El editor rompe una lanza contra la vanguardia y el sentimentalismo y a favor de la forma y la impersonalidad
Voy a sostener aquí esta tesis: Lo que hace contemporáneo al poema es la recuperación de la forma.
Primer paso en procura de consolidar esta afirmación:Lo que siempre hizo contemporáneo a un poema es la recuperación de la forma.
La contemporaneidad de un poema no está datada. Un poema es siempre contemporáneo o es un poema malogrado. No es que recuperemos en un poema contemporáneo las antiguas formas. Es que la búsqueda de contemporaneidad es la búsqueda en la forma, el lugar en la forma. Las formas han sufrido pocos cambios, debidos a violencias necesarias, a énfasis necesarios, en tanto los contenidos cambian constantemente. La adopción del endecasílabo y los restantes metros de arte mayor en la poesía en habla castellana fueron uno de esos grandes cambios, de esas grandes violencias, quizá la mayor, en los últimos 500 años, en lo que se refiere a la forma. La otra gran violencia contra la forma fue la adopción de la métrica irregular y la sustitución de la rima regular por otros recursos rítmicos, como las rimas irregulares, las rimas asonantes, la aliteración y las asonancias y consonancias internas.
Al poema no lo hacen contemporáneo las innovaciones en el contenido. Al poema lo hacen contemporáneo los empeños por mantenerlo en forma.
Demostración: la sensibilidad nueva, si fuera nueva, desaparecería a expensas de una novísima sensibilidad; es decir, cuando ciertos cambios en el mundo en general hicieran necesario un viraje en el lenguaje poético, una sensibilidad nueva que se hiciese cargo de esos cambios, perecería de inmediato la vieja sensibilidad, el viejo lenguaje. Y esto no es así, pues podríamos leer aquí un soneto de Quevedo o el "Cántico espiritual" de Juan de Yepes y nadie dejaría de advertir que causan un efecto, ahora como hace doscientos o cuatrocientos años.
Para abonar esta tesis, cito lo escrito por César Vallejo en 1926, en un artículo publicado en Favorables-París-Poemas:
“Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras «cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazzband, telegrafía sin hilos», y, en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda a no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras.
Pero no hay que olvidarse que esto no es poesía nueva ni antigua, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad. El telégrafo sin hilos, por ejemplo, está destinado, más que a hacernos decir «Telégrafo sin hilos», a despertar nuevos temples nerviosos, profundas perspicacias sentimentales, ampliando videncias y comprensiones y densificando el amor: la inquietud entonces crece y se exaspera y el soplo de la vida se aviva...
La poesía nueva a base de palabras o de metáforas nuevas, se distingue por su pedantería y novedad, y, en consecuencia, por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana, y a primera vista se lo tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna.”
Quiero subrayar la última parte de este fragmento:
La poesía a base de sensibilidad nueva se confunde con la antigua o no atrae la atención sobre si es o no es moderna.
Esto, en otros términos, significa a mi juicio: la poesía nueva se confunde con la poesía. Se integra a ella. Encuentra, como decíamos, su lugar en la forma.
Si esto lo afirmara alguien que en la práctica de su poesía recorriera los caminos seguros, los atajos epigonales, la imitación de las viejas metáforas y de los antiguos léxicos, no merecería mayor consideración, pues es apenas un palabrerío que parece rechazar los referentes del mundo moderno en pro de algún sencillismo, de cierta clásica sobriedad. Pero lo dice Vallejo, cuya poesía no puede ser acusada de haber elegido el camino fácil. Entonces, “sensibilidad nueva” que parece antigua, poema nuevo apenas percibido como tal, constituyen en este discurso una paradoja fuerte, de la que Vallejo parece muy consciente. La percepción que -creo yo- subyace en esta diatriba contra la supuesta nueva sensibilidad es la de un punto en el que la vanguardia se desbarranca y deviene, en el peor sentido de la palabra, formalista, retórica. Esto es cuando a tal extremo pone sus fichas en el contenido nuevo que crea un formalismo. En su ataque al surrealismo, en el artículo "Autopsia del surrealismo" publicado en la revista peruana Amauta en 1930, Vallejo insiste en lo mismo: la escuela de Breton enseña fórmulas para hacer poemas. Escribe: "Así pasan las escuelas literarias. Tal es el destino de toda inquietud que, en vez de devenir austero laboratorio creador, no llega a ser más que una mera fórmula. Inútiles resultan entonces los reclamos tonantes, los pregones para el vulgo, la publicidad en colores, en fin, las prestidigitaciones y trucos del oficio. Junto con el árbol abortado, se asfixia la hojarasca."
Hace un momento sostuve que ciertas violencias, ciertos énfasis históricos, buscan, más que destronar unas novedades con otras, poner las cosas en algún cauce, dotarlas de forma, o más precisamente, restituirlas, devolverlas a la forma. Conciliarlas con la forma. Entre paréntesis: porque la forma es la función. En definitiva, porque no hay estructuras sin función.
