Por Daniel Fara
En Adamar, Revista de Creación
Luis Benítez, Santiago Espel, Juan Carlos Moisés, Esteban Moore, Osvaldo Picardo y Mario Sampaolesi son seis poetas argentinos cuya diversidad curricular no es solo la obvia consecuencia de sus diferencias naturales sino también el producto, nada paradójico, de una serie de coincidencias significativas. En primer lugar se verifica un rechazo común al gregarismo artificial que predomina en el medio. No han suscripto juntos ningún manifiesto, no los ha reunido movimiento alguno ni los ha incluido la típica publicación colectiva en la que los textos podrían intercambiarse bajo los nombres de sus autores sin que nadie se diera cuenta. Todos ellos han evitado ese esprit de corps tan adecuado a las reuniones de consorcio como temible en posición de justificar la organicidad de un agrupamiento crítico (...)
Un segundo sistema -doble- de afinidades se constituye en la captación y el empleo de las referencias literarias. Cada uno a su manera, pero animados por criterios semejantes de selectividad y ruptura, los seis han privilegiado a la lírica norteamericana del siglo XX como espacio de recurrencias. La impronta de autores como Edgar Lee Masters, Wallace Stevens, William Carlos Williams, Archibald MacLeish, e.e. cummings, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Raymond Carver y Charles Bukowski marca sus textos de un modo variado y peculiar; en ningún caso se trata de influencias y sí, en cambio, es notorio el trabajo de reescritura y funcionalización realizado a partir de los modelos. El objetivo es claro: introducir temáticas y resonancias para poner en situación de extrañamiento a toda una serie de tenaces convenciones que afectan a la poesía argentina. Así, el costumbrismo, la introspección narcisista, el coloquialismo, los espiralamientos metafísicos, el surrealismo de segunda mano, los desvaríos ideológicos, el formulismo erótico/amatorio y otras tendencias endémicas pasan, por vía del discurso referido, al plano paródico y, una vez allí, tanto se resignifican irónicamente como llegan a recuperar el valor emotivo que expresaran antes de topicalizarse o deformarse. (...)
En los últimos cincuenta años nuestra sociedad se fue apartando con brusquedad creciente de los modelos europeos para aceptar, incondicional y acríticamente la influencia de los Estados Unidos. Ahora bien, ese giro no implicó una decisión voluntaria, fue más bien una captación cuidadosamente regulada por el país de origen. De esta forma, lo que adoptamos fue -es- una cultura de exportación, bien diferenciada de la que, en la metrópoli, tuvo no sólo coherencia interna sino, además, puntos de profunda disidencia con la visión expansionista.
En otros términos, no puede hablarse, en nuestro caso, del modelo norteamericano sino, al revés, de un filtro que nos mantiene alejados de sus rasgos verdaderamente imitables. Si el fenómeno es circunscrito al campo de la poesía argentina, habrá de comprobarse poco más que una imitación superficial de tan convencionales como las vernáculas. Esta imitación, por otra parte, revela una gran ignorancia lectora con relación a poetas estadounidenses relevantes, como los mencionados más arriba. Ante todo esto, la introducción de esos autores importantes, por parte de otros -nacionales- que no han querido elitizarse como "iniciados" y que desean expandir su patrimonio, puede ser apreciada como una corrección necesaria, no vinculante sino liberadora, ya que, ahora sí, es el producto de una elección consciente, manejada con sentido crítico a favor de una renovación de la escritura. A partir de ella surge un tercer punto en coincidencia. La intención de reactivar discursos vaciados por la retórica llevó a muchos autores de los ochenta y de los noventa al punto sin retorno de la ilegibilidad. Algunos, los menos, deliraron vanguardistas mientras otros, que se decían postmodernos, participaban, sin entender muy bien de qué se trataba, en la falacia del transvanguardismo. Ambos defraudaron a los lectores y no porque introdujeran formas nuevas, acordes con un mundo que había cambiado (directamente no hubo tales formas ni la intención de producirlas), sino porque escribieron a pesar del público, dando por hecho, tal vez, que ese público ya no existía, que cada poeta se había convertido, inexorablemente, en su único lector. Nuestros seis poetas no se contentaron con quedar afuera de esos desvaríos, vieron en ellos el emergente de un problema serio de comunicación que se aplicaron a corregir con su propia escritura ya que para ellos el público nunca dejó de existir. (...)
