para Grace Bulmer Bowers
Desde provincias estrechas
de pescado y pan y té,
hogar de las mareas largas
donde la bahía deja el mar
dos veces al día y toma
los largos recorridos de los arenques,
adonde si el río
entra o se retira
en una pared de espuma marrón
depende de si encuentra
a la bahía entrando,
a la bahía fuera de su lugar;
donde, enarenado de rojo
a veces el sol se pone
mirando hacia un mar rojo,
y otros, veteando el lavanda
llano, barro fértil
en corrientes encendidas;
sobre rojas calles arenosas
por hileras de arces de azúcar,
pasando casas de campo
y prolijas, iglesias de madera,
blanqueadas, surcadas como almejas,
pasados un par de abedules gemelos plateados,
a través de la tarde noche
un colectivo viaja hacia el oeste,
el parabrisas destella rosa,
un rosa rebotando del metal,
cepillando el flanco abollado
del esmalte azul, destartalado;
por hondonadas, se eleva
y espera, paciente,
mientras un viajero solo
da besos y abrazos
a siete familiares
y un collie supervisa.
Adiós a los olmos,
a la granja, al perro.
El colectivo arranca. La luz
se intensifica; la niebla,
movediza, salada, tenue,
viene cerrándose.
Sus cristales redondos, fríos
se forman y deslizan y asientan
en las plumas blancas de las gallinas,
en repollos grises vidriosos,
sobre rosas de repollos
y lupinos como apóstoles;
las dulces arvejas se adhieren
a su blanca fibra húmeda
sobre los cercados blanqueados;
se arrastran los abejorros
dentro de las campanitas,
y la noche comienza.
Una parada en Bass River.
Luego las economías:
baja, media, alta;
cinco islas, cinco casas,
donde una mujer sacude un mantel
después de la cena.
Un parpadeo pálido. Pasó.
El pantano de Tantramar
y el aroma salado del heno.
Un puente de acero tiembla
y un tablón suelto cruje
pero no cede el paso.
A la izquierda, una luz roja
nada a través de la oscuridad:
la linterna del puerto de un barco.
Aparecen dos botas de goma,
iluminadas, solemnes.
Un perro ladra una vez.
Sube una mujer
con dos bolsas del mercado,
enérgica, pecosa, mayor.
“Una noche espléndida. Sí, señor,
todo el camino hacia Boston.”
Nos mira amigablemente.
Luz de luna mientras entramos
a los bosques de Nueva Brunswick,
peludos, rasposos, fragmentados;
luz de luna y bruma
atrapadas en ellos como lana de oveja
sobre arbustos en una pradera.
Los pasajeros se recuestan en sus asientos.
Ronquidos. Algunos largos suspiros.
Una divagación ensoñadora
comienza en la noche,
una apacible, auditiva,
lenta alucinación…
Entre ruidos y crujidos,
una vieja conversación
que no nos concierne,
pero que reconocemos, en algún lugar,
desde el fondo del colectivo:
voces de abuelos
ininterrumpidamente
hablando, eternamente:
nombres que se mencionan,
cosas finalmente esclarecidas;
lo que él dijo, lo que ella dijo,
quién consiguió la pensión;
muertes, muertes y enfermedades;
el año en el que volvió a casarse;
el año (en que algo) pasó.
Murió dando a luz.
Ese fue el hijo perdido
cuando la barcaza naufragó.
Empezó a tomar. Sí.
Ella empezó a caer.
Cuando Amos empezó a rezar
hasta en el almacén y
finalmente la familia
tuvo que encerrarlo.
“Sí…” ese peculiar
afirmativo. “Sí…”
Una respiración contenida,
mitad gemido, mitad aceptación,
que significa “La vida es así.
Lo sabemos (también la muerte).”
Hablando como hablaban
en la vieja cama de plumas,
en paz, una y otra vez,
luz de lámpara tenue en el pasillo,
por la cocina, el perro
escondido en su manta.
Ahora, está todo bien ahora
incluso para dormirse
así como en todas esas noches.
De repente el colectivero
frena con un sacudón,
apaga las luces.
Un alce ha salido
del bosque impenetrable
y está parado ahí, se asoma en realidad,
en la mitad de la calle.
Se aproxima; olfatea
el capó caliente del colectivo.
Imponente, sin cornamenta,
alto como una iglesia,
doméstico como una casa
(o seguro como las casas).
La voz de un hombre nos asegura
“Perfectamente inofensivo…”
Algunos de los pasajeros
exclaman en susurros,
como niños, suavemente,
“Realmente son grandes criaturas.”
“Es tremendamente liso”
“Mirá! Es hembra!”
Tomándose su tiempo,
examina el colectivo,
grandioso, de otro mundo.
¿Por qué, por qué sentimos
(todos sentimos) esta dulce
sensación de alegría?
“Curiosas criaturas,”
dice nuestro tranquilo conductor,
haciendo rodar sus erres.
“Miren eso, por favor.”
Después pone un cambio.