En el siglo Veinte, Vallejo sintió esta necesidad de poner coto a la vanguardia, a lo moderno, a la nueva sensibilidad, a lo contemporáneo. No sé si sus poemas pueden ser tomados por antiguos, lo que es seguro es que hoy no concitan la discusión acerca de si son modernos o no lo son. Pero para Vallejo tampoco, al parecer, atraían la discusión sobre la modernidad en la época en que los escribió. Como recordarán, en el artículo de 1926, a cuatro años de la publicación de Trilce, Vallejo sostenía que es condición de la poesía moderna ser tomada por antigua o no llamar la atención acerca de sí es o no es moderna. Vallejo acababa de producir un terremoto en la crítica de su país. No debía considerar que la reacción adversa de la crítica significara algo. Algo como, por ejemplo, que sus poemas, los poemas de Trilce, fueran mero formulismo vanguardista. Antes bien, debió pensar que estos poemas debían tomarse por antiguos, o bien, que no llamaban la atención acerca de si eran o no modernos. Debió despreciar a casi toda la crítica de su país. Por omisión, la consideraba en su artículo como destituida, inexistente, pues si la crítica lo hubiera tocado, se habría aliado con el futurismo o con alguna otra vanguardia en lugar de atacarlas.
El énfasis, la violencia que otros autores del siglo pasado pusieron en juego se puede ubicar también dentro de esta revolución en la revolución, de esta antivanguardia en la vanguardia. A eso se refiere el artículo que voy a leer, que no fue pensado para esta reunión, pero que parece apropiado para ser leído en este marco.
Es una nota inédita, solicitada para un libro que no se terminó, una recopilación de opiniones sobre una cuestión clave de la poesía contemporánea /y ahora uso el término en sentido restringido, me refiero a la poesía de este tiempo. En los años que fueron pasando desde que el artículo fue pedido, y en vista de que su destino era la nada, lo fui retocando, por no tirarlo o borrarlo del disco rígido que primero lo contuvo, y de otros sucesivos discos rígidos a los que lo fui trasladando. Diría que su destino era éste. Pero no es cierto, no lo creo. Sólo intento darle alguna utilidad, no como la de un frasco que se convierte en florero, sino como la de unos zapatos viejos que vuelven a ser usados para caminar. Aquí hablo de una violencia de contenido de la poesía del siglo Veinte que en definitiva afectó a la forma, buscó una forma. Hablo de la impersonalidad acentuada del canto, como un rasgo de contenido y forma de la poesía contemporánea. Una operación lindante con la recuperación de una función esencial de la poesía.
Dice:
Una aproximación nada más que intuitiva relacionaría el canto con la impersonalidad, en el sentido estricto del término. No hay sin embargo una palabra que haya generado mayores resistencias en los lectores de poesía en el siglo XX, o al menos en la segunda mitad de ese siglo. Casi siempre, en ese círculo, la impersonalidad se menciona en un sentido más bien peyorativo, como al "hermetismo". El rechazo se pude relacionar con la influencia que aún mantiene la herencia romántica. Impersonalidad significaría falta de sentimiento; y en nuestro escenario literario, ocupado durante algunas décadas por el épico debate entre la "sangre" y la "tinta", la impersonalidad fue quedando del lado de la tinta, unida al hermetismo y al intelectualismo.
Una aproximación nada más que intuitiva relacionaría el canto con la impersonalidad, en el sentido estricto del término. No hay sin embargo una palabra que haya generado mayores resistencias en los lectores de poesía en el siglo XX, o al menos en la segunda mitad de ese siglo. Casi siempre, en ese círculo, la impersonalidad se menciona en un sentido más bien peyorativo, como al "hermetismo". El rechazo se pude relacionar con la influencia que aún mantiene la herencia romántica. Impersonalidad significaría falta de sentimiento; y en nuestro escenario literario, ocupado durante algunas décadas por el épico debate entre la "sangre" y la "tinta", la impersonalidad fue quedando del lado de la tinta, unida al hermetismo y al intelectualismo.
La impersonalidad parece relacionarse de manera natural con el canto. Y, por extensión, con el arte. Quiero decir: cuando la criatura humana descubrió que había en la materia sonidos que provocaban placer al oído, hasta generar incluso éxtasis y beatitud en el oyente, supo que esos sonidos tenían que ver con su persona, solo en la medida en que la naturaleza o el cosmos tenían que ver con su persona. En otras palabras, eran impersonales el canto de los ríos, el de los pájaros, el de las hojas de los árboles; y fueron impersonales los cantos a los dioses, los mantras y las fórmulas cantadas de los hechiceros (encantamientos).
Cuando se habla de la poesía, siempre imagino que su función primitiva, pero esencial aún hoy, es provocar en el sistema nervioso un goce y un éxtasis momentáneos, una energía, en fin, absolutamente impersonal, como la que provoca la música.
