudad.
Tienen nombres fantásticos tomados de los libros:
Flora, Lidia, Cordelia, y los racimos de uva,
las hileras de chopos no son más hermosos.
Siempre me imagino a una de ellas diciendo:
Mi sueño es vivir hasta los treinta años
en una casa en lo alto de una colina
golpeada por el viento y dedicarme tan sólo
a las plantas silvestres que nacen allá arriba.
Saben bien qué cosa es la vida: en las escuelas
pasan en medio de todas las miserias,
las cínicas bestialidades de pequeños brutos,
y siempre son jóvenes. De viejas...
pero no quiero imaginarlas viejas; para mí
siempre las tendré frente a mis ojos, mis maestritas,
con bellas sombrillitas, vestidas de claro
-por fondo la colina un poco abrupta y quemada-
mi fruto, el más bueno, que cada año renueva.
Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, Italia, 1908-Turín, Italia, 1950), Poemas inéditos, Barnacle, Buenos Aires, 2023
Versiones de Jorge Aulicino
Le maestrine
Le mie terre di vigne, di prugnoli e di castagneti
dove sono cresciute le frutta che ho sempre mangiato,
-le mie belle colline- hanno un frutto migliore
che fantastico sempre e non ho morso mai.
Quando si hanno sei anni e si viene in campagna
solamente l’estate, è già molto riuscire
a scappar sulla strada e mangiar frutta acerba
coi ragazzotti scalzi, in pastura alle vacche.
Sotto il cielo d’estate, distesi nei prati,
si parlava di donne tra un gioco e una lite
e quegli altri sapevan misteri e misteri
sussurrati ghignando nell’ozio divino.
Sulla strada davanti alla villa si vedono ancora
-la domenica- parasolini passar dal paese;
ma è lontana la villa e non c’è più ragazzi.
Mia sorella era allora ventenne. Venivano sempre
sul terrazzo a trovarci bei parasolini,
vesti chiare d’estate, parole ridenti:
maestrine. Parlavan magari di libri
imprestati tra loro -romanzi d’amore-
e di balli, di incontri. Io ascoltavo inquieto
e non pensavo ancora alle braccia scoperte,
ai capelli assolati. Il mio solo momento
era quando sceglievano me per guidare il gruppetto
a mangiare dell’uva e sedersi per terra.
Mi scherzavano insieme. Una volta mi chiesero
se non avevo già l’innamorata.
Fui seccato, piuttosto. Io stavo con loro
Per distinguermi: come sapevo salire su un albero,
per trovare i bei grappoli e correre forte.
Una volta incontrai sulla Strada Ferrata
la più schiva di queste ragazze, una faccia un po’ assorta
ma bruciata di biondo e parlava italiano.
La chiamavano Flora. lo gettavo in quel mentre
sassi al disco dei treni. L’amica mi chiese
se sapevano a casa di quelle prodezze.
Io confuso. E la povera Flora mi prese con sé
perché andava -mi disse- a trovar mia sorella.
Era un gran pomeriggio dei primi d’estate
e per stare un po’ all’ombra e arrivare piú presto
ci buttammo nei prati. Vicino a me Flora
mi chiedeva qualcosa che piú non ricordo.
Arrivammo a un ruscello ed io volli saltarlo:
fi nii mezzo nell’acqua, tra l’erba.
Dall’altra parte Flora rise forte,
poi si sedè e ordinò ch’io non guardassi.
Ero tutto agitato. Sentivo sciacquare
la corrente, sciacquare e mi volsi improvviso.
Svelta com’era e forte nel corpo nascosto,
la mia amica scendeva la riva, le gambe scoperte,
abbagliante. (Era ricca Flora e non lavorava).
Mi rimproverò un poco coprendosi subito,
ma ridemmo alla fi ne e le porsi la mano.
Per la via del ritorno ero troppo felice.
Ma quando fummo a casa, niente busse.
Come Flora, a ventine ce n’è ai miei paesi.
Sono il frutto più sano di quelle colline,
i parenti arricchiti le fanno studiare
e qualcuna ha mietuto nei campi. Hanno volti sicuri
che ti guardano seri e son tanto golosi:
signorine si vestono come in città.
Hanno nomi fantastici presi nei libri,
Flora, Lidia, Cordelia ed i grappoli d’uva,
i fi lari dei pioppi, non sono più belli.
Me ne immagino sempre qualcuna che dica:
Il mio sogno è di vivere fi no a trent’anni
in una casa in cima a una collina
ben battuta dal vento e accudire soltanto
alle piante selvatiche spuntate lassù.
Sanno bene che cos’è la vita: alle scuole
passano in mezzo a tutte le miserie,
le bestialità aperte di piccoli bruti,
e sono sempre giovani. Da vecchie…
ma non voglio pensarle da vecchie, per me
le avrò sempre negli occhi, le mie maestrine,
col bel parasolino, vestite di chiaro,
—la collina un po’ scabra e bruciata, per sfondo—
il mio frutto, il più buono, che ogni anno rinnova.
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Foto: Cesare Pavese en la entrega del premio Strega que ganó en 1950. Archivo Mondadori