En los textos aparece la idea de una lírica preverbal, relacionada con lo que Foucault denominara el orden en bruto de las cosas. Esa condición irónica del mundo puede poner al poeta en estado de perplejidad, éste no se decide a reformular su papel en el contrato de lectura: pocas preguntas pueden ser contestadas pero todas pueden ser compartidas como inquietudes de la especie. El hombre que lleva, sin saberlo, el poema en el rostro y el gorrión que da lecciones con total inocencia de su función preceptiva no vienen a testimoniar en contra de la escritura; en vez de eso, respaldan la propuesta de una relación más consecuente entre el poeta y el público.
Dicho sea de paso, la cuestión de "llegar" al lector se ha considerado, con frecuencia, abusiva, como un problema metalingüístico, solucionable con meros ajustes de código. Sin embargo, desde la pretensión mesiánica de dar "un sentido más puro a las palabras de la tribu" hasta las concesiones -por nadie requeridas- del pietismo, el sencillismo y formas análogas, la historia de la poesía registra tantas variaciones en la encodificación como fracasos comunicativos; una y otra vez -sobrante y aburrido ante la obviedad, o fugitivo de los pedagogos- el lector ha quedado fuera de las experiencias. La función metalingüística es inimputable: la inquietud ante la inefabilidad de las cosas sería, en todo caso, un problema referencial, un viejo y querido problema que los buenos escritores y lectores no quieren, en el fondo, resolver porque de él nacen el misterio y la polisemia imprescindibles para que la poesía no pierda su poder de contagio.
Bajo estas condiciones, en vez de inventarse un público o de pretender educarlo, ya que cree en su existencia, el poeta coherente con su arte busca al lector para comunicarle, a través de las palabras, impresiones que por su intensidad merecen ser compartidas y atesoradas luego por la memoria intersubjetiva.
Se han comentado ciertas elecciones compartidas y, en un encuadre más formal, podrían agregarse otras (el registro minimalista, la monocromía del tono, el uso peculiar del dialogismo, la expansión hacia campos léxicos poco explorados por el discurso lírico) pero entendemos que lo dicho basta para valorar estas coincidencias, no puntuales ni programáticas, como respuestas coherentes a reclamos concretos formulados por la lírica argentina. Declinando el efímero consuelo que ofrece el mal menor, estos seis espíritus independientes han potenciado su singularidad en un encuentro ético-estético que si no tiene nada de forzado menos aún podría ser atribuido al orden de lo aleatorio.
Luis Benítez, Santiago Espel, Juan Carlos Moisés, Esteban Moore, Osvaldo Picardo y Mario Sampaolesi son seis poetas argentinos cuya diversidad curricular no es solo la obvia consecuencia de sus diferencias naturales sino también el producto, nada paradójico, de una serie de coincidencias significativas. En primer lugar se verifica un rechazo común al gregarismo artificial que predomina en el medio. No han suscripto juntos ningún manifiesto, no los ha reunido movimiento alguno ni los ha incluido la típica publicación colectiva en la que los textos podrían intercambiarse bajo los nombres de sus autores sin que nadie se diera cuenta. Todos ellos han evitado ese esprit de corps tan adecuado a las reuniones de consorcio como temible en posición de justificar la organicidad de un agrupamiento crítico (...)
Un segundo sistema -doble- de afinidades se constituye en la captación y el empleo de las referencias literarias. Cada uno a su manera, pero animados por criterios semejantes de selectividad y ruptura, los seis han privilegiado a la lírica norteamericana del siglo XX como espacio de recurrencias. La impronta de autores como Edgar Lee Masters, Wallace Stevens, William Carlos Williams, Archibald MacLeish, e.e. cummings, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Raymond Carver y Charles Bukowski marca sus textos de un modo variado y peculiar; en ningún caso se trata de influencias y sí, en cambio, es notorio el trabajo de reescritura y funcionalización realizado a partir de los modelos. El objetivo es claro: introducir temáticas y resonancias para poner en situación de extrañamiento a toda una serie de tenaces convenciones que afectan a la poesía argentina. Así, el costumbrismo, la introspección narcisista, el coloquialismo, los espiralamientos metafísicos, el surrealismo de segunda mano, los desvaríos ideológicos, el formulismo erótico/amatorio y otras tendencias endémicas pasan, por vía del discurso referido, al plano paródico y, una vez allí, tanto se resignifican irónicamente como llegan a recuperar el valor emotivo que expresaran antes de topicalizarse o deformarse. (...)