Los griegos sabían acerca del efecto catártico de las estrofas trágicas. Pero no creo que hayan pensando en oponerlas de ninguna manera a las estrofas líricas o épicas o satíricas. La catarsis era sólo una de las funciones de la poesía. Y toda la poesía, sin que importara su cometido específico -lírico, dramático, épico, satírico-, debía estar montada sobre una base de encadenamientos rítmicos que era anterior: una función de placer, incluso en el caso de la catarsis. Tal placer era impersonal, aunque los griegos jamás se lo hayan planteado en esos términos, simplemente porque no hacía falta hacerlo.
¿Por qué hace falta plantearlo hoy? ¿Por qué la empatía, que era deseable para los antiguos en un esquema donde, por lo demás, el arte cumplía una función civil -esto es impersonal- se convirtió en un valor opuesto a la impersonalidad durante los dos últimos siglos? ¿Por qué insisto en que la impersonalidad no es una forma de la poesía moderna sino una condición básica de la poesía, similar a la que tiene en la música, aun cuando la poesía prescinda de rimas y formas métricas regulares? Porque la polémica con el romanticismo y ciertas necesidades de la vida moderna llevaron a la poesía a acentuar el carácter impersonal del canto, a construir una paradoja que pone el énfasis en la falta de énfasis; un dispositivo en el que se acentúa la prescindencia del emisor de la voz en cuanto a los sentimientos que lo conmueven, y en el que se prohíbe la hipérbole.
La polémica con el romanticismo no es directa, pero subyace en la elección de un camino que fue recorriendo una parte importante de la poesía del siglo Veinte. Que el romanticismo haya extendido su influencia durante doscientos años parece discutible en sí mismo. Y sin embargo, la revolución a la que ese movimiento vino atado no terminó. Esa revolución, la revolución burguesa, es el más vasto viraje que haya dado la humanidad, no en doscientos sino en quinientos años. Parece claro que una percepción del individuo como la que tuvo este cataclismo social y cultural no se había tenido nunca hasta entonces. Unidos de manera ambigua al espíritu individualista y progresista burgués, los románticos hicieron, sin necesidad de programas ni de manifiestos taxativos, una poética de la enfermedad del alma, un discurso bello y sinuoso sobre el individuo, una religión cuyo catecismo básico rezaba que la pasión estaba unida al sufrimiento, y que sus pactos con la belleza eran inestables y diabólicos. Partidarios de la burguesía en lo ideológico, eran disidentes en la práctica política. Libertad, igualdad, fraternidad, pero ¿cómo?, si en la vida diaria el burgués era reprimido, cauto, ambicioso, burocrático. Libertad individual, derechos del hombre, creatividad personal, iniciativa, ¿dónde?, si en las ciudades burguesas el gris imitaba al gris, la fortuna buscaba la fortuna y los sentimientos no eran precisamente los ladrillos de los hogares. La rebelión romántica (un auténtico y sistemático acto de insensatez) fue tan profunda, entró tan a fondo por la brecha que la burguesía había abierto en la costra de la servidumbre, que conservamos aún glóbulos rojos inoculados -a fuerza de desmanes personales, trémolos y exageraciones- por los románticos. Aquella retórica tocó algo cierto: una apetencia de vida plena; la ofuscación por la pérdida -antes de obtenerla- de una edad dorada. En pleno siglo 20, Dylan Thomas escribe: "el paraíso es el trino". ¿Debía aún subrayarse eso que a su vez sintió Keats ante el canto del ruiseñor en el bosque? ¿Debieron Thomas y Keats decir expresamente esto que para los antiguos estaba implícito en la práctica del canto? Creo que la respuesta es sí. Debieron subrayarlo Keats y Thomas, separados por "un océano de tiempo": hasta tal punto significó un shock espectacular la promesa de la industria, la ciencia, la libertad, el ocaso del dogma. ¿Pero por qué insistir?
En Europa, en los años 20, Ezra Pound colocó una bomba de tiempo al romanticismo. La declaración de guerra parecía dirigida directamente contra la hipérbole. Pound incluía ésta y otras formas retóricas bajo el nombre general de fioritura. No podría medir cuánto influyó Pound en los poetas de mi generación en la Argentina -supongo que su canon y sus lecturas influyeron más que su poesía, y está bien-, pero en cambio sé que Alberto Girri solía mencionar la palabra ornamento, tan cercana a fioritura, cuando hablaba de las efusiones sentimentales en la poesía. La estrategia de Girri para eludir ese problema en la práctica está a la vista. Girri rastrea, por caminos cada vez más escarpados, el sentido de los textos, como alguien que siguiera líneas en la arena. Una exigencia resumía sus procedimientos: "atiende al texto".
