sábado, enero 12, 2013

Juan José Saer / He weeps over Jim




He weeps over Jim

Lloremos todo lo que vivió. A su turno,
tranquilos, lentos, los huesos, lavados, caen
en la lluvia negra, bulbos estériles a medio
enterrar. Blancos, relumbran
mostrando en el espejo
de su lisa simplicidad
la rueda de la vida. Basta, por fin,
del dédalo de Dublin, del miedo
a los relámpagos: la pesadilla
de la historia, el grito en la calle
y la corriente que fluye adentro también
se acabaron.
            En ese género no se inventa
nada.
   Y ahora, uno
quisiera la inmortalidad
no para uno, ni para lo que ama,
nudos que centellean y cachorros que juegan en junio en la luz,
empujado hacia el círculo de oro de las cosas entre las que vacila,
a medio borrar
desde el mismísimo día en que pusieron un pie en este mundo;
no para eso, porque una herida nueva nos enseñó
que nos mueven terrores de criaturas y el deseo, sin esperanza,
de no ser como todos. Carlos, el cordero,
aspiraba a una inmortalidad en la que, en círculo,
pudiese conversar con sus amigos vaciando despacio una botella de vino
hasta que el sereno cayendo con la luz de la luna los hiciese tambalear.

Una humildad, por lo menos, me has enseñado,
la de buscar algo eterno fuera de mí: el momento
en que atravesabas los puentes de Trieste en compañía de Svevo,
los momentos en que tu mano, ardua, escribía What are
Dublin and Galway compared with our memories,
o alguna otra permanencia concerniente a tu persona,
las florcitas indestructibles de Quinet sobreviviendo al hundimiento de los imperios,
el momento de la fotografía de C. P. Curran
(I was wondering would be lend me five shillings...)
con las macetas y una de las dos hojas del ventanal abierta atrás,
o el momento en que esa foto, de golpe, amarilleó,
algo, un fragmento de alguna de las piedras o de alguno de los árboles,
de alguno de los ríos o de alguno de los rostros sin expresión,
de alguna de las noches o de alguno de los granos de arena
que se empastan en la textura de este mundo.
Porque también nuestras palabras se borrarán.
                                           Me has enseñado,
a mi edad, cuando menos me lo esperaba, entre mis sueños atroces
y mis días, llamaradas de fuego negro,
la humildad de desear, contra mí mismo y contra todas
las cosas ya perdidas y descartadas de mi amor,
la eternidad para tu memoria antes que para las yemas de mis dedos,
para tus llagas y no para mis revelaciones,
para el más turbio de tus días más que para mis chorros de gracia,
movido a refutar tu locura, tu ceguera, el despilfarro
aterido de los pobres años de tu vida
macerada simulando, maligno, arduamente,
que algo de este delirio cada vez más poblado de caras inútiles
es inmortal.

Juan José Saer (Serodino, 1937-París, 2005), El arte de narrar, Universidad del Litoral, Santa Fe, 1988
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Ilustración: Avemaría, 1914, Marianne von Werefkin

1 comentario:

  1. estoy aterida de esta belleza¡¡¡sólo lo había leído narrador...

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