El acto más notorio de prolongación oral del acto de escribir creo que lo personificaba Lezama Lima, en el área del Caribe; notorio, pues Lezama era el sujeto de una hiperescritura más complicada que una oreja. La única vez que él cruzó una palabra conmigo, lo que duró nuestra mutua presentación en el vestíbulo de la Unión de Escritores de Cuba, me expulsó del diálogo con una partida demasiado ingeniosa.
El escritor busca el diálogo para monologar, para ser leído en vivo. Los ejemplos sobreabundan. Una de las pocas veces que escuché latamente a Neruda -en casa de Nicanor Parra, día del primer matrimonio de su hija Catalina- estaba copuchando [chusmeando] sobre Gabriela Mistral para un círculo de lectores naturalmente mudos, que recibían esos borradores de Confieso que he vivido con la aborregada admiración de la que siempre se le hizo objeto, religiosamente, salvo imprevisible excepción o colérico error.
Me he sustraído hasta donde la excepción no confirmara reiteradamente la regla al monopolio, por parte del otro, de la palabra, a menos que fuera la escrita; pero yo mismo soy, en ciertas condiciones, una amenaza para los demás y para mí mismo.
Enrique Lihn, "Escribir hablando", El circo en llamas, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 1996
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