Girri solía mencionar a Borges, por su prosa, como el iniciador de un castellano de emisión precisa e impersonal. Y Borges estuvo cerca, en su juventud, del ultraísmo español, que combatía la sobrecarga. Ni Borges ni Girri son meros episodios de nuestra literatura. Tampoco son fundadores de escuelas o ismos o corrientes. Dan más bien la impresión de que captaron una tensión interna de la lengua que debía resolverse de manera distinta al modo que proponían algunas vanguardias. Y quiero poner el acento en eso: en que ellos tenían en cuenta la lengua, no un sistema estético exterior. Ese era su terreno.
Pound había visto a su vez en la corrupción de la lengua un camino seguro hacia la destrucción de las instituciones y del orden social (confrontar ensayos reunidos en, por ejemplo, Introducción a Pound, editorial Alianza), y esta crítica, vale la pena decirlo de pasada, es paralela a su cuestionamiento, desde el campo fascista, al capital financiero, cuyo mecanismo resumió en las palabras usura y amortización. La crítica marxista podría decir que Pound se equivocaba no solo en emplazar su artillería en el bando fascista, sino en considerar la inexactitud, la imprecisión de la lengua como causa y no como síntoma de la putrefacción de un sistema social. Pero una crítica marxista honesta admitiría que Pound no erraba al poner en relación una cosa con la otra. Y que de este modo daba la extensión que podría adquirir una buena crítica de la lengua. Por otra parte, debería admitirse que la estética de Pound señalaba el comienzo de un juicio a fondo de la ideología burguesa y del romanticismo burgués, tanto o más que la crítica de los teóricos marxistas europeos, puesto que Pound fundaba, con elementos extremos y fascistas, la práctica de otra poesía, sin el menor vestigio de sentimentalismo. Ninguna vanguardia había avanzado por este terreno. En las vanguardias, casi todas filo marxistas, se cambiaban los cañones, pero no la dirección del disparo. Se escribía según el antiguo manual de los románticos cuya disposición central era superar el mundo burgués, permitirse las libertades que el sistema proclamaba pero no otorgaba en realidad. Por ejemplo, soñar. Y este fue el programa de los surrealistas. El proceso onírico e inconsciente que debía producir no sólo nuevas metáforas, sino actos surrealistas en la vida cotidiana. La escuela oficial del socialismo ajustaba a su vez la vieja doctrina a las nuevas necesidades. El héroe romántico era sustituido por el héroe proletario, el “personaje positivo” que recomendaba la Sociedad de Escritores soviética. Un obrero lúcido en lugar de Lord Byron, autor y personaje del universo romántico. De este modo se pretendía superar las limitaciones de la crítica de la literatura burguesa a la sociedad burguesa.
No digo que la impersonalidad que Pound recomendaba bajo el slogan de una poesía "lo más cercana al hueso" lograra por sí misma una superación de la desmesura romántica, y mucho menos la construcción de un punto de vista anti burgués para la poesía en particular y la literatura en general. Digo que inicia un enjuiciamiento y también señala en qué terreno debía librar su batalla el que se propusiera esas metas. Mucha gente, y no solo Pound, comprendió que era la lengua ese campo de pruebas. Y que la poesía desplegaría allí un combate vital, porque no es la poesía mera emanación de la ideología o caja de resonancia del potro de los tormentos burgués, sino un fenómeno de la lengua. Escribir una poesía sin subterfugios significaba un compromiso real con un fenómeno real. Cuando Borges se hace entender en un castellano que expone como imitación del de los orilleros, logra ganancias para la lengua, para el antiguo sitio de la poesía y quizá para una visión del mundo mucho menos autocompasiva y egocéntrica. Cómo se cubren las distancias entre este hecho innovador y una ideología que aparenta escepticismo aristocratizante no es materia de este tratado. Pound, ya se vio, las cubrió por su cuenta y como pudo. Más que nada interesa el trabajo y, en todo caso, lo que Pound o Borges comentaron sobre el trabajo específico de escribir. Bastante menos, lo que dijeron sobre la economía y la política.
No encuentro, después de estas vueltas, que haya un centro de emanación claro, digamos una escuela, de la impersonalidad o la de-subjetivización en la poesía contemporánea. Los autores citados actuaron sin acuerdo previo y sin conocerse. La ubicación de Borges como un maestro "de corte" en lo que respecta a la impersonalidad en la literatura argentina se debe a Girri. Que a su vez sí conocía a Pound, pero no parecía gustar mucho de él. De todos modos, el nuevo planteo para la lírica se rastrea, como huellas de un meteoro, en muchos autores entre nosotros. En el humor de Oliverio Girondo, por ejemplo, o en la distancia que Raúl González Tuñón lograba con sus escenas de películas mudas. Eran autores que trabajaban con personajes y retomaban una función de extrañamiento, de distanciamiento para la poesía. Y este es, me parece, un procedimiento muy vinculado a la despersonalización. Curiosamente, hay allí -en Girondo, en Tuñón- personas en el sentido clásico del término: máscaras. Entre esos recursos de farsantes y la posición de severa prescindencia, religiosa y taoísta que asume Girri, me parece que existe un puente. Ninguno de ellos lo hubiese recorrido ni tenía por qué hacerlo. Hubiesen cometido casi una traición a sus objetivos de haberlo intentado. Y sin embargo, allí está. Si entendemos por impersonalidad el hecho de no reverenciar el propio pathos, el drama propio, el ego, la obra de estos autores es testimonio de un lenguaje menos subjetivista en la literatura argentina. Que abunda en otros ejemplos: la poesía dramática de Joaquín Giannuzzi, que se pliega y repliega en exposiciones de la realidad y reflexiones, o los larguísimos versos -lentas e impersonales raíces acuáticas- de Juan L. Ortiz, para quien el paisaje era un razonamiento manso y continuo.
