de archivo
Se trataba de un hombre corpulento, sentado durante horas frente a un vaso de whisky en el bufé de Argentores. Solía vestir un sobretodo de piel de camello. Decían que era amarrete, descreído, pero dueño de una piedad infinita. Cuarenta años antes había escandalizado el ambiente literario introduciendo muchos más feísmos en un libro de poesía que los que podía soportar un suplemento dominical. Pero luego -veinte años antes de aquellos atardeceres en el bar de Argentores- publicó su último libro de poesías con este amargo propósito: "Para librarme de la tentación de escribir más versos en este país que desprecia a los poetas y los condena al hambre, al olvido, a la desesperación y al suicidio."
Desde antes, desde mucho antes que eso, Nicolás Olivari creía que la poesía era una actitud, más que un oficio. En cada uno de sus libros, y aun en cada uno de sus versos, desde La musa de la mala pata y El gato escaldado. El último, Poemas postergados, fue una provocación natural. Su objeto no era, sin embargo, mostrar la mescolanza de valores que Enrique Santos Discépolo denunciaría, con obsesivo moralismo, sino provocar la realidad hasta probar si no era, en última instancia, una burla de Dios.
Según todos los testimonios, Nicolás Olivari sabía que tenía esa partida perdida de antemano.
Se lo recuerda corpulento, cansado, quizá aburrido, triste. Murió en setiembre de 1966 y había nacido en el mismo mes, en 1900, en la esquina de Cangallo y Ombú (hoy Pasteur), que trató de inmortalizar en un poema. Hijo de genoveses, amó desde lejos la patria de sus padres, pero cuando pudo visitarla, de grande, volvió decepcionado. En Roma contempló la casa en la que murió John Keats y lo imagino en su ventana / frente a la piazza que transitan energúmenos turistas, escupiendo el resto de su pulmón marchito, mirando ávidamente las azaleas /que huelen como muchachas inéditas. En Génova, su mujer, María Luisa Rubertino, constató que no se inclinó para besar el suelo, como cientos de veces le oyó decir que haría. Por las callejuelas de la ciudad llovía y un borracho caminaba bandeándose de pared a pared.
No había olvidado al padre genovés que murió como quien dice sobre la cubierta de un barco y que en su mesa de luz tenía siempre la Divina Comedia. Quizá, del extrañamiento de los inmigrantes le vino la necesidad de "exagerar los elementos de la realidad hasta la irrealidad". Por eso, tal vez, no creía en los peces de colores, nombraba el hampa y la prostitución en sus versos, llamó a su esquina natal "loma del diablo" e inauguró el escepticismo a partir de un dolor, una locura contenida que se disfrazaba de resignación. Así, emulaba a Jorge Manrique: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar que es el morir. / Allá van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir... / Allá vas, Francesa, ya lo ves / y no te preocupe, mi querida Guadalupe, / pues de aquí te sacarán por los pies.
Proponía el ingreso del hampa al mundo lírico, pero a la vez de una forma novedosa, más adecuada a las características que asumía la ciudad, definitivamente moderna, fea, absurda. Enseguida lo notaron sus contemporáneos, que vieron en su poesía mal fatta una verdad incuestionable. "Su factura del mero escribir -no su estilo, palabra para mí sin sentido- es la manera más personal que yo he conocido; yo veo que es el escribir 'a desgano', la gramática 'a desgano' de que otros se avergonzarían", le escribió Macedonio Fernández. Y Jorge Luis Borges entendió de entrada: "El tema de Olivari es el aburrimiento, el rencor suburbano que ha sucedido a la compadreada orillera en esta ciudad".
Curioso: se dice que Olivari era un hombre apacible. Si él mismo escribió en 1927 (tenía justamente 27 años): “No tengo ninguna ambición ni ninguna esperanza. Estoy sereno y aburrido como un pez del 'aquarium' de Río de Janeiro que vi una vez y que bostezó frente a mí con el gesto de omnisapiente comprensión que sólo hallé más tarde en la redacción de la revista Nosotros". Y declaraba su mayor ambición: "Comprarme una hamaca paraguaya para descabezar una siesta larga que me cure de una vez y para siempre de esta, mi vieja enfermedad, la tristeza".
Entre la apacibilidad y el esgunfio -esa recreación porteña del splín británico, con una dosis de rabia- hay un paso. Es el que a veces daba Olivari. Entonces se exaltaba, pero sólo en los libros. Como personaje de un Decamerón argentino, describía el feo tedio de los prostíbulos. Se apiadaba de un hombre completamente solo a las dos de la tarde de un domingo. Rabiaba con esa forma de rabia que es el sarcasmo, el escribir sin ganas, mal, reemplazando la rima por la cacofonía, de manera que no quedaran dudas de que aquella poesía era una cosa vivida, una verdad irreal.
Es curioso también verlo en una foto, en Roma, junto a Giuseppe Ungaretti, poeta que parecía estar en sus antípodas (el dolor lo llevaba a la fe: De otros diluvios / una paloma escucho). Es curioso pero no increíble. Su fe aparecía en el negativo: describiendo el infierno del sinsentido, de los chicos que no llegarán nunca a ser ni siquiera una foto.
Periodista imbatible, de Crítica, después de Clarín, escribió viñetas memorables, como la de aquel Gary Cooper a su imagen y semejanza, "profundamente pesimista" y que "no cree en la perfección del género humano. Este hondo pesimismo le viene de no poder agacharse para anudar los lazos desprendidos de sus botas de sheriff." O de aquel Roland Colman "de las alcobas glaciales, en donde hay un juego de cepillos de plata en cuyas cerdas jamás se enredó un cabello de mujer". Amaba a Spencer Tracy, a Goldoni y a Giovanni Papini.
Todo los aprendió deportivamente. Dijo una vez a estudiantes de periodismo, en algo parecido a una biografía: "Lo hicimos todo jugando con un sentido deportivo de hinchas de fútbol aplicado a la literatura... Vivimos dura y miserablemente del periodismo, casi siempre amarillo, pero en el que más o menos nos dejaban expresar. Nuestro orgullo sigue siendo el de haber sido gente de diarios y por eso en nuestra función de escritores tenemos el saludable olor a tinta fresca." Acaso todos los de su generación -los González Tuñón, César Tiempo, Edmundo Guibourg y Borges- están comprendidos en esta evocación. Pero él no consiguió salir de la trampa, del infierno de quien combate por nada, y tal vez eso explique a aquel hombre que ponía a cocinar avellanas sobre una sartén, como sus padres genoveses, y a quien su amigo Jorge Koremblit recuerda en sus últimos días con una carga tal en la mirada que parecía siempre a punto de llorar. Y permite imaginar a un hombre que se despierta con la boca seca, piensa en la ciudad de la bohemia y de la inmigración como en un continente arrasado, recuerda sus propios versos a un caudillo (Aura que me estoy por ir, Tata Dios, enseñame cómo se debe morir) y muere. Solo, en un cuarto cuya ventana da al Parque Centenario, entre una vieja máquina de escribir y un retrato de Charles Baudelaire.
Jocosamente, su propia generación, la de Florida y Boedo, lo había bautizado "Primer Poeta Maldito de Buenos Aires", pero ya estaban lejos las lecherías de alrededor de la cancha de San Lorenzo, el Auller Keller y la máscara de poeta prostibulario. Era un genovés lejos de su patria, endurecido. Yéndose, muriéndose en un mundo vacío.
Jorge Aulicino
Clarín, Buenos Aires, 10 de abril de 1988
Foto: retrato de Nicolás Olivari, 1988, Hermenegildo Sábat, archivo del diario Clarín