Una lámpara. Un vaso. Una botella.
Sin más utilidad ni pertinencia
que estar ahí, que dar a la consciencia
un soporte casual. Mas no la huella
del hombre que la enciende o que los usa
para beber: todo ha sido blanqueado
o cubierto de cal y nada acusa
abandono, descuido ni cuidado.
Sólo la luz es familiar y escueta
el relieve eficaz; la sombra neta
se alarga en el mantel. El día quedo
sigue el paso del tiempo con su vaga
irrealidad. La tarde ya se apaga.
Los objetos se abrazan: tienen miedo.
Severo Sarduy (Camagüey, Cuba, 1937-París, 1993), Un testigo fugaz y disfrazado, Hiperión, Madrid, 1993
Envío de Jonio González
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Foto: Revue Noire
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