En fin, el objeto de nuevo. El objeto que tenía su canto antes, mucho antes de que la gente aprendiera a hacer música o a escribir palabras.
Un agregado: recientemente, el poeta Pablo Anadón publicó en la revista Fénix, editada en Córdoba, un polémico artículo sobre la traducción de poesía del que cito este párrafo:
“La hipótesis en cuestión podría ser formulada así: el hecho de que las versiones de la poesía del siglo XX, de distintas lenguas, hayan privilegiado tal criterio literal y arrítmico ha creado en no pocos lectores, e incluso en poetas argentinos, una imagen distorsionada de la poesía moderna, identificada con ese modelo informal, que lleva a la espontánea contraposición con un modelo de lírica con métrica y rima asociada a una escritura tradicionalista y anticuada. Basta cotejar, en cambio, los textos originales para comprobar que autores tan diversos y decisivos para la escritura moderna, como T. S. Eliot, Wallace Stevens, Robert Lowell, Robert Frost, W. H. Auden, Stephen Spender, Cecil Day Lewis, Paul Eluard, Louis Aragon, Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Umberto Saba, Sandro Penna, Salvatore Quasimodo, Vittorio Sereni, Alfonso Gatto, Cesare Pavese, Rainer María Rilke, George Trakl, Stefan George, Hermann Hesse, Else Lasker-Schüler, Gottfried Benn, Bertolt Brecht, etc., etc., lejos de
ser los poetas anti-musicales que tales traducciones nos presentan, han sido artistas que han trabajado sus versos con un cuidadoso sentido rítmico y métrico, y a menudo con un insistente recurso a las asonancias y las consonancias de la rima.”
(Pablo Anadón, “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina”, revista Fénix, número 20-21, octubre 2006-abril 2007, Córdoba.)
Sobre esto me gustaría señalar lo siguiente: los traductores a los que alude Anadón –se deduce de los nombres de poetas traducidos que él cita-- son principalmente Alberto Girri y Rodolfo Alonso. Ambos, con distintos enfoques, participaban de una época de intensos debates y es posible que hayan adaptado en muchos casos las formas rítmicas del original a ciertos requisitos formales de la poesía contemporánea, a esas violencias formales, a esos énfasis a los que me referí anteriormente. Es posible que en general hayan preferido el verso blanco porque se ceñía más al espíritu vanguardista de los autores traducidos, al menos en la versión al castellano. Estoy casi seguro de que Girri hizo más impersonales de lo que realmente eran a los poetas que tradujo del inglés, mayormente. Esta operación nos sirvió. Tal vez no era necesario para Eliot, por ejemplo, violentar las formas regulares de la poesía anglosajona; para su traducción al castellano, quizá sí fue menester violentar los metros y las rimas regulares castellanos. Esa forma de contar los versos, y la rima, eran asimismo considerados antiguos por los poetas de la escuela de Poesía Buenos Aires a los que estuvo unido Alonso. Hay particularidades ideológicas que tienen que ver con el lenguaje en la poesía en lengua castellana que no tienen tal vez equivalente en la lengua inglesa. En todo caso, Girri eligió los poetas de la vanguardia de lengua inglesa que más se acercaron a una recuperación de los clásicos por la vía de la vanguardia. Pero ni Girri ni Alonso desconocieron que, al menos en el mundo de habla hispana, la nueva sensibilidad tenía que ver con esa revolución de la forma –una de las pocas revoluciones en la forma—que fue la adopción del verso libre, del verso irregular, de distintas formas métricas, del uso de las asonancias y otros recursos para mantener el ritmo.
Jorge Aulicino
Seminario: ¿Qué hace contemporáneo a un poema?
Centro Cultural de España
Buenos Aires, agosto de 2007
CCEBA Archivo
Pase por aquí, saludo la reflexión.
ResponderBorrarCreo que Jorge en su conferencia, como suele suceder con sus escritos, estimula la reflexión crítica para que sigamos construyendo este oficio del mejor modo posible. Así que antes que nada agradezco la publicación de su trabajo, no sólo por su lucidez, sino también porque generó esta “devolución”, donde hago una serie de apuntes provisorios, sobre cuestiones de fondo, que por sus implicancias requerirían desarrollos mayores.
