Después de acostarse por primera vez con alguien,
sin la ventaja o la desventaja de una relación previa,
es muy probable que la otra persona te diga:
háblame de ti, cuéntame tu vida, toda tu vida.
Y de buena fe piensas que realmente tiene interés
en conocer tu historia;
enciendes un cigarrillo y empiezas a contarla,
ambos ya descansados, desparramados sobre la cama
como un par de muñecas de trapo dejadas por una niña aburrida.
Le cuentas tu vida, o lo que el tiempo, o cierta prudencia
te permite contar, y oyes decir:
Oh, oh, oh, oh ,oh,
hasta que el último oh es un sonido apenas perceptible,
y entonces, por supuesto, se produce una interrupción.
El camarero, que tardaba en llegar, aparece con un bol
de cubos de hielo que se derriten, o bien uno de ustedes
se levanta para orinar y contemplarse, con suave desconcierto,
en el espejo del cuarto de baño. Y entonces lo primero que adviertes
antes de que hayas tenido tiempo de retomar el hilo
apasionante de tu historia,
es que te están contando ya su propia historia,
tal como pensaban hacerlo desde un principio.
Y tú, a tu vez, también exclamas: oh, oh, oh, oh,
cada vez más débilmente, apenas un suspiro,
mientras el ascensor, hacia la izquierda, a mitad de camino del corredor,
exhala un último, largo y profundo suspiro de postración
y deja de respirar para siempre. ¿Luego?
Bueno, uno de ustedes cae dormido,
y la otra persona hace lo mismo con un cigarrillo encendido en la boca,
y así es como la gente muere incendiada en los hoteles.
Tennessee Williams (Columbus, Estados Unidos, 1911-Nueva York, 1983), En el invierno de las ciudades, Ediciones De la Flor, Buenos Aires, 1968
Traducción de Juan José Hernández y Eduardo Paz Leston
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Foto: s/d
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