El llanto de la excavadora
IV
Me aprieta contra su vieja pelambre
que perfuma a bosque, y me pone
el hocico con sus colmillos de verraco,
o errante oso de aliento de rosa,
sobre la boca: y a mi alrededor el cuarto
es un calvero, la colcha corroída
por los últimos sudores juveniles danza
como una nube de polen... Y de hecho
voy por un camino que avanza
entre los primeros prados primaverales,
desleídos en una luz de paraíso...
Transportado por la onda de los pasos,
esta que dejo a mis espaldas, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: "¡Viva
México!" está escrito en cal o grabado
sobre ruinas de templos, tapias en las esquinas,
decrépitas, ligeras como hueso, en los confines
de un ardiente cielo sin un escalofrío.
He allí, en la cima de una colina
entre las ondulaciones, mezcladas con las nubes,
de una vieja cadena apenínica,
la ciudad, medio vacía, aunque es la hora
de la mañana en que van las mujeres
al mercado, o vespertina, que dora
a los chicos que corren hacia las madres
en los patios de la escuela.
De un gran silencio son las calles invadidas:
se pierden inconexos los empedrados,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo,
y dos largos cordones de piedra
corren a lo largo, pulidos y apagados.
Alguien, en ese silencio, se mueve:
alguna vieja, algún muchachito
perdido en sus pequeños juegos, allá donde
los portales de un dulce Mil Quinientos
se abren serenos, o un abrevadero
con bestezuelas taraceadas nutre
sobre los bordes la pobre hierba,
en un cruce o rincón olvidado.
Se abre sobre la cima de la colina la yerma
plaza de la comuna, y entre casa
y casa, más allá de una tapia, y el verde
de un gran castaño, se ve
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio que tremola celeste
o apenas pálido... Pero el paseo continúa,
más allá de esa familiar placita
suspendida del cielo apenínico:
se interna entre casas apretadas, desciende
un poco a mitad de la cuesta: y más abajo
-cuando las barrocas casitas merman-,
allí aparece el valle -y el desierto-.
Todavía algún paso más
hacia la curva, donde el camino
va entre desnudos campitos escarpados.
A la izquierda, contra la pendiente,
como si la iglesia se hubiese derrumbado,
se alza atestado de frescos, azules,
rojos, un ábside, cargado de volutas
a lo largo de las cerradas cicatrices
del temblor -del que solo ella,
la caparazón inmensa quedó intacta
para abrirse toda contra el cielo-.
Allí, pasando el valle, el desierto,
comienza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia de dulzura la piel...
Es como los olores que, desde los campos
bañados de frescura o desde las orillas de un río,
soplan sobre la ciudad en los primeros
días del buen tiempo: y tú
no los reconoces, y loco
casi de dolor, buscas entender
si son de fuego encendido sobre escarcha,
o bien de uvas o nísperos perdidos
en algún granero entibiado
por el sol de una estupenda mañana.
Yo grito de alegría, así herido,
en el fondo de los pulmones por el aire
que como una luz o una tibieza
respiro mirando todo el valle.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922 - Ostia, 1975), Le ceneri di Gramsci, 1957
Versión de J. Aulicino
Il pianto della scavatrice
IV
Mi stringe contro il suo vecchio vello, / che profuma di bosco, e mi posa / il muso con le sue zanne di verro // o errante orso dal fiato di rosa, / sulla bocca: e intorno a me la stanza /è una radura, la coltre corrosa // dagli ultimi sudori giovanili, danza / come un velame di pollini... E infatti / cammino per una strada che avanza // tra i primi prati primaverili, sfatti / in una luce di paradiso... / Trasportato dall'onda dei passi, // questa che lascio alle spalle, lieve e misero, / non è la periferia di Roma: "Viva / Mexico!" è scritto a calce o inciso // sui ruderi dei templi, sui muretti ai bivii, / decrepiti, leggeri come osso, ai confini / di un bruciante cielo senza un brivido. // Ecco, in cima a una collina / fra le ondulazioni, miste alle nubi, / di una vecchia catena appenninica, // la città, mezza vuota, benché sia l'ora / della mattina, quando vanno le donne / alla spesa - o del vespro che indora // i bambini che corrono con le