ResponderBorrarA nadie se le ocurriría pedirle a un carpintero que trabaje sin sus herramientas o que use una pinza en lugar de un martillo. Un buen carpintero obtendrá resultados satisfactorios sólo con el uso adecuado de las herramientas. Y el uso adecuado implica conocimiento. Y el conocimiento es algo que se cultiva gradualmente, en una relación íntima entre el lenguaje y el escritor, entre el escritor y la tradición literaria. Me parece imprescindible que los poetas tengan conciencia de las herramientas o las cambien por otras, en caso de que algunas se hubieran vuelto obsoletas o cuando el material a poetizar lo requiera.
El texto presenta tres ideas básicas aparentemente relacionadas entre sí.
La primera idea que comparto hasta en su desarrollo, es la idea de que toda poesía es contemporánea; en ese sentido un poema de Tu Fu, de Brodsky, de Safo o de Lihn, pueden leerse sincrónicamente. Porque finalmente es intrascendente que un poema sea antiguo o moderno. Maestro, Vallejo! Para poder sobrevivir, tiene que convirse en un clásico, en correspondencia con la definición de Ezra Pound: Es clásico por cierta eterna e irreprimible lozanía, a su vez en consonancia con el postulado de Borges: clásico es un libro que las sucesivas generaciones leen con previo fervor y misteriosa lealtad.
¿Durante cuánto tiempo, lo siguen leyendo? Es algo que no sabemos, ni podemos predecir. Sólo podemos hablar de nuestras lecturas, que están acotadas a los imperativos de la época. Estoy hablando, evidentemente, de grandes poetas, porque también existen los poetas menores, que cumplen otras funciones. Aunque no tengan la gloria de los clásicos, también a ellos se les puede aplicar la máxima formal. Cuanto más atención presten a la forma, cuanto más conscientes se vuevan del manejo de la lengua, mejor será el resultado y más posibilidades tendrán de perdurar. El centro de irradiación del poema es siempre el lenguaje. No una idea. No un sentimiento. No un objeto. No la pertenencia a una determinada estética. Sólo el lenguaje en estado de gracia.
No estoy tan seguro de la afirmación: Al poema no lo hacen contemporáneo las innovaciones en el contenido. Al poema lo hacen contemporáneo los empeños por mantenerlo en forma. Los contenidos no cambian; los poetas escriben siempre más o menos sobre los mismos temas; pero esto no significa que el contenido sea menos importante que la forma. Tal vez podamos decir que la forma del poema es el contenido, también. Quien dirime esta cuestión de un modo satisfactorio es el venezolano Juan Calzadilla, que habla de la forma en que decimos lo que decimos. Si no tenemos nada para decir, no podemos escribir un poema y si no sabemos cómo decirlo, tampoco. Esto es lo que importa, más allá de la trajinada cuestión del fondo y la forma.
Pero sin duda: El siglo XX fue significó un viraje hacia la técnica del poema, un reflexionar dentro del poema sobre la poesía , una apuesta formal sin precedentes en la historia de la literatura. Y seguimos en ese punto. Y aquí Aulicino sostiene la idea inicial con otra no menos brillante: Un poema, un buen poema, un gran poema, un poema genial, sólo existe como tal si es contemporáneo y lo será si recupera la forma ; si no, está condenado al olvido. Esta expresión recuperación de la forma, indicaría a mi juicio que la poesía está perdiendo el centro, que es la conciencia de los materiales, el trabajo sobre los recursos, sobre la estructura de los versos.
(Aclaración: A partir de ahora y para simplificar voy a utilizar algunas clasificaciones estéticas, pero con la salvedad que lo hago sólo a título orientativo, como una manera de definir rápidamente un procedimiento formal , con la certeza de que la mayoría de los poetas nunca están del todo contenidos por las escuelas o movimientos a los que pertenecieron o fueron vinculados por la crítica)
La segunda idea derivada de la anterior, es la teoría del carácter impersonal del canto, el extrañamiento, el distanciamiento, las máscaras, la sustitución del yo por el objeto. Aulicino afirma que la impersonalidad es la única forma de mantener el poema en forma. Idea que en principio se relaciona con Eliot y, por extensión, con el objetivismo, que Williams inventó probablemente influido por los puntos enunciados por Richard Aldington en el manifiesto del movimiento imagista (o imaginista); y por el famoso trío: fanopeia, melopeia y logopeia, las tres maneras de escribir poesía que, según Pound, permiten cargar el lenguaje con el grado máximo de sentido .
Son conocidos los argumentos de Eliot a favor de la despersonalización del poeta, de la disolución del yo, fundamentados en la teoría del correlato objetivo. La única forma de expresar emoción en forma de arte –sostiene Eliot- es encontrando un “correlato objetivo”; en otras palabras, en un conjunto de objetos, una situación, una cadena de sucesos que serán la fórmula de esa emoción particular, así que cuando se dan los hechos externos. Que deben terminar en experiencia sensorial, se evoca inmediatamente la emoción”.
