Cayó en desuso jugar a los Sims, esas mascotas humanas a las que había que alimentar y vestir, empujarlas a besarse y engendrar y, sobre todo, cuidar que no perecieran mordidas por un hamster o fueran acosadas por fantasmas de muertos a los que no se llora. La maravillosa melodía de ese juego donde la desgracia asumía la forma del ridículo, como en muchas vidas sin riesgo, estaba compuesta por los sonidos del audio y los del televisor que los Sims no se tomaban la molestía de apagar ni parecía que los molestaran, mientras permanecieran en otra habitación. Y si uno había elegido que su Sim fuera melómano, la música clásica era intercalada por los pitidos rítmicos del horno a microondas y las fascinantes charlas sin sustancia con el vecino. Esa vida estaba instalada en la cima de una ola de civilización. Los horizontes se habían esfumado. No se veía fin de la historia, pero tampoco principio. La muerte individual cedía ante la eternidad de la especie. Los Sims fueron una obra maestra del arte occidental, postrera, difunta antes de nacer; uterina. Como el vasto Occidente iluminado por el Mediodía y oscurecido mecánicamente por una sucesión de eclipses que no son el día y la noche.
Gustav Who, Apuntes en la popa del milenio, Bilbao, 1997.
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