Único y numeroso, con sus ollas de hueso
donde se cuece el sol a la temperatura del alma,
en un lugar que ocultan hasta los más detallados
planisferios del cosmos,
donde restalla la madera convertida en relámpago,
donde la muerte mira por los ojos de un ángel de muy
cándido aspecto,
donde por todas partes el sueño a medio desbastar y el
sueño desbastado te recuerdan tu infancia,
donde una taza de café importa tanto como una visión
que hace temblar al bronce y finalmente lo perfora
para que surja un pensamiento,
donde un hacha se hunde en un altar de lava en vivo
que muy bien puede ser el cogote de un dios o el continente
fabuloso donde prosperan los gusanos,
donde la música del humo es igual a la música del hombre,
donde todos los días comienzan simplemente con un
desierto y un guijarro,
sin cielos que pintar ni cordilleras que romper ni pobres
lunas que humillar,
sino el honor de ser las manos que confían e inventan
para que todos los amores se vuelvan infinitos,
para que toda la claridad sea habitable y favorable al
corazón toda tiniebla,
las manos libres de mi amigo encallecidas de milagros.
Raúl Gustavo Aguirre (Buenos Aires, 1927-Olivos, provincia de Buenos Aires, Argentina, 1983), La estrella fugaz, Libros de Tierra Firme, 1984
edición de María Malusardi,
epílogo de Rafael Felipe Oteriño,
Del Dock, Buenos Aires, 2015
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Foto: Archivo familiar Comidas con Historia
Gracias por este poema. Todo una maravilla y esos versos: " para que todos los amores se vuelvan infinitos,/ para que toda la claridad sea habitable y favorable al/ corazón toda tiniebla/..." Un portador de felicidad, eso era.
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