Sin embargo, como se puede ver aquí Eliot no se diferencia demasiado de William Wordsworth, cuando define la poesía como la emoción recordada en momentos de tranquilidad. Un ejemplo:
Así recé; y ella, tan lejana
que apareció, sonrió y me miró de nuevo
para después volverse a la fuente eterna.
Se trata de uno de los tercetos del Dante y de su amor platónico por Beatrice en El Paraíso. Se trata de un clásico. Que también es un lírico. Sí, Jorge: La influencia del romanticismo aún se mantiene. Y no me parece mal que así sea. Y si bien ya no es legítimo escribir un poema de amor como los que escribía Bécquer; no sé si es posible escribir un poema de amor fuera del lirismo.
Entonces, habría que diferenciar entre una poesía que todavía propone el “yo lírico” y se funda en sentimientos (o emociones) genuinos, en el “aura” (ya descripta por Benjamin), en epifanías o simbolismos, de otra, que cae en la efusión sentimental, en la hipérbole y en la retórica. Por otra parte, habría que deslindar El “yo” que aparece en la poesía neorromántica, del “yo” lírico, que -en su punto más alto- es el yo de la especie, como sucede en Juan L. Ortiz , en los Poemas Humanos de Vallejo o en la poesía mística. Muchos poemas de Wilcock, de Pasolini, de Ungaretti, de Hölderlin, de Rilke, de Eluard, de Michaux, de Pizarnik, de Czeslaw Milosz, de Madariaga, de Ashbery, de Lezama Lima siguen siendo actuales y no creo que sean menos contemporáneos que los poemas de Girri o Williams, dos poetas que ilustran la estética dominante que defiende Aulicino. Y a la que yo mismo adhiero fervorosamente. Pero no me parece necesario adoptar una actitud programática al respecto, ni sostenerla como la única vía válida para la poesía moderna y, menos aún, para toda la poesía. Hay muchos poetas actuales que están fuera de la impersonalidad y dentro del subjetivismo, otros oscilan entre una poesía del ser y una poesía de la percepción y no por eso se han vuelto anacrónicos. Pueden no estar dentro del sistema de lecturas que se propician en este momento, y mucho menos dentro del tipo de escritura que se practica actualmente; de hecho, muchos de ellos no cumplen con algunos de los valores que ahora nos parecen insustituibles: La contención, la precisión, la brevedad, la concentración expresiva, la intensidad. Y, a veces, aunque se ajustan a estos postulados, su escritura sigue siendo subjetiva incluso sin ser lírica.
Hablar de la impersonalidad acentuada del canto como nota dominante de la poesía del Siglo XX, me parece exacto sólo en algunos casos, como en la poesía china y japonesa, en Francis Ponge y en Eliot, naturalmente. Pero ya referentes como Ezra Pound, que en teoría liquidó el romanticismo, escribió poemas como Elogio de Isolda (a propósito del canto); el alguna vez hermético Montale, los poemas de Xenia; y William Carlos Williams, otros, como El asfódelo, todos de un tono eminentemente lírico.
Y la tercera idea se refiere a las traducciones y al efecto que produjeron sobre la poesía argentina y aquí vuelvo a estar totalmente de acuerdo con Aulicino, también en sus conclusiones respecto del efecto Girri (más las traducciones de E.L.Revol), del inglés; a las que podríamos agregar las de Rodolfo Modern, del alemán; las de Santiago Kovadloff, del portugués; las de Horacio Armani, del italiano, entre otras; sin ninguna duda esas traducciones contribuyeron a nuestra formación como poetas.