mamme / fuori dai cortili della scuola. /Da un gran silenzio le strade sono invase: // si perdono i selciati un po' sconnessi, / vecchi come il tempo, grigi come il tempo, / e due lunghi listoni di pietra // corrono lungo le strade, lucidi e spenti. / Qualcuno, in quel silenzio, si muove: / qualche vecchia, qualche ragazzetto // perduto nei suoi giuochi, dove / i portali di un dolce Cinquecento / s'aprano sereni, o un pozzetto // con bestioline intarsiate sui bordi / posi sopra la povera erba, / in qualche bivio o canto dimenticato. // Si apre sulla cima del colle l'erma / piazza del comune, e fra casa / e casa, oltre un muretto, e il verde // d'un grande castagno, si vede / lo spazio della valle: ma non la valle. / Uno spazio che tremola celeste // o appena cereo... Ma il Corso continua, / oltre quella familiare piazzetta / sospesa nel cielo appenninico: // s'interna fra case più strette, scende / un po' a mezza costa: e più in basso / - quando le barocche casette diradano // ecco apparire la valle - e il deserto. / Ancora solo qualche passo / verso la svolta, dove la strada // è già tra nudi praticelli erti / e ricciuti. A manca, contro il pendio, / quasi fosse crollata la chiesa, // si alza gremita di affreschi, azzurri, / rossi, un'abside, pesta di volute / lungo le cancellate cicatrici // del crollo - da cui soltanto essa, / l'immensa conchiglia, sia rimasta / a spalancarsi contro il cielo. // È lì, da oltre la valle, dal deserto, / che prende a soffiare un'aria, lieve, disperata, / che incendia la pelle di dolcezza... // È come quegli odori che, dai campi / bagnati di fresco, o dalle rive di un fiume, / soffiano sulla città nei primi // giorni di bel tempo: e tu / non li riconosci, ma impazzito / quasi di rimpianto, cerchi di capire // se siano di un fuoco acceso sulla brina, / oppure di uve o nespole perdute / in qualche granaio intiepidito // dal sole della stupenda mattina. / Io grido di gioia, così ferito / in fondo ai polmoni da quell'aria // che come un tepore o una luce / respiro guardando la vallata
IV
Me aprieta contra su vieja pelambre
que perfuma a bosque, y me pone
el hocico con sus colmillos de verraco,
o errante oso de aliento de rosa,
sobre la boca: y a mi alrededor el cuarto
es un calvero, la colcha corroída
por los últimos sudores juveniles danza
como una nube de polen... Y de hecho
voy por un camino que avanza
entre los primeros prados primaverales,
desleídos en una luz de paraíso...
Transportado por la onda de los pasos,
esta que dejo a mis espaldas, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: "¡Viva
México!" está escrito en cal o grabado
sobre ruinas de templos, tapias en las esquinas,
decrépitas, ligeras como hueso, en los confines
de un ardiente cielo sin un escalofrío.
He allí, en la cima de una colina
entre las ondulaciones, mezcladas con las nubes,
de una vieja cadena apenínica,
la ciudad, medio vacía, aunque es la hora
de la mañana en que van las mujeres
al mercado, o vespertina, que dora
a los chicos que corren hacia las madres
en los patios de la escuela.
De un gran silencio son las calles invadidas:
se pierden inconexos los empedrados,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo,
y dos largos cordones de piedra
corren a lo largo, pulidos y apagados.
Alguien, en ese silencio, se mueve:
alguna vieja, algún muchachito
perdido en sus pequeños juegos, allá donde
los portales de un dulce Mil Quinientos
se abren serenos, o un abrevadero
con bestezuelas taraceadas nutre
sobre los bordes la pobre hierba,
en un cruce o rincón olvidado.
Se abre sobre la cima de la colina la yerma
plaza de la comuna, y entre casa
y casa, más allá de una tapia, y el verde
de un gran castaño, se ve
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio que tremola celeste
o apenas pálido... Pero el paseo continúa,
más allá de esa familiar placita
suspendida del cielo apenínico:
se interna entre casas apretadas, desciende
un poco a mitad de la cuesta: y más abajo
-cuando las barrocas casitas merman-,
allí aparece el valle -y el desierto-.
Todavía algún paso más
hacia la curva, donde el camino
va entre desnudos campitos escarpados.
