Tiwanaku
No digas que no hablas con estas piedras
con el silencio desmesurado
en la abierta coagulación de los ojos
piedras no sólo piedras
con las alas abiertas
para no cruzar
la lacónica potestad del cielo
si tu mano está ausente
si tu mano cuánto hace que menguó en polvo
sobre los cuatro rincones de Akapana
-la vieja página si quieres-
dejándote como espera de la espera
Rosa de los vientos
Después que el trolebús hubo pasado,
todavía en el aire la fricción
de su vieja pero confiada osamenta,
la avenida de copiosos árboles
convergió en calles de ladrillo y erizado hierro.
Ladrillo rojo, hierro negro
tantas veces enumerado.
A la manera de un calamar profuso de brazos
y desmantelada cabeza,
las vías convergen en un solo centro:
Harvard Square.
Gente que mira a la gente y se mira en la gente:
espejos delante de los espejos,
un rostro persiguiéndose detrás de los rostros
palabras ciegas conjurando el silencio
sin decir nada las palabras
aunque lavadas en orín y deseo
porque el enemigo más temido es, de nuevo,
uno mismo.
Pero las mesas están animadas a despecho
de esta metafísica.
Secos y cargados de lamentos,
los mapas versan sobre las maneras del extravío:
ayer por Abisinia,
hoy por la Jericho Turnpike.
Las camareras corren con el agua mineral
y la cuenta.
Al oeste, el sol es un eunuco desesperado
tratando de prender fuego a la terraza del horizonte,
el perdido harén de Alláh.
La memoria, un bulto ciego pero con la boca entreabierta.
Morderá a quien se le arrime.
Lentos, como hojas que desechan los árboles,
los pasos se acumulan en Bacon Hill.
Una minúscula flora amarilla
recibe como una seca nevada de primavera.
Viejos faroles insomnes,
que en el alba atizaban sus camisones nocturnos,
queman en esta hora la estela de los fantasmas:
turistas inventariando cada rasgo,
viajeros inventándose a sí mismos
historias a la medida de nuestras carabelas
con mortajas a manera de velámenes,
con volúmenes en lugar de mareas
agua escondida entre tus aguas
la negra yegua de la realidad
huyendo ante la carga de los elefantes.
Pero el día ha corrido lejos
y el crepúsculo es una rubia
que chasquea sus dedos sobre la mesa.
Uno tras otro, los ejércitos del cielo
arrastran el ocre de sus vendas
semejantes, hacia el sur, a los ríos que en sus crecidas
dan lugar a las ciénagas,
a las ciénagas que se conduelen sin moverse
como un recuerdo indeseado
al dar vuelta a la página.
Al norte, el viento pule las aguas.
Las pule y las consuela.
El Charles River es también el Ganges
pero nadie frunce aquí la seda densa de sus aguas
para los desvaríos del cuerpo.
En Boston, el Charles River discurre solo.
Atrás quedaron las guerras púnicas.
No sé si en algún lugar se reagrupan los cartagineses.
Aníbal es solo un nombre, no una estratagema
y otra eternidad es el nuevo itinerario,
una nueva Rosa de los Vientos,
en el largo camino a Roma.
Cé Mendizábal (Oruro, Bolivia, 1956), "Poemas", Inmediaciones, 21 de febrero de 2021
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Foto: Cé Mendizábal, c.2012 Página Siete
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