sábado, octubre 12, 2013

Orlando en verso y prosa, VIII

1. El honor de la espada

¡Oh qué de magas y de magos hay
entre nosotros sin que lo sepamos!
Con sus artes, a hombres y mujeres,
mutando el rostro, hacen que los quieran.
No llaman espíritus para tal fin,
ni hacen observación de las estrellas,
sino que con mentira y simulación
atan en nudo insoluble el corazón.





Con el anillo de Angélica, o con
un poco de razón, podría verse
de esos tales el rostro verdadero,
aunque con ficción y arte lo escondieran.
Así, el que parece bueno, depuesto
el colorete, se vería malo y feo.
Fue suerte para Rogelio, en realidad,
que el anillo le mostrara la verdad.


Situaciones hay en que la rigurosa ética del caballero se pone a prueba, y tales situaciones suelen ser las más vulgares. Si en un combate no es siempre fácil contenerse y tener para con los rivales la digna actitud que cabe de un alma gentil, más arduo resulta conservar el temple ante un mosquito molesto, digamos, o un insufrible ganapán, cuya enhiesta soberbia no es menor a su servilismo, y cuyo cerebro no alcanza no ya a medir la talla del oponente, sino las consecuencias de su proceder desquiciado. Rogelio podría encontrarse a estas alturas por demás confuso ante el mundo incesante de magias y artificios al que lo ha arrojado su autor. Pero el desconcierto lo invade en verdad cuando en ese mundo encantado aparece lo absurdo y lo grotesco.
Topa con un lacayo cazador.

Llevaba un ave de presa sobre el puño
a la que hacía volar todos los días
hacia un cercano prado, o hacia un estanque,
donde cazaba presas numerosas;
iba a su lado un perro compañero;
montaba un rocín no demasiado ornado.
Pensó muy bien que Rogelio se escapaba
cuando vio con cuánta prisa galopaba.

Fue hacia él y con un gesto algo altanero
le preguntó el motivo de su apuro.
No quiso responderle el buen Rogelio
y el otro estuvo cierto de que huía
y pensó presto en cómo detenerlo.
Amenazó extendiendo el brazo izquierdo:
"Si por arma uso el ave, ¿qué dirías?
Contra el ave escudarte no podrías."

Arroja al ave, y ésta bate las alas.
Rabicán no lograría adelantarla.
El cazador salta de la montura
y al mismo tiempo le libera el freno.
El corcel es una saeta disparada,
formidable en patear y en tirar mordidas;
llevado como por el viento el fuego,
se apura tras la bestia el siervo luego.

No quiere parecer el can más lerdo:
va contra Rabicán con igual prisa
que la usual en correr liebres silvestres.
Vergüenza es escapar para Rogelio.
Mira al que viene corriendo a pie, audaz;
no ve que tenga armas, sólo una vara:
es la misma que usa con el perro.
Él no quiere desenvainar el fierro.

El siervo llega, y lo golpea fuerte;
lo muerde a un tiempo el can en el pie izquierdo;
se agita el palafrén desenfrenado,
tirando coces una y otra vez.
El ave da mil vueltas sobre el yelmo
y con la garra llega a herirlo, incluso.
Su corcel con el ruido se estremece;
ni tirones ni espuelas obedece.

Obligado, finalmente, el fierro saca
para dar fin a molestia semejante;
a los animales y al villano muestra
o el tajo o la punta de la espada.
Esa importuna turba no se aleja
y ocupa, aquí o allá, toda la vía.
Él ve tanto deshonor en la parada
cuanto peligro si atrasa la escapada.

Sabe que poco más que se demore,
Alcina estará a un paso con su pueblo:
de trompas, de tambores y campanas
oye por todas partes el estruendo.
Contra un siervo sin armas y su perro
no le parece bien usar la espada.
Tiempo, para pensarlo, no hay de sobra.
Pondrá fin el escudo a la zozobra.

Apartó el paño bermejo que cubierto
tuvo en esos días al escudo mágico.
Hizo el efecto mil veces comprobado
y su luz hirió los ojos del sirviente.
De sentido queda el cazador privado;
caen el can y el rocín y, entre plumas,
el ave que se batía con empeño.
Marcha y los deja tendidos en el sueño.

