El trabajo en la Minga se vuelve como fiesta,
como reunión de gentes unidas por la danza;
no la paga moneda de níquel ni banquero,
sino perfume y gloria de dulce Democracia.
Allí todos son hombres como en los viejos días
de la tribu primera cuando todo era santo:
la luz, el aire, el fuego, las cercanas estrellas,
el rumor de los ríos, el verdor de los pastos.
Hombres no más vistiendo los puros atributos:
el corazón, las manos, la mente pensadora,
y el sexo con las claras abejas susurrantes
donde la sangre inicia su color de amapolas.
Hombres no más, el Hombre que se siente el hermano
del Hombre, de las cosas de la tierra y el cielo,
de pie como los árboles que dan nidos y sombra,
con la morena frente desnuda de alfabetos.
Reunidos en la Minga cosechan los trigales
siegan con hoz la avena, la cebada, la alfalfa,
y entre los secos tallos, crujientes y amarillos,
del maizal enumeran las mazorcas granadas.
Si la pareja joven que nada nombra suyo,
salvo el amor en doble susurro compartido,
quiere enlazar sus cuerpos la Minga le construye
el rancho donde pueda madurar su destino.
Desde el adobe oscuro que es greda luminosa
hasta la puerta firme de fragante algarrobo,
desde el fogón al techo de pajas todavía
calientes por los nidos de perdiz o chingolo.
Si yo tengo en el Hombre la fe que tienen otros
en ídolos de barro, de marfil o de piedra,
será porque lo he visto conviviendo en la Minga,
nimbado por extraña, misteriosa belleza.
Yo era niño, recuerdo, con los jóvenes ojos
hambrientos de colores; yo era niño, recuerdo,
cuando asistí en los valles donde es dulce la roca
a la Minga y su fiesta de trabajo y esfuerzo.
Uno a uno con el alba llegaban los vecinos
en caballos los hombres, las mujeres en asnos
con los niños en ancas; por las lomas se oían
las voces y la brisa que precede a los pájaros.
Lento desfile de hombre subiendo con el día
al sitio donde estaba la urgencia de su ayuda;
consigo transportaban su pan o su merienda
o el vino que transmite la emoción de las uvas.
Nadie era el amo allí; todos eran obreros
con la luz en el pecho del hombre solidario;
nadie mordía el agrio rencor ni la amargura
del que siente en el cuello dogal de proletario.
De vez en vez el mate su círculo cerraba
y la caña brindaba su beso estimulante,
mientras la Obra iba creciendo entre las manos
como crecen las frutas de cáscara brillante.
Cuando la luz hería las venas del Poniente
y en el oscuro pasto los grillos despertaban,
bajo la noche nueva del tala o la morera
guitarras esparcieron el polen de la Zamba...
Antonio Esteban Agüero (Piedra Blanca, Argentina, 1917-San Luis, Argentina, 1970) "Un hombre dice su pequeño país", Obras completas, Tomo II, Editorial Universitaria San Luis, 1996
En Bajo la Rosa China
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