Todavía, con frecuencia, espero un sueño revelador
para dejarlo pasar como una canción desde un auto.
Cuando era chica en el bar de al lado de mi casa un hombre
levantaba quiniela
medio ladeado sobre alguna de las mesas
(un experto en la simulación de la lejanía).
En enero a la tarde seguro que de verdad cabeceaba
mientras con mis hermanos hacíamos remolinos de agua
junto al limonero.
Pero empezó la era
de los autoservicios. Elvira vendió los tacos de billar
también las heladeras y el mostrador.
Y tuvieron que morirse varios
incluido el limonero.
Hubo un borracho, Charoláis,
que sobrevivió bastante
–eso me parece a mí–.
Era de Balcarce o Areco y había sido corredor de turismo carretera.
A veces, llegando a la esquina
se le caían los pantalones: Charoláis.
Un punto blanquísimo
y balbuceante.
Laxo, largo lapso detenido.
Las hormigas escarban la naranja olvidada.
Se llevan la cáscara
en ágil fila.
Lo orgánico triunfa exultante.
Los colores no cambian. Andan.
En un corso
sonaba el tema –me parece– sobre unicornios
cuando perdí un pedazo de diente
por una serie de meneos concatenados que
involucraron una botella
y nos hicieron en vano buscarlo unos minutos por el piso.
De los consultorios odontológicos del gremio docente de mi padre tengo
todavía, en mi boca, un insumo.
Una camioneta verde estaciona.
Entonces, bajan y se dispersan los hacendosos.
Tienen, en sus orejas,
protección auditiva;
llevan, además,
gorro y sobre el gorro capucha.
Para hacer montículos con las hojas secas
prenden sopladores eléctricos de ulular estertóreo
que acaso no concuerda con lo grácil de la acción,
calma excepto para la tierra
que parece revuelo de bichitos.
Por último, usan el rastrillo y las bolsas, se ríen y se van.
¿Cuántas moscas entran –me pregunto–
en un solo poema
y por qué aparecen?
Hace poco una gris tornasolada
se posó en mi hombro izquierdo como si fuera
a decirme un secreto.
Sí…, plata no hay, plata no hay
nunca hay, hay que hacerla.
Pero entre el dicho y el hecho
ya ves bajan del techo
las palomas gordas y sentenciosas del estacionamiento.
A ellas no les interesa la naranja
ni siquiera se acercan a gorjear en mi oído,
aunque dele estamos mirarnos las pupilas:
se nos dilatan, se nos achican.
Y no deberíamos hablar de los caranchos.
Una mañana yo estaba en esta plaza
era temprano para los deportistas y
planeando de un árbol a otro
el pájaro lanzó su grito
¡kraaak!
de resonancia más bien angulosa
¡kraaak!, y duplicó la cosa.
Pero no deberíamos pensar
en el nido del carancho
en su pico curvo abriéndole el cuello a la paloma
en la destreza que logran sus garras.
No, no deberíamos
indagar en la vida de los caranchos.
Una mujer –conozco el nombre de sus hijos–
toma en bicicleta la dirección opuesta a la mía.
Su huella –la veo– es un continuo de rombos
que bordea un lado de los juegos
para niños.
Pero los regadores automáticos activarán
una lluvia invertida que insistirá en subir
simultánea a la puesta del sol
y tras su tris de vuelo a contraluz
(en error de cálculo)
caerá sin más sobre el dibujo
mutilando su forma plana.
Ana Ussher (Haedo, Argentina, 1982)
Tren Instantáneo,
Buenos Aires, 2024
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