En un mal cálculo, entre tanto, Alcina envía parte de su monstruoso ejército a seguir la senda hacia el castillo de su hermana, y a la parte restante le ordena  embarcar. Ella misma sube a una nave. Las velas desplegadas son tantas que oscurecen el mar. De esta manera, deja la ciudad sin protección, circunstancia que aprovecha Melisa para liberar de los conjuros a todos los amantes de la hechicera, los cuales se dispersan hacia Grecia, Persia, la India. También Astolfo queda liberado. Incluso, Melisa tiene tiempo de buscar la lanza de oro del caballero, que infaliblemente derriba al enemigo con el primer golpe. Lo invita a montar en grupas de su caballo y parten hacia el reino de Logistila. Por la candente senda de la playa iba en tanto Rogelio hacia el mismo sitio. Pero no quiero demorarme siempre en las mismas cosas y parto a Escocia en busca de Reinaldo.


2. La misión de Reinaldo


Aprovecha Reinaldo el favor logrado ante el rey en Escocia, con su caballaresca intervención en favor de la princesa Ginebra, y le explica los motivos de su viaje. Sin dudar un instante, el monarca pone todas sus fuerzas militares a disposición de Carlomagno. De inmediato, manda a sus representantes por todo el reino a reclutar soldados y a comprar naves y suministros.
El rey acompaña a Reinaldo hasta su navío y allí lo despide, emocionado. Reinaldo navega hasta la desembocadura del Támesis y  continúa en bote hasta Londres. El príncipe que sustituye a Otón, pues éste se encuentra junto a Carlomagno, precisamente,  lo recibe con honores y le da cartas credenciales para que continúe el reclutamiento en Gales.
Mas, como un músico que debe tañer los distintos tonos de su instrumento, me he acordado de Angélica, abandonada cuando había encontrado a un eremita, y hacia ella vuelvo.



3. El eremita lúbrico


Luego de que se despide del ermitaño, éste siente que su sangre se calienta ante la belleza de la reina extranjera, más de lo que sería decoroso para un sabio eremita. Quiere seguirla, pero el burro en el que monta en modo alguno puede alcanzar el paso del corcel de Angélica. Invoca entonces la ayuda infernal mediante artes mágicas y pone un espíritu diabólico en el caballo.
Al principio, el demonio no se manifiesta, pero he aquí que cuando Angélica cabalga por las playas gasconas, el corcel se desenfrena y entra al mar. Tanto se aleja de la costa que la doncella teme por su vida. De pronto, el palafrén vuelve a la playa, pero no al punto del que había partido, sino a otro, donde el eremita acecha desde una alta roca, allí llegado por artes extrañas.
Angélica se conduele ante el Cielo de su posición. Allí está, empapada y casi desnuda. Ha perdido a su hermano, Argalia, aquél cuyo fantasma reclamó su yelmo a Ferragús; el mismo Argalia que blandía la lanza de oro que es de Astolfo ahora. Ha perdido su casa, su reino.  La suerte enreda sus intentos de volver. No sabe aún que un nuevo peligro la amenaza: el mismísimo nigromante que se hace pasar por fraile y que ahora siente arder su instinto como cuando era joven. Este se le aproxima, pero con otro rostro. La confunde y ella se desahoga ante él, contándole todo lo que el otro sabe.

Comienza el eremita a confortarla,
con argumentos buenos y devotos;
y pone la audaz mano, en tanto habla,
en el seno y las húmedas mejillas;
envalentonado, intenta abrazarla,
pero ella desdeñosa le golpea
con una mano el pecho y lo rechaza,
y de honesto rubor toda se abrasa.

El nigromante, de un zurrón que lleva,
saca una ampolla de raro licor;
en las pupilas le instila unas gotas,
justo allí donde arde brillante Amor,
y el sueño le trasmite en esas gotas,
de modo que se duerme en un instante.
Cae en la arena Angélica indefensa,
a merced de este viejo y de su ofensa.

Él la abraza y a su placer la toca,
y ella duerme y no puede detenerlo.
Le besa en el bello pecho y la boca:
nadie podría verlo en este páramo.
Pero en el lance, su corcel le falla:
no responde al deseo el viejo cuerpo.
Enfermo y débil, con ya muchos años,
al afán siguen feos desengaños.

Todas las vías y los modos tienta,
mas su pobre jamelgo no se alza.
En vano agita el freno o lo espolea:
no logra que levante la cabeza.
Al fin, junto a la dama se adormece,
pero ya lo amenaza otra desgracia.
Cuando juega con uno la fortuna,
si no afloja en dos, menos lo hace en una.


