Para un mordisco
Propio camaleón de otros cielos mejores,
a cada nueva aurora mudaba de colores.
Así es que prefiera a su rubor primero
el tizne que el oficio deja en el carbonero.
Quiero decir (me explico): la mudanza fue tal,
que iba del rojo al negro lo mismo que Stendhal.
Luego, un temblor de púrpura casi cardenalicio
(que viene a ser también el tizne de otro oficio)
se quebró en malva y oro con bandas boreales,
que ni el disco de Newton exhibe otras iguales.
Es muy de Juan Ramón esto de malvas y oros,
o del traje de luces de un matador de toros.
Y no sé si atreverme, en cosa tan sencilla,
a decir que hubo una “primavera amarilla”,
con unas vetas verdes, con unos jaspes grises
en olas circunflejas como en el mar de Ulises.
¡Ulises yo, que apenas de Caribdis a Escila
-de un vértice a un escollo- saciaba la pupila!
Porque como es efímero todo lo que es anhelo,
el color se evapora y otra vez sube al cielo,
y ya sabemos que poco a poco se va
aun la marca de fuego de la infidelidá.
Y se acabó la historia. –Tal era la mordida
que lucía en el anca mi querida.
Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959), Una ventana inmensa. Antología poética, edición a cargo de Gerardo Deniz, Editorial Vuelta, México, 1993
Foto: Reyes, 1949 internet
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