Hallazgos
En la tierra se leen muchísimos
acontecimientos, me doy cuenta mientras voy por
un sendero de campo que no había
vuelto a recorrer: los troncos segados a la par
del terreno resisten por siglos;
a veces reaparece un objeto
que parece extraterrestre, tanta es la distancia
que lo separa del presente. Un día, por ejemplo,
he encontrado en el pequeño jardín
de delante de mi casa una máquina
de coser en miniatura, trastería o juguete,
negra y desconchada pero del todo
conservada, que al limpiarla habría dado
una elegancia démodé a un mueble
antiguo. Más raramente se encuentran
confetis de papel, a veces de periódicos pornográficos,
otros de firmas y escrituras impronunciables,
desteñidos por las babas o recortados
por quién sabe qué mandíbula paciente.
Yo también sé decir
dónde están sepultados mis dos perros, blancos
y poderosos, enterrados por mi padre
después de años de paseos vespertinos
y de caricias. Quién sabe qué resiste, ahora,
de aquellos cuerpos, si los largos filamentos del pelo
o los colmillos caninos, o si es como
se hubieran transitado para nada
por aquella tierra, extintos del todo, devorados por insectos
que tal vez habré pisado sin demasiada
atención, no entendiendo que en el cric
de aquellos esqueletos retumbaba el latido
familiar de mis perros, la saliva que dejaba
minúsculos globos más oscuros en el cemento,
breves constelaciones evaporadas
en un segundo, en seguida desaparecidas en otras formas
ellas también.
Grottammare
Las generaciones que han hecho Grottammare,
los hombres que ordenadamente han izado
las piedras de este murallón
en desplomo - los inquilinos de las casas
desiertas todo el año, que han quitado
los postigos agrietados para elegir unos nuevos -
los albañiles, que han situado en los lugares
los cubitos de pórfido, los ancianos
que han trasplantado los brotes de las matas
que ahora enloquecen por los capullos.
Y a la izquierda, este paseo marítimo descarnado
que parece sin límites, de noche,
este dominó de luces que atraviesa
los confines regionales, para todas las personas
que dividen una tierra, y delante de una mesa
conversan o se ignoran -
al débil silencio de la luna, esta noche,
cómo quieren hablar ellos a los transeúntes,
señalar con orgullo el muro edificado
con las propias energías, el agave plantado por juego
y después proliferado, su pasado en esta casa
o en esta otra, invisibles y mudos, convencidos
de que las cosas, al final, se acuerdan de cada uno,
mientras cae la escarcha en el balcón y la autopista
desaparece dentro del túnel, y en una curva de pilares
vuelve a empujar todo.
Massimo Gezzi (Sant'Elpidio a Mare, Italia, 1976), El instante después, traducción de Juan Carlos Abril, El Oro de los Tigres V, Universidad Autónoma de Nueva León, México, 2015
Foto: Massimo Gezzi por Daniele Maurizi
Reperti
Nella terra si leggono moltissime
vicende, mi accorgo mentre faccio
un sentiero di campagna che non avevo
più percorso: i tronchi segati al pari
del terreno resistono per secoli;
qualche volta riaffiora un oggetto
che pare extraterrestre, tanta è la distanza
che lo separa dal presente. Un giorno, per esempio,
ho trovato nel piccolo giardino
antistante la mia casa una macchina
per cucire in miniatura, ciarpame o giocattolo,
nera e scrostata ma del tutto
conservata, che a pulirla avrebbe dato
un’eleganza démodé ad un mobile
antico. Più di rado si rinvengono
coriandoli di carta, a volte di giornali pornografici,
altre di firme e scritture impronunciabili,
slavati dalle bave o rifilati
da chissà che mandibola paziente.
Io so anche dire
dove sono tumulati i miei due cani, bianchi
e poderosi, seppelliti da mio padre
dopo anni di passeggi serali
e di carezze. Chissà cosa resiste, adesso,
di quei corpi, se i lunghi filamenti del pelo
o le zanne dei canini, oppure se è come
se non fossero affatto transitati
in quella terra, stinti del tutto, divorati da insetti
che magari avrò schiacciato senza troppa
attenzione, non capendo che nel cric
di quegli scheletri echeggiava il guaito
familiare dei miei cani, la saliva che lasciava
minuscoli globi più scuri sul cemento,
brevi costellazioni evaporate
in un secondo, subito sparite in altre forme
anche loro.
Grottammare
Le generazioni che hanno fatto Grottammare,
gli uomini che ordinatamente hanno issato
le pietre di questo muraglione
a strapiombo – gli inquilini delle case
deserte tutto l’anno, che hanno tolto
gli infissi incrinati per sceglierne di nuovi –
i muratori, che hanno spinto nelle sedi
i cubetti di porfido, gli anziani
che hanno messo a dimora i getti dei cespugli
che adesso impazziscono di bocci.
E a sinistra, questo scarno lungomare
che pare senza limiti, di notte
questo domino di luci che attraversa
i confini regionali, per tutte le persone
che dividono una terra, e davanti a una tavola
conversano, o si ignorano –
al debole silenzio della luna, stanotte,
come vogliono parlare di loro ai passanti,
additare con orgoglio il muro edificato
con le proprie energie, l’agave piantata per gioco
e poi proliferata, il loro passato in questa casa
o in quest’altra, invisibili e muti, convinti
che le cose, alla fine, si ricordino di ognuno,
mentre cade la brina sul balcone e l’autostrada
scompare dentro il tunnel, e in un giro di piloni
risospinge via tutto.
[M. Gezzi, L’attimo dopo, Luca Sossella Editore, Roma, 2009]
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