lunes, enero 17, 2011
Silvina Ocampo / Arácnidas
Arácnidas
Una araña reluce en este cuarto,
la memoria de muchos días queda en sus caireles,
cuando parto atesoran otras;
no alcanzan mis ojos a distinguir
cuál es la luz del reflejo
y cuál la de las lamparitas.
No puedo imaginarme ciega porque toda oscuridad
me parece un retrato del espacio infinito en las formas.
Mis ojos me enseñaron la diferencia
que existe entre el reflejo y la luz,
sólo veo la luz del reflejo
y no la luz de las lamparitas vanidosas
que en algo se parecen a los diamantes.
Cuando un temblor de tierra entrechocó los caireles
un repiqueteo como de campanas
colmó el cuarto de alegría.
Recogí un pedacito roto del suelo.
Amaba los terremotos que tan graciosamente
hacen temblar la tierra.
Alguna vez prometí morir en un cataclismo.
Ahora me pregunto por qué se llama araña
este adorno que cuelga del techo
y que me inspira estas estúpidas frases.
En la casa de campo de mi infancia antiguamente
había un plumerito de largo mango
que servía para limpiar el cielo raso,
lo llamaban el plumero de las arañas.
Casi todas las noches alguna araña
atraída, se diría, por los plumeritos,
se anidaba en alguna moldura.
Las arañas parecían intuir
que aquella arma mortal podía con menos riesgo
servir de guarida y tomaron la costumbre
de esconderse adentro del plumerito
que tenía aparentemente el mismo color
y la misma textura.
No quise asistir
al descubrimiento de la primera telaraña
insertada delicadamente en el plumerito
que parecía una peluca.
Era frecuente oír esta frase al anochecer:
"¿Dónde está el plumerito de las arañas?"
y que alguien contestara
"¡Qué se yo! Se lo habrán llevado".
Llegué a creer que algunos plumeros pertenecían
a las arañas y no que limpiaban los techos.
Y hoy mismo lo creería si volviera a oir aquellas frases,
luego, sentiría la incongruencia de la vida
que busca a veces amparo
en el arma que nos va a matar.
Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903-1993), de Cornelia frente al espejo, 1988, en Tupé, número 5, diciembre 2010
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Ilustración: La mujer de monóculo, 1926, Francis Picabia
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