En los últimos cincuenta años nuestra sociedad se fue apartando con brusquedad creciente de los modelos europeos para aceptar, incondicional y acríticamente la influencia de los Estados Unidos. Ahora bien, ese giro no implicó una decisión voluntaria, fue más bien una captación cuidadosamente regulada por el país de origen. De esta forma, lo que adoptamos fue -es- una cultura de exportación, bien diferenciada de la que, en la metrópoli, tuvo no sólo coherencia interna sino, además, puntos de profunda disidencia con la visión expansionista.
En otros términos, no puede hablarse, en nuestro caso, del modelo norteamericano sino, al revés, de un filtro que nos mantiene alejados de sus rasgos verdaderamente imitables. Si el fenómeno es circunscrito al campo de la poesía argentina, habrá de comprobarse poco más que una imitación superficial de tan convencionales como las vernáculas. Esta imitación, por otra parte, revela una gran ignorancia lectora con relación a poetas estadounidenses relevantes, como los mencionados más arriba. Ante todo esto, la introducción de esos autores importantes, por parte de otros -nacionales- que no han querido elitizarse como "iniciados" y que desean expandir su patrimonio, puede ser apreciada como una corrección necesaria, no vinculante sino liberadora, ya que, ahora sí, es el producto de una elección consciente, manejada con sentido crítico a favor de una renovación de la escritura. A partir de ella surge un tercer punto en coincidencia. La intención de reactivar discursos vaciados por la retórica llevó a muchos autores de los ochenta y de los noventa al punto sin retorno de la ilegibilidad. Algunos, los menos, deliraron vanguardistas mientras otros, que se decían postmodernos, participaban, sin entender muy bien de qué se trataba, en la falacia del transvanguardismo. Ambos defraudaron a los lectores y no porque introdujeran formas nuevas, acordes con un mundo que había cambiado (directamente no hubo tales formas ni la intención de producirlas), sino porque escribieron a pesar del público, dando por hecho, tal vez, que ese público ya no existía, que cada poeta se había convertido, inexorablemente, en su único lector. Nuestros seis poetas no se contentaron con quedar afuera de esos desvaríos, vieron en ellos el emergente de un problema serio de comunicación que se aplicaron a corregir con su propia escritura ya que para ellos el público nunca dejó de existir. (...)
En los textos aparece la idea de una lírica preverbal, relacionada con lo que Foucault denominara el orden en bruto de las cosas. Esa condición irónica del mundo puede poner al poeta en estado de perplejidad, éste no se decide a reformular su papel en el contrato de lectura: pocas preguntas pueden ser contestadas pero todas pueden ser compartidas como inquietudes de la especie. El hombre que lleva, sin saberlo, el poema en el rostro y el gorrión que da lecciones con total inocencia de su función preceptiva no vienen a testimoniar en contra de la escritura; en vez de eso, respaldan la propuesta de una relación más consecuente entre el poeta y el público.
Dicho sea de paso, la cuestión de "llegar" al lector se ha considerado, con frecuencia, abusiva, como un problema metalingüístico, solucionable con meros ajustes de código. Sin embargo, desde la pretensión mesiánica de dar "un sentido más puro a las palabras de la tribu" hasta las concesiones -por nadie requeridas- del pietismo, el sencillismo y formas análogas, la historia de la poesía registra tantas variaciones en la encodificación como fracasos comunicativos; una y otra vez -sobrante y aburrido ante la obviedad, o fugitivo de los pedagogos- el lector ha quedado fuera de las experiencias. La función metalingüística es inimputable: la inquietud ante la inefabilidad de las cosas sería, en todo caso, un problema referencial, un viejo y querido problema que los buenos escritores y lectores no quieren, en el fondo, resolver porque de él nacen el misterio y la polisemia imprescindibles para que la poesía no pierda su poder de contagio.
Bajo estas condiciones, en vez de inventarse un público o de pretender educarlo, ya que cree en su existencia, el poeta coherente con su arte busca al lector para comunicarle, a través de las palabras, impresiones que por su intensidad merecen ser compartidas y atesoradas luego por la memoria intersubjetiva.
Se han comentado ciertas elecciones compartidas y, en un encuadre más formal, podrían agregarse otras (el registro minimalista, la monocromía del tono, el uso peculiar del dialogismo, la expansión hacia campos léxicos poco explorados por el discurso lírico) pero entendemos que lo dicho basta para valorar estas coincidencias, no puntuales ni programáticas, como respuestas coherentes a reclamos concretos formulados por la lírica argentina. Declinando el efímero consuelo que ofrece el mal menor, estos seis espíritus independientes han potenciado su singularidad en un encuentro ético-estético que si no tiene nada de forzado menos aún podría ser atribuido al orden de lo aleatorio.
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