El otro día estuve en el Mausoleo de los Poetas.
Quería comunicarme con Dante y con Petrarca
para consultarlos sobre el amor,
porque es evidente que todo poeta que persiste
está poseído de amor extremo.
No pude llegar a ellos
porque entre las columnas del atrio
Horacio me presentó a Tirteo,
el bélico poeta espartano.
La charla de Horacio fue amena,
pero a mí los ojos se me iban hacia Dante, Virgilio
y Leopardi que se espantaba las moscas
con un ramo florido de retama.
Hubiese querido llegarme a Giacomo para expresarle:
"Querido Leo, he llorado por la ternura de tus versos
y por tu angélica desgracia física:
la retama del patio de mi casa aroma de amor por ti".
De Dante quería tener, además,
su opinión sobre las cintas de Fellini,
de potentes contrastes como su Comedia.
Pero cuando Horacio terminaba de hablarme
del árbol que cayó a punto de matarlo
y de su dorada medianía,
el portero vino a cerrar el Mausoleo.
*
Como Virgilio,
yo también amo a los pastores
con la diferencia de que,
dos mil años después del Mantuano,
encontré en un verde prado
un pastor reclinado en un tronco
tocando su armónica,
mientras pastaban las ovejas.
El fondo del paisaje lo cerraba
una montaña azul, que hacía
un cuadro eglógico perfecto:
sólo me faltaba dialogar con el pastor.
Desde el alambrado lo llamé
levantando mi brazo
y él con el suyo me hizo un corte obsceno,
que me dejó como estúpido y mascando
las contradicciones de la vida y el arte,
el sexo y el amor.
Francisco Gandolfo (Hernando, Argentina, 1921-Rosario, Argentina, 2008), El búho encantado, Editorial Interzona, Buenos Aires, 2005
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