miércoles, noviembre 02, 2022

Cesare Pavese / El hijo de la viuda




El hijo de la viuda

Todo puede ocurrir en la oscura hostería,
puede ocurrir que, afuera, haya un cielo estrellado,
más allá de la niebla otoñal y del mosto.
Puede ocurrir que lleguen desde la colina
enronquecidas canciones sobre las eras desiertas
y que regrese imprevista bajo el cielo desde entonces
la mujercita sentada en espera del día.

Volverían, alrededor de la mujer, los aldeanos
de escasas palabras, en espera del sol
y del pálido gesto de ella, arremangados
hasta el codo, inclinados, mirando la tierra.
A la voz del grillo se unirían el estrépito de la piedra
de afilar sobre el fierro y un suspiro más ronco.
Callarían el viento y los rumores de la noche.
La mujercita sentada hablaría con ira.

Trabajando, los aldeanos se vuelven a encorvar a lo lejos,
la mujercita se ha quedado sobre la era y los sigue
con la mirada, apoyada en la cepa, abatida
por el gran vientre maduro. Sobre el rostro consumido
tiene una amarga sonrisa impaciente, y una voz
que no alcanza a los aldeanos le sube a la garganta.
Bate el sol sobre la era y sobre los ojos enrojecidos
parpadeantes. Una nube purpúrea vela el rastrojo
sembrado de haces amarillos. La mujer,
vacilando, la mano sobre el regazo, entra a la casa.

Mujeres corren con impaciencia por los cuartos vacíos
gobernadas por la seña y los ojos que, solos,
desde el lecho las siguen. La gran ventana
que contiene colinas y viñas y el gran cielo,
emite un zumbido débil que es el trabajo de todos.
La mujercita de rostro pálido ha apretado los labios
por las punzadas del vientre, y se tensa escuchando,
impaciente. Las mujeres la sirven, prontas.

Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908-Turín, 1950), Trabajar cansa. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Griselda García Editora, Del Dock, Cartografías, Buenos Aires, 2018
Versión de Jorge Aulicino


Foto: Cesare Pavese, probablemente en la Langas, en el Piamonte, en los años '40 L'Indiependente

Il figlio della vedova

Può accadere ogni cosa nella bruna osteria,
può accadere che fuori sia un cielo di stelle,
al di là della nebbia autunnale e del mosto.
Può accadere che cantino della collina
le arrochite canzoni sulle aie deserte
e che torni improvissa sotto il cielo d'allora
la donnetta seduta in attesa del giorno.

Tornerebbero intorno alla donna i villani
dalle scarne parole, in attesa del sole
e del pallido cenno di lei, rimboccati
fino al gomito, chini a fissare la terra.
Alla voce del grillo si unirebbe il frastuono
della cote sul ferro e un più rauco sospiro.
Tacerebbero il vento e i brusii della notte.
La donnetta seduta parlerebbe con ira.

Lavorando i villani ricurvi lontano,
la donnetta è rimasta sull'aia e li segue
con lo sguardo, poggiata allo stipete, affranta
del gran ventre maturo. Sul volto, consunto
ha un amaro sorriso impaziente, e una voce
che non giunge ai villani le solleva la gola.
Batte il sole sull'aia e sugli occhi arrosati
ammiccanti. Una nube purpurea vela la stoppia
seminata di gialli covoni. La donna
vacilando, la mano sul gembro, entra in casa.

Donne corrono con impazienza le stanze deserte
comandate dal cenno e dall'occhio che, soli,
di sul letto le seguono. La grande finestra
che contiene colline e filari e il gran cielo,
manda un fioco ronzio che è il lavoro di tutti.
La donnetta dal pallido viso ha serrate le labbra
alle fitte del ventre e si tende en ascolto
impaziente. Le donne la servono, pronte.

Poesie, Mondadori, 1969

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