Hay un punto en que la vanguardia y el neoclasicismo se tocan: se van a los extremos y construyen o repiten formas que con el tiempo terminan cristalizándose. Diferenciemos: Una cosa es la revolución de las formas heredadas: Whitman, Vallejo, Pessoa, Williams, Larkin, Montale, Ponge, poetas por los cuales la lengua cambia, como cambió en nuestro país después de la prosa de Borges, la poesía de Ortiz, Girondo, Giannuzzi o Lamborghini; autores todos que, si bien no podemos adscribir a un movimiento de vanguardia específico, resultan con el tiempo, mucho más vanguardistas (en el sentido etimológico del término) e influyentes que los representantes ortodoxos de la vanguardia y sus manifiestos: Bretón, Tzará, Marinetti, Huidobro, Haroldo de Campos, Cansino Asséns, cuyos textos han envejecido, salvo excepciones, como han envejecido las obras de Lugones, Barbieri, Álvarez, Bernárdez, Pellegrini y, en general, para volver a nuestro país, la estética del neorromanticismo del 40’, y la de sus epígonos, que curiosamente, mantienen las formas métricas regulares y por eso mismo, terminan siendo neoclásicos. Algunos escribieron buenos poemas, como el citado Pablo Anadón, pero la “música” que este le reclama a los poetas traducidos por Girri , sólo está dentro de su cabeza y tiene que ver con la defensa de su propio territorio. Porque creo que la “música” es lo único verdaderamente intraducible a otra lengua. Por la sencilla razón de que cada lengua tiene su música propia. Y mucho más intraducible, “la música clásica”como la entiende Anadón, es decir la concepción del ritmo basado en la acentuación de la métrica regular y no en lo que el filósofo griego Cornelius Castoriadis llama “la música del sentido”, partiendo de una concepción muy original para la traducción de poetas y prosistas…clásicos, paradógicamente (Safo, Heródoto, Sófocles, Shakespeare). Y me permito citar aquí un texto que escribí hace un tiempo: “El ritmo del verso no surge siempre de la métrica, es decir, de los acentos y el material fónico de la lengua. Sin embargo, la creencia en una métrica con una musicalidad que sostuviera todo el sentido del verso se mantuvo en la poesía occidental desde el Renacimiento hasta el Simbolismo francés, el Modernismo español y el prerrafaelismo inglés. En buena parte de la poesía contemporánea, el ritmo ha dejado la música del verso para pasar a ser la música del sentido. Esta es la perspectiva de Cornelius Castoriadis, cuando señala que hay una armonía del sentido, porque hay armónicos en la significación de las palabras. Podemos considerar como armónicos de una palabra, todo lo que cada palabra hace resonar. Una palabra es lo que es en virtud de todos sus armónicos, sus resonancias y consonancias .”(*)
No sé si Anadón conoce el prólogo que escribió Marcelo Cohen, en 1989, para su traducción de “Ventanas altas”, el último libro de Larkin. Pero es muy enriquecedor. Entre otras cosas, señala : “… Nuevas cadencias, nuevos escorzos gramaticales, neologismos procedentes del inglés, el francés, el portugués o el italiano han servido a menudo para dar al castellano repentinas amplitudes de expresión. Si un idioma y su literatura son fuertes, no tienen por qué temer a los advenedizos: la endogamia puede destruir una lengua; los cruces la enriquecen, como se comprobará echando un vistazo a la historia de cualquier literatura importante. Las traducciones son, entre otras cosas, vehículos para el contrabando de formas de decir y miradas sobre el mundo(**), dos mercancías que, desde luego, no pueden deslindarse”. También yo pertenezco a la generación de Anadón y como Aulicino creo que a muchos poetas de nuestra generación, también los influyó la poesía traducida del inglés y reinventada en beneficio de un castellano más despojado, menos altisonante y celebratorio, más cercana a la música del hueso. Ojalá que este poeta y eximio traductor del italiano y los de su círculo, puedan leer la otra entrada de este blog respecto de esta cuestión: ACERCA DE LA TRADUCCIÓN COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES EN LA CONSOLIDACIÓN DE UNA POÉTICA DEL IDIOMA. Así, por lo menos, tal vez comprenda que no hay una sola manera de hacer poesía, la que uno practica y propicia a través de sus traducciones, sino tantas quizá, como almas humanas.
La conciencia de la forma, que se había despertado de un modo inusual en el siglo XX, requería algo más que “buenos sentimientos”, a la hora de escribir, algo más que ajustarse a estructuras rítimicas regulares que como dice Levertov, ya no representaban “el ritmo de la época”. Por eso el pasaje del verso medido, al verso libre. Por eso, el pasaje de los versos métricos a los versos amétricos. Por eso, el pasaje de la lírica a la prosa poética, que no tiene por qué ser menos “musical” que la clásica: se trata de otros sonidos, de otro canto, de otra música.
Girri y Saer son dos autores que coincidieron en un punto: Una de las maneras de oxigenar la litertura argentina, de quitarles el lastre de la retórica española y francesa, era cambiar el eje de la tradición; incorporar la tradición inglesa, o acercarse a ella, al menos –operación que ya había hecho el Borges prosista- y diluír los límites entre los géneros, entre poesía, narrativa y ensayo; la vía de Saer. Y la otra vía –la de Girri- fue por medio de las traducciones de poesía en lengua inglesa, y de su misma escritura, seca y despojada, sin sujeto, sólo su percepción dentro del texto. Gracias a Girri y a su versión de La Tierra Yerma, pude leer La divina comedia, sólo una de las tantas alegrías que me deparó la literatura como lector.
Y termino con una cita (otra más!) de Eliot, de 1921:
“…sin dejar de serlo la poesía está siempre luchando por apropiarse cada vez más de lo que hay en la prosa, por tomar algo más de la vida y convertirlo en “juego”…el verdadero fracaso de la mayor parte de la poesía contemporánea es su incapacidad para extraer algo nuevo de la vida y llevarlo al arte.”
(*) Figuras de lo pensable, Notas sobre algunos recursos de la poesía, F.C. E., 2001
(**) Las negritas son mías.
Marcelo Leites
Concordia, octubre de 2008