domingo, octubre 01, 2006
La genialidad de la Divina Comedia
Borges no andaba con menudencias cuando se trataba de establecer un canon. Después de los Evangelios, para él estaba la Divina Comedia (Bioy Casares, en sus diarios sobre Borges). El prestigio de la Comedia está bien fundado. Pero la cuestión es qué le hace parecer a Borges y a muchos que es una de las obras más grandes. Esa o cualquiera. ¿La ambición es grande y está bien consumada? ¿El ingenio es mayor? ¿La imaginación es insuperable (Dante imaginó lo que suponemos nadie podría haber imaginado)? Si, por ejemplo, Dante y José Hernández nos provocan placer al leerlos, ¿por qué se considera más grande a Dante? ¿Porque en lugar del desierto narró una situación de ultratumba? La Comedia está llena de incongruencias y debilidades argumentales. No es la perfección lo que admiramos ahí. Dante se desmaya incesantemente en el infierno (también Fierro se desmaya, pero una sola vez); sale trepando con Virgilio por la pelambre de Satanás (Hollywood podría superar esta escena); casi todos los condenados pueden hablar lógicamente a pesar del suplicio que están sufriendo; la economía de los tercetos le obliga a soluciones forzadas e innecesarias; relata de modo complejo situaciones simples (por ejemplo, decir que va en subida mediante la frase "el pie firme siempre estaba abajo") y sin embargo seguimos su relato fascinados. Borges, que no era indiferente a estas cosas, y las tuvo en cuenta, coloca la Comedia apenas por debajo de los Evangelios, textos cuya abundancia de milagros y situaciones sobrenaturales tampoco podían ser de su gusto, considerados como literatura. Cuando se pregunta por qué una obra literaria es genial, suele responderse una de estas tres cosas, o las tres o dos juntas: porque crea una estructura poderosa, porque hace avanzar el idioma por terrenos nuevos, porque revela al ser humano. Todas, apreciaciones que se basan en peticiones de principios: la de lo "poderoso", la del "avance", la de la humanidad revelada. Lo cierto es eso y algo más: consideramos geniales las obras convertidas en mitos. Y nadie sabe a qué necesidad responde un mito -las respuestas son del orden de las que damos a la pregunta sobre lo genial-.
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