El cielo sobre Berlín
Los álamos de la casa forman una puerta por
la que desciende mi vecina. La niña baja
del remolque en bicicleta como si llevara
un trapecista en el canasto. Le duele la garganta,
los músculos de la ciudad tienden canales
donde se arremolina el humo de las fábricas.
En la cafetería alguien afirma que el norte es
más frío que el sur, que la mayoría de las personas
son aburridas porque así son las calles, las plazas,
los departamentos que habitamos. Los viejos,
con sus asuntos domésticos anuncian el milagro
la fisura en los bloques de cemento. Recuerdo
que regresabas de Ratisbona en un vehículo
con techo corredizo, una neblina compacta como
el débil resplandor de un túnel subterráneo,
cómo se dice, de una pista de hielo variable
como la condición cardíaca del suicida
que abandona su coche a mitad del puente sobre
el río en un día soleado. Buscando romper el
récord de los corredores de largas distancias
sin desplazarme de mi posición actual
cada vez que la bicicleta parte hacia la autopista
pienso en cómo saludarnos cuando el tráfico
desaparezca por esa puertita arbolada.
Tejeremos una red elástica como una telaraña
en la superficie áspera de las paredes. En fin
no somos la luz, tampoco el mensaje.
Dependemos de las cosas que desaparecen.
La nación de Qin
Terminado el año del dragón
el emperador Qin
traza una ruta imaginaria.
El milagro del deshielo
prolongado en la desembocadura
de la trama de las ausencias
no en el canto ejemplar sino
en la grieta donde se concentran
las abstracciones de la lluvia.
En un departamento
separada por dos milenios
la borra de este instante
es una geografía desolada
del tamaño de Mongolia.
Marcelo D. Díaz (Villa Mercedes, San Luis, 1981, vive en Río Cuarto, Córdoba), El fin del realismo, Viajero Insomne, Buenos Aires, 2014
---
Foto: Marcelo D. Díaz / Facebook
Los álamos de la casa forman una puerta por
la que desciende mi vecina. La niña baja
del remolque en bicicleta como si llevara
un trapecista en el canasto. Le duele la garganta,
los músculos de la ciudad tienden canales
donde se arremolina el humo de las fábricas.
En la cafetería alguien afirma que el norte es
más frío que el sur, que la mayoría de las personas
son aburridas porque así son las calles, las plazas,
los departamentos que habitamos. Los viejos,
con sus asuntos domésticos anuncian el milagro
la fisura en los bloques de cemento. Recuerdo
que regresabas de Ratisbona en un vehículo
con techo corredizo, una neblina compacta como
el débil resplandor de un túnel subterráneo,
cómo se dice, de una pista de hielo variable
como la condición cardíaca del suicida
que abandona su coche a mitad del puente sobre
el río en un día soleado. Buscando romper el
récord de los corredores de largas distancias
sin desplazarme de mi posición actual
cada vez que la bicicleta parte hacia la autopista
pienso en cómo saludarnos cuando el tráfico
desaparezca por esa puertita arbolada.
Tejeremos una red elástica como una telaraña
en la superficie áspera de las paredes. En fin
no somos la luz, tampoco el mensaje.
Dependemos de las cosas que desaparecen.
La nación de Qin
Terminado el año del dragón
el emperador Qin
traza una ruta imaginaria.
El milagro del deshielo
prolongado en la desembocadura
de la trama de las ausencias
no en el canto ejemplar sino
en la grieta donde se concentran
las abstracciones de la lluvia.
En un departamento
separada por dos milenios
la borra de este instante
es una geografía desolada
del tamaño de Mongolia.
Marcelo D. Díaz (Villa Mercedes, San Luis, 1981, vive en Río Cuarto, Córdoba), El fin del realismo, Viajero Insomne, Buenos Aires, 2014
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Foto: Marcelo D. Díaz / Facebook
Un grande Marcelo, admirable sus escritos. Se lo quiere al Pulpo Díaz.
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