A veces las notas son feroces,
asaltos virulentos contra el autor
en diminuta letra negra
desde los bordes de cada página.
"Si pudiera ponerte las manos encima,
Kierkegaard, o Conor Cruise O'Brien",
parecen decir,
"cerraría la puerta y te sacudiría la cabeza con algo de lógica".
Otros comentarios son más informales, desdeñosos:
"Estupideces" "¡Por favor!" "¡JA!"
ese tipo de cosas.
Me acuerdo que una vez, alzando la vista de mi libro,
con el pulgar como señalador,
traté de imaginar qué clase de persona
había escrito: "No seas bobo"
al costado de un párrafo de "La vida de Emily Dickinson".
Los estudiantes son los más humildes,
simplemente dejan sus huellas esparcidas
al borde de la página.
Uno garabatea "Metáfora" junto a una estrofa de Eliot.
Otro señala la presencia de "Ironía"
cincuenta veces en los párrafos de "Una modesta proposición".
O hay fanáticos que gritan desde las tribunas vacías,
haciendo bocina con las manos sobre la boca.
"Absolutamente", le gritan
a Duns Scoto y a James Baldwin.
"¡Sí". "Justo en el blanco". "¡Ese es mi hombre!"
Marcas de verificación, asteriscos y signos de exclamación
llueven sobre los márgenes.
Y si llegaste a recibirte en la universidad
sin haber escrito nunca: "Hombre vs. Naturaleza"
en algún margen, tal vez
llegó el momento de dar ese paso.
Todos nos apropiamos alguna vez del perímetro blanco
y agarrando una lapicera, aunque sea para mostrar
que no perdíamos el tiempo en el sillón pasando las páginas;
imprimimos una pensamiento en la banquina,
plantamos una huella en el margen.
Hasta los monjes irlandeses en sus escritorios helados
anotaban sobre los bordes del Evangelio
breves comentarios acerca de las penurias de copiar,
de un pájaro cantando cerca de la ventana,
o del rayo de sol que iluminaba las páginas-
hombres anónimos que emprendían un viaje al futuro
en una nave más duradera que ellos mismos.
Y no leíste a Joshua Reynolds, dicen,
si no lo leíste enredado en los furiosos garabatos de Blake.
Sin embargo, la nota que me viene a la mente con más frecuencia,
la que llevo colgada como un relicario,
estaba escrita en un ejemplar de "El guardián entre el centeno"
que yo había sacado de la biblioteca local
en un verano lento y caluroso.
Yo recién empezaba la secundaria,
leía sobre un sofá del living de mis padres,
y no te puedo contar
cómo se profundizó enormemente mi soledad
y qué conmovedor y amplio se presentó el mundo ante mí
cuando encontré una página
con algunas manchas de grasa
y junto a ellas, escrito con lápiz suave
por una chica hermosa, podría afirmarlo,
a quien nunca conocería:
"Perdón por las manchas de ensalada de huevo, lo que pasa es que estoy enamorada".
Billy Collins (Nueva York, Estados Unidos, 1941), Sailing Alone Around the Room. News and Selected Poems, Random House, 2002
Traducción de Isaías Garde
Marginalia
Sometimes the notes are ferocious,
skirmishes against the author
raging along the borders of every page
in tiny black script.
If I could just get my hands on you,
Kierkegaard, or Conor Cruise O’Brien,
they seem to say,
I would bolt the door and beat some logic into your head.
Other comments are more offhand, dismissive –
“Nonsense.” “Please!” “HA!!” –
that kind of thing.
I remember once looking up from my reading,
my thumb as a bookmark,
trying to imagine what the person must look like
who wrote “Don’t be a ninny”
alongside a paragraph in The Life of Emily Dickinson.
Students are more modest
needing to leave only their splayed footprints
along the shore of the page.
One scrawls “Metaphor” next to a stanza of Eliot’s.
Another notes the presence of “Irony”
fifty times outside the paragraphs of A Modest Proposal.
Or they are fans who cheer from the empty bleachers,
hands cupped around their mouths.
“Absolutely,” they shout
to Duns Scotus and James Baldwin.
“Yes.” “Bull’s-eye.” “My man!”
Check marks, asterisks, and exclamation points
rain down along the sidelines.
And if you have managed to graduate from college
without ever having written “Man vs. Nature”
in a margin, perhaps now
is the time to take one step forward.
We have all seized the white perimeter as our own
and reached for a pen if only to show
we did not just laze in an armchair turning pages;
we pressed a thought into the wayside,
planted an impression along the verge.
Even Irish monks in their cold scriptoria
jotted along the borders of the Gospels
brief asides about the pains of copying,
a bird singing near their window,
or the sunlight that illuminated their page–
anonymous men catching a ride into the future
on a vessel more lasting than themselves.
And you have not read Joshua Reynolds,
they say, until you have read him
enwreathed with Blake’s furious scribbling.
Yet the one I think of most often,
the one that dangles from me like a locket,
was written in the copy of Catcher in the Rye
I borrowed from the local library
one slow, hot summer.
I was just beginning high school then,
reading books on a davenport in my parents’ living room,
and I cannot tell you
how vastly my loneliness was deepened,
how poignant and amplified the world before me seemed,
when I found on one page
a few greasy looking smears
and next to them, written in soft pencil–
by a beautiful girl, I could tell,
whom I would never meet–
“Pardon the egg salad stains, but I’m in love.”
---
Foto: Billy Collins, Nueva York, febrero 2003 Henry Leutwyler Contour/ New York Times Magazine/ Getty Images
No hay comentarios.:
Publicar un comentario