4. El sueño de Orlando


Menester es que antes de continuar cuente el porqué del arribo de unos extraños que ingresarán a este escenario agreste y tomarán prisionera a Angélica.
Hacia el ocaso, más allá de Irlanda, existe una isla llamada Ebuda donde se practica un rito cruel: periódicamente una muchacha hermosa es entregada a las fauces de una orca.
Tal rito se basa en una antigua historia, según la cual Proteo se enamoró de la hija del rey y la dejó embarazada. Enterado el rey, mató a su hija y con ella a su descendiente. Proteo lanzó desde entonces monstruos y tormentas sobre el reino. Alguien pensó en darle, cada vez, la mujer más bella que se encontrara. Así se hizo y Proteo la tomaba, hasta que descubría el engaño.
No sé si la historia es cierta, pero los habitantes de la isla entregan aún una bella no ya a Proteo, sino a una orca salvaje. Y cuando las bellas escasean, recorren las costas en busca de alguna. Tal la mala suerte de Angélica y del eremita. Unos desconocidos desembarcaron y encontraron en brazos de un fraile la más bella rosa que pudieran entregar a la orca. Imaginen: la gran beldad que enloqueció a Agricán, el tártaro; la que hizo que Sacripante deseara la muerte; la perla que Orlando robó de Oriente y defendió a todo lo ancho del mundo conocido hasta llevarla a Francia. Ahora, ella será entregada a las fauces de un odioso y vulgar monstruo marino. No lo puedo creer ni yo mismo.

Pero, como era Angélica tan bella,
movió a piedad incluso a esos feroces,
quienes quisieron diferir la muerte
cruel y evitarla todo lo posible.
Mientras hubo doncellas extranjeras,
perdonaron a la beldad angélica.
Al monstruo fue llevada finalmente;
llorando iba detrás aquella gente.

¿Quién narrará la angustia, llantos, gritos,
el alto dolor que llegó hasta el cielo?
¿Quién dirá que la tierra no se abrió
cuando fue puesta sobre fría piedra,
donde, en cadenas y desamparada,
esperó el fin tétrico, abominable?
No seré yo, pues el dolor me parte,
y me llevo mis rimas a otra parte.

Voy hacia París, hacia Orlando, donde la batalla arde ya, y tan literalmente que sólo una tormenta y la lluvia logran apagar los fuegos y evitar la caída de la ciudad en manos del moro.
Orlando no puede dormir, pero no por los avatares de la batalla, sino por el torturante recuerdo de Angélica. Y se maldice por la idea insensata de traerla hasta el campamento cristiano.
Orlando no duerme, pero cuando apenas duerme, sueña.

Pareció a Orlando sobre verde orilla,
de fragantes flores toda cubierta,
ver el marfil bello, el natural púrpura
que Amor antes solía regalarle,
y las dos claras estrellas que nutren
en las redes de Amor el alma presa:
hablo de los bellos ojos y cara
que el corazón del pecho le llevara.

Sentía gran placer, la mayor dicha
que pueda sentir un feliz amante.
Y ve que se levanta una tormenta
que destroza las flores y las plantas;
no vio otra jamás igual a ésta,
cuando sopla aquilón, austro o levante.
Le pareció correr por un collado,
en busca de algún sitio reparado.

En tanto el infeliz (no sabe cómo)
pierde su dama en aquel aire oscuro
y aquí y allá como campanas resuena
su nombre: en las campanas y en los árboles;
y mientras dice "¡Mísero de mí!
¿Cómo cambió mi dulzura en veneno?",
oye a la dama que su ayuda clama;
sólo a él, no a cualquier otro, la reclama.

Adonde parece que habla la voz
corre, y de aquí a allá se fatiga en vano.
¡Qué atroz es el sufrimiento, qué áspero,
pues no puede ver los hermosos rayos!
Entonces otra voz, en otra parte,
dice: "No esperes volver a verme más".
Ante este horrible grito despertó,
y cubierto de lágrimas se halló.

Parte Orlando sin pensar que aquello ha sido un sueño. Parte en medio de la batalla. Se entera Carlomagno, maldice y lo amenaza. Tal vez por no seguir oyéndolo, también parte Brandimarte, un fiel amigo de Orlando. Y no solo eso: la amada de Brandimarte, Flordelís, parte a su vez, tras su amado. Se trata de no pocas bajas para el malhadado ejército del Emperador. Pero dejo esta pareja aquí, pues me importa el señor de Anglante, de quien les hablaré en el próximo canto.


Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

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