No logró acostumbrarse a ninguna lengua extraña.
Se desplazó por capitales de importancia
bebió interminables tazas de café, ensayó diálogos
con extraños cercanos a su mesa, ascendió a la torre de varias catedrales
-desde allí vio el trazado medieval de muchas calles-,
pretendió descifrar tapices, se interesó en la teoría de la información
pero no logró ningún contacto interesante.
Sólo conversaciones acerca de flores en una lengua borrosa
recetas de botica, preguntas por el tiempo,
citas a destiempo con extranjeras recién conocidas,
paseos por la orilla del lago de Zurich con un frío que calaba los huesos,
los cabellos largos, las cinturas lo apasionaban, pero eran frías,
parecían hechas de mármol o eran maniquíes sedosos
expertos en abrir las piernas con medias que llegaban hasta la cintura.
Caminó por el jardín de Luxemburgo
-allí fue capaz de enumerar una a una las estatudas-,
le parecía que las calles cambiaban de nombre
tan pronto las abandonaba.
Ruido interminable de botellas de cerveza, borracheras espantosas para su misión,
películas en que las imágenes escapaban de sus ojos
como los presuntos sospechosos en las esquinas de los bulevares:
maquinarias de arte incomprensibles -mensajes vacíos que proclamaban el vacío-
centros de acción en forma de espiral donde pequeños toques de corneta
mantenían al margen de la voluntad,
fornicaciones no disfrutadas, operetas, idas y venidas en diversos metros
y un recuerdo permanente de la patria con que no se lograba cumplir.
Federico Schopf (Osorno, Chile, 1940), revista Trilce, año VI, tomos II y III, n° 15-16, pp. 25 y 26, Valdivia, febrero-agosto de 1969
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