Sermón de Navidad
II
Pero la Navidad no es sólo el hito que marca el final de un año y que nos mueve a recapacitar sobre nosotros mismos; también es una época que, en todos sus aspectos, tanto domésticos como religiosos, nos sugiere ideas alegres. Un hombre insatisfecho con su comportamiento es un hombre propenso a la tristeza. Y, en medio del invierno, cuando su vida pasa por los peores momentos y las sillas vacías le traen el recuerdo de los seres que ama, no estaría de más que se le forzara a adoptar la costumbre de sonreír. Las nobles decepciones, las nobles abnegaciones, no deben ser admiradas, ni aun siquiera disculpadas, si proporcionan amargura. Una cosa es entrar lisiado al reino de los cielos; otra, mutilarse uno mismo y quedarse sin entrar. Y el reino de los cielos es el de las gentes pueriles, el de quienes están dispuestos a agradar, el de quienes saben amar y procurar satisfacción a los demás. Hay hombres poderosos por su influencia, luchadores, constructores y jueces, que, pese a haber vivido mucho y trabajado de firme, han sabido conservar esa admirable cualidad; si nosotros la hubiéramos perdido por culpa de nuestros intereses rastreros y nuestras mezquinas ambiciones, nos sentiríamos perpetuamente avergonzados. La cordialidad y la alegría deben preceder a cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales. Y es lamentable que hombres honrados carezcan de una y de otra. Fue precisamente con un hombre de rígida moralidad, el fariseo del Evangelio, con quien Cristo no quiso ser emparejado. Si tus ideas morales te hacen ser adusto, ten por seguro que son erróneas. No digo: "Renuncia a ellas", porque pueden ser todo lo que tengas; pero ocúltalas como si fueran un vicio, no sea que dañen las vidas de gentes mejores y más sencillas.
Una extraña tentación acosa al hombre: estar pendiente de los placeres, aun cuando no los comparta: asestar contra ellos todas sus ideas morales. Este mismo año, una dama (¡singular iconoclasta!) predicaba una cruzada contra las muñecas; y los pintorescos sermones contra la lujuria son muy característicos de esta época. Me atrevo a llamar insinceros a tales moralistas. En lo tocante a cualquier exceso o perversión de un apetito natural, su lira resuena por sí misma con ufanas denuncias; pero respecto a todas las manifestaciones verdaderamente diabólicas -la envidia, la malignidad, la sórdida mentira, el silencio mezquino, la verdad injuriosa, la murmuración, la despreciable tiranía, el insidioso emponzoñamiento de la vida familiar-, sus normas de actuación son absolutamente distintas. Tales manifestaciones son censurables, admitirán, pero no totalmente censurables; no habrá ardor en sus ataques, ni caldeará sus sermones una recóndita complacencia; será para las cosas no censurables en sí mismas, para las que reserven lo más selecto de su indignación. Un hombre puede naturalmente rechazar cualquier parentesco moral con el reverendo Monsieur Zola o con la vieja arpía de las muñecas, pues ambos son casos toscos y patentes. Y, sin embargo, en cada uno de nosotros late un elemento análogo. La visión de un placer que no podemos compartir o, más aún, que nunca compartiremos, nos produce un desasosiego especial. Esto puede suceder porque somos envidiosos, o porque estamos tristes, o porque -siendo tan refinados- nos disgustan el alboroto y el retozo; o porque -siendo tan filosóficos- tenemos un sentimiento desmesurado de la gravedad de la vida: al fin y al cabo, a medida que envejecemos, todos caemos en la tentación de censurar los placeres de nuestros prójimos. Las gentes, hoy en día, se sienten inclinadas a vencer las tentaciones; ésta es precisamente una tentación que debe ser vencida. Se sienten inclinadas a la abnegación; he aquí una inclinación que nunca será demasiado perentoriamente rechazada. Está muy difundida entre las gentes honestas la idea de que deberían mejorar la conducta de sus semejantes. Sólo estoy obligado a mejorar la conducta de una persona: yo mismo. Sin embargo, expresaría mucho más claramente mis obligaciones para con mi prójimo diciendo que tengo que hacerlo feliz -si puedo-.
Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850 - Samoa, 1894), Oraciones de Vailima y Sermón de Navidad, traducción de Santiago Santerbás, Hiperión, Madrid, 1986
Christmas Sermon
II
But Christmas is not only the mile-mark of another year, moving us to thoughts of self-examination: it is a season, from all its associations, whether domestic or religious, suggesting thoughts of joy. A man dissatisfied with his endeavours is a man tempted to sadness. And in the midst of the winter, when his life runs lowest and he is reminded of the empty chairs of his beloved, it is well he should be condemned to this fashion of the smiling face. Noble disappointment, noble self-denial are not to be admired, not even to be pardoned, if they bring bitterness. It is one thing to enter the kingdom of heaven maim; another to maim yourself and stay without. And the kingdom of heaven is of the childlike, of those who are easy to please, who love and who give pleasure. Mighty men of their hands, the smiters and the builders and the judges, have lived long and done sternly and yet preserved this lovely character; and among our carpet interests and twopenny concerns, the shame were indelible if we should lose it. Gentleness and cheerfulness, these come before all morality; they are the perfect duties. And it is the trouble with moral men that they have neither one nor other. It was the moral man, the Pharisee, whom Christ could not away with. If your morals make you dreary, depend upon it they are wrong. I do not say "give them up," for they may be all you have; but conceal them like a vice, lest they should spoil the lives of better and simpler people.
A strange temptation attends upon man: to keep his eye on pleasures, even when he will not share in them; to aim all his morals against them. This very year a lady (singular iconoclast!) proclaimed a crusade against dolls; and the racy sermon against lust is a feature of the age. I venture to call such moralists insincere. At any excess or perversion of a natural appetite, their lyre sounds of itself with relishing denunciations; but for all displays of the truly diabolic—envy, malice, the mean lie, the mean silence, the calumnious truth, the backbiter, the petty tyrant, the peevish poisoner of family life—their standard is quite different. These are wrong, they will admit, yet somehow not so wrong; there is no zeal in their assault on them, no secret element of gusto warms up the sermon; it is for things not wrong in themselves that they reserve the choicest of their indignation. A man may naturally disclaim all moral kinship with the Reverend Mr. Zola or the hobgoblin old lady of the dolls; for these are gross and naked instances. And yet in each of us some similar element resides. The sight of a pleasure in which we cannot or else will not share moves us to a particular impatience. It may be because we are envious, or because we are sad, or because we dislike noise and romping—being so refined, or because—being so philosophic—we have an overweighing sense of life's gravity: at least, as we go on in years, we are all tempted to frown upon our neighbour's pleasures. People are nowadays so fond of resisting temptations; here is one to be resisted. They are fond of self-denial; here is a propensity that cannot be too peremptorily denied. There is an idea abroad among moral people that they should make their neighbours good. One person I have to make good: myself. But my duty to my neighbour is much more nearly expressed by saying that I have to make him happy—if I may.
The Project Gutenberg eBook, A Christmas Sermon, by Robert Louis Stevenson
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Ilustración: Evening of Summer, 1893, Halfdan Egedius
"Gentleness and cheerfulness, these come before all morality; they are the perfect duties".
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