sábado, agosto 23, 2014

W. N. Herbert / Monte Ávila, "el techo de la ballena"













Hora de internarse en el más allá
como lo cataloga la bárbara ciudad, alejándonos
del teleférico que sube de Caracas
al matrimonio de hojas y de vaho:
un gran barco de gotas grisáceas
se halla anclado en la cima del Ávila
y Argelia y yo hemos de llegar allí antes
de que la tripulación de lluvia desembarque
y el canto de los pájaros se estrague en sus gargantas.

Pero antes la niña de la gorra cubana
ha de gritar “no amo caer” y su madre
ha de reírse, nos caigamos o no,
y bajo el mecerse de nuestros pies los árboles
han de llenar sus campanarios de niebla
con un tambaleante carillón de hojas mustias
que sueñan con volverse libros de segunda mano
depositados en la acera del Parque Central:
Poesía Global para Mudos, La Prisión de la Imaginación.

Brincamos de la cuna a la bruma, pasando
entre vendedores de arepas y melocotones
por una vereda que se estira como tendedero pandeado
entre las sudorosas palmas frías de la niebla
más allá de los perros que cuidan estas cumbres
de las estrellas piratas, las ladronas galaxias.
Dejamos atrás los ciegos telescopios arrumbados
y nos acercamos a la colosal columna del Hotel Humboldt,
rota por la bruma, medio a oscuras.

Y es sólo al estar bajo los árboles sin copa
meando entre sus apanicadas piernas, a la espera
de que abra el piano bar, cuando me doy cuenta
de que un caballo invisible me sigue
desde hace un rato  — notas translúcidas
cuelgan de sus pestañas traicionando
su presencia, tan truculenta y tímida como siempre,
atraída por helados y balas envueltas
en servilletas, por entre las piernas de los mangos.

Y es sólo cuando la bruma aclara y no aclara
como un mar que entrega sus honduras, sus muertos,
sus pacientes habitantes atónitos,
y el caballo y Argelia y yo bebemos cerveza
en el English Bar, a pesar del frío que hace
y de que el bar ni siquiera llega a falso tudor,
cuando entiendo que el mundo está al revés, erróneamente,
que estas cumbres irrumpen en el Leteo
y que somos presa de una manta raya diabólica.

Y esto me lo confirma una hueste de endemoniados turpiales
que relampagueando sus desconocidas colas amarillas en V
y desplegando el azul nervio de sus pechugas
comienzan a conversar en una lengua trabada
sólo divisable por marineros de tal dimensión,
capaces de comprender a estos seres ansiosos
por cruzar las estrellas sin una pregunta.
Y claro, ya se ha hecho oscuro como un caballo pardo
y miramos abajo a la ciudad dando a luz a las horas.

W. N. Herbert (Dundee, Escocia, 1961), inédito
Traducción de Pedro Serrano


Monte Ávila, “the whale’s roof”

Time to be climbing out of time
as the wild city rates it, receding from
the cable car rising from Caracas
into the marriage of leaf and mist:
a great ship composed of greying droplets
is docking at the summit of Avila
and Argelia and I must get there before
its rain-crew disembark and birdsong
resiles into its respective throats.

But first the child in a Cuban forage cap
must cry ‘no amo caer’ and her mother
must laugh, whether we fall or not,
and each tree beneath our swaying feet
must fill a bell-tower built from fog
with its shaking carillon of hangdog leaves
which dream of becoming second-hand books
laid on the pavement in the Parque Central:
World Poetry for Dummies, La Prisión de la Imaginación.

We leap from the cradle and into the haze,
pass among the sellers of arepas and melocotón
along the path stretched like a sagging clothesline
between the sweating cold palms of the fog
past the dogs that guard these heights
from the piratical stars, the thieving galaxies.
We pass by the blind dejected telescopes
and approach the colossal, mostly-obscured,
mist-broken column of the Humboldt Hotel.

It’s only as we stand beneath the topless trees
pissing down their panicking legs, waiting for
the piano bar to open, that I realise
an invisible horse has been following me
for some time – translucent notes
hanging from its eyelashes betray
its presence, truculent and shy as always,
summoned by helados and bullets wrapped
in handkerchieves, by the thighs of mangoes.

And it’s only as the mist clears and unclears
like a sea rendering up its depths, its dead,
its patient staring inhabitants,
and the horse and Argelia and I drink beer
in the English Bar, even though we’re so cold
and the bar is not even sub-mock-tudor,
that I understand the world is the wrong way up,
that mountaintops protrude into Lethe
and that we are in the grip of a devilfish.

As if to confirm this conclusion a host of devilbirds
flash their unknown yellow tails in Vs
and display the nerve-coloured blue of their breasts
and begin to converse in a cluttering language
only sailors of these dimensions could have devised
to be understood by those beings eager
to pass among the stars without questions.
Of course it is already dark as a horse
and we look down upon the city giving birth to hours.

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