Por un momento más,
estirándose hacia atrás,
se puede ver al alce
sobre el pavimento iluminado por la luna
luego aparece un vago
olor a alce, un agrio
olor a gasolina.
Elizabeth Bishop (Worcester, Estados Unidos, 1911 - Boston, Estados Unidos, 1979) [The New Yorker, 15 de julio de 1972, p. 27]. Op. Cit., 21 de septiembre de 2016
Versión de Laura Crespi
Otra Iglesia Es Imposible - Story Web - Poetry Foundation - Elite Skills - Poems - ABC, España - Op. Cit - De Sibilas y Pitias - Emma Gunst - Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) - Círculo de Poesía - Lexia - Eterna Cadencia
The Moose
For Grace Bulmer Bowers
From narrow provinces
of fish and bread and tea,
home of the long tides
where the bay leaves the sea
trice a day and takes
the herrings long rides,
where if the river
enters or retretas
in a wall of brown foam
depends on if it meets
the bay coming in,
the bay not at home;
where, silted red,
sometimoes the sun sets
facing a red sea,
and others, veins the flats’
lavender, rich mud
in burning rivulets;
on red, gravelly roads,
down rows of sugar maples,
past clapboard farmhouses
and neat, clapboard churches,
bleached, ridged as clamshells,
past twin silver birches,
through late afternoon
a bus journeys west,
the windshield flashing pink,
pink glancing off of metal,
brushing the dented flank
of blue, beat-up enamel;
down hollows, up rises,
and waits, patient, while
a lone traveller gives
kisses and embraces
to seven relatives
and a collie supervises.
Goodbye to the elms,
to the farm, to the dog.
The bus starts. The light
grows richer; the fog,
shifting, salty, thin,
comes closing in.
Its cold, round crystals
form and slide and settle
in the white hens’ feathers,
in gray glazed cabbages,
on the cabbage roses
and lupins like apostles;
the sweet peas cling
to their wet white string
on the whitewashed fences;
bumblebees creep
inside the foxgloves,
and evening commences.
One stop at Bass River.
Then the Economies
Lower, Middle, Upper;
Five Islands, Five Houses,
where a woman shakes a tablecloth
out after supper.
A pale flickering. Gone.
The Tantramar marshes
and the smell of salt hay.
An iron bridge trembles
and a loose plank rattles
but doesn’t give way.
On the left, a red light
swims through the dark:
a ship’s port lantern.
Two rubber boots show,
illuminated, solemn.
A dog gives one bark.
A woman climbs in
with two market bags,
brisk, freckled, elderly.
«A grand night. Yes, sir,
all the way to Boston.»
She regards us amicably.
Moonlight as we enter
the New Brunswick woods,
hairy, scratchy, splintery;
moonlight and mist
caught in them like lamb’s wool
on bushes in a pasture.
The passengers lie back.
Snores. Some long sighs.
A dreamy divagation
begins in the night,
a gentle, auditory,
slow hallucination. . . .
In the creakings and noises,
an old conversation
–not concerning us,
but recognizable, somewhere,
back in the bus:
Grandparents’ voices
uninterruptedly
talking, in Eternity:
names being mentioned,
things cleared up finally;
what he said, what she said,
who got pensioned;
deaths, deaths and sicknesses;
the year he remarried;
the year (something) happened.
She died in childbirth.
That was the son lost
when the schooner foundered.
He took to drink. Yes.
She went to the bad.
When Amos began to pray
even in the store and
finally the family had
to put him away.
«Yes . . .» that peculiar
affirmative. «Yes . . .»
A sharp, indrawn breath,
half groan, half acceptance,
that means «Life’s like that.
We know it (also death).»
Talking the way they talked
in the old featherbed,
peacefully, on and on,
dim lamplight in the hall,
down in the kitchen, the dog
tucked in her shawl.
Now, it’s all right now
even to fall asleep
just as on all those nights.
–Suddenly the bus driver
stops with a jolt,
turns off his lights.
A moose has come out of
the impenetrable wood
and stands there, looms, rather,
in the middle of the road.
It approaches; it sniffs at
the bus’s hot hood.
Towering, antlerless,
high as a church,
homely as a house
(or, safe as houses).
A man’s voice assures us
«Perfectly harmless. . . .»
Some of the passengers
exclaim in whispers,
childishly, softly,
«Sure are big creatures.»
«It’s awful plain.»
«Look! It’s a she!»
Taking her time,
she looks the bus over,
grand, otherworldly.
Why, why do we feel
(we all feel) this sweet
sensation of joy?
«Curious creatures,»
says our quiet driver,
rolling his r’s.
«Look at that, would you.»
Then he shifts gears.
For a moment longer,
by craning backward,
the moose can be seen
on the moonlit macadam;
then there’s a dim
smell of moose, an acrid
smell of gasoline.
Poets, The Complete Poems 1927-1979 by Elizabeth Bishop, Farrar, Straus & Giroux, Inc. Copyright
© 1979, 1983 by Alice Helen Methfess
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