A fuerza de mudarme
he aprendido a no pegar
los muebles a los muros,
a no clavar muy hondo,
a atornillar sólo lo justo.
He aprendido a respetar las huellas
de los viejos inquilinos:
un clavo, una moldura,
una pequeña ménsula,
que dejo en su lugar
aunque me estorben.
Algunas manchas las heredo
sin limpiarlas,
entro en la nueva casa
tratando de entender,
es más,
viendo por dónde habré de irme.
Dejo que la mudanza
se disuelva como una fiebre,
como una costra que se cae,
no quiero hacer ruido.
Porque los viejos inquilinos
nunca mueren.
Cuando nos vamos,
cuando dejamos otra vez
los muros como los tuvimos,
siempre queda algún clavo de ellos
en un rincón
o un estropicio
que no supimos resolver.
Fabio Morábito (Alejandría, 1955), Un náufrago jamás se seca, Gog y Magog, Buenos Aires, 2011
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Ilustración: Across the Room, c.1899, Edmund Charles Tarbell
Me decía una amiga hace un tiempo considerable que la mudanza equivale a una experiencia tan dolorosa como parir: en ese momento recordé el lamento de "Medea" para alumbrar a los hijos de Jasón.
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