A la izquierda, contra la pendiente,
como si la iglesia se hubiese derrumbado,
se alza atestado de frescos, azules,
rojos, un ábside, cargado de volutas
a lo largo de las cerradas cicatrices
del temblor -del que solo ella,
la caparazón inmensa quedó intacta
para abrirse toda contra el cielo-.
Allí, pasando el valle, el desierto,
comienza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia de dulzura la piel...
Es como los olores que, desde los campos
bañados de frescura o desde las orillas de un río,
soplan sobre la ciudad en los primeros
días del buen tiempo: y tú
no los reconoces, y loco
casi de dolor, buscas entender
si son de fuego encendido sobre escarcha,
o bien de uvas o nísperos perdidos
en algún granero entibiado
por el sol de una estupenda mañana.
Yo grito de alegría, así herido,
en el fondo de los pulmones por el aire
que como una luz o una tibieza
respiro mirando todo el valle.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922 - Ostia, 1975), Le ceneri di Gramsci, 1957
Versión de J. Aulicino
Il pianto della scavatrice
IV
Mi stringe contro il suo vecchio vello, / che profuma di bosco, e mi posa / il muso con le sue zanne di verro // o errante orso dal fiato di rosa, / sulla bocca: e intorno a me la stanza /è una radura, la coltre corrosa // dagli ultimi sudori giovanili, danza / come un velame di pollini... E infatti / cammino per una strada che avanza // tra i primi prati primaverili, sfatti / in una luce di paradiso... / Trasportato dall'onda dei passi, // questa che lascio alle spalle, lieve e misero, / non è la periferia di Roma: "Viva / Mexico!" è scritto a calce o inciso // sui ruderi dei templi, sui muretti ai bivii, / decrepiti, leggeri come osso, ai confini / di un bruciante cielo senza un brivido. // Ecco, in cima a una collina / fra le ondulazioni, miste alle nubi, / di una vecchia catena appenninica, // la città, mezza vuota, benché sia l'ora / della mattina, quando vanno le donne / alla spesa - o del vespro che indora // i bambini che corrono con le mamme / fuori dai cortili della scuola. /Da un gran silenzio le strade sono invase: // si perdono i selciati un po' sconnessi, / vecchi come il tempo, grigi come il tempo, / e due lunghi listoni di pietra // corrono lungo le strade, lucidi e spenti. / Qualcuno, in quel silenzio, si muove: / qualche vecchia, qualche ragazzetto // perduto nei suoi giuochi, dove / i portali di un dolce Cinquecento / s'aprano sereni, o un pozzetto // con bestioline intarsiate sui bordi / posi sopra la povera erba, / in qualche bivio o canto dimenticato. // Si apre sulla cima del colle l'erma / piazza del comune, e fra casa / e casa, oltre un muretto, e il verde // d'un grande castagno, si vede / lo spazio della valle: ma non la valle. / Uno spazio che tremola celeste // o appena cereo... Ma il Corso continua, / oltre quella familiare piazzetta / sospesa nel cielo appenninico: // s'interna fra case più strette, scende / un po' a mezza costa: e più in basso / - quando le barocche casette diradano // ecco apparire la valle - e il deserto. / Ancora solo qualche passo / verso la svolta, dove la strada // è già tra nudi praticelli erti / e ricciuti. A manca, contro il pendio, / quasi fosse crollata la chiesa, // si alza gremita di affreschi, azzurri, / rossi, un'abside, pesta di volute / lungo le cancellate cicatrici // del crollo - da cui soltanto essa, / l'immensa conchiglia, sia rimasta / a spalancarsi contro il cielo. // È lì, da oltre la valle, dal deserto, / che prende a soffiare un'aria, lieve, disperata, / che incendia la pelle di dolcezza... // È come quegli odori che, dai campi / bagnati di fresco, o dalle rive di un fiume, / soffiano sulla città nei primi // giorni di bel tempo: e tu / non li riconosci, ma impazzito / quasi di rimpianto, cerchi di capire // se siano di un fuoco acceso sulla brina, / oppure di uve o nespole perdute / in qualche granaio intiepidito // dal sole della stupenda mattina. / Io grido di gioia, così ferito / in fondo ai polmoni da quell'aria // che come un tepore o una luce / respiro guardando la vallata
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Foto: s/d
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