1. Dalinda, el amor sometido
Es esperable que la atroz escena que acaba de describirse motive al menos unas estrofas de condena a semejante violencia contra el género femenino. Lo es hoy, como lo era entonces.
¿Qué peste abominable, qué Megera *
ha venido a turbar el pecho humano?
para que se vea a esposa y marido
siempre reñir con gritos injuriosos,
y golpearse hasta ponerse negros
uno al otro; bañar de llanto el lecho.
Y no solo de llanto: alguna vuelta
de sangre lo ha bañado la ira suelta.
Parece poco mal el que hace el hombre,
contra la naturaleza y contra Dios,
cuando a la mujer golpea en la cara
-mucho es rozarle apenas un cabello-,
porque hay además quien las envenena
o las mata con lazo o con cuchillo;
no creo yo que sea el hombre eterno,
sino más bien demonio del infierno.
De tal abominable índole parecen los secuestradores de los que Reinaldo acaba de liberar a la bella muchacha escocesa. Sabremos de otro tipo de violencias masculinas no bien ella comience su relato. Empieza por decir que es la doncella de la mismísima Ginebra, a quien el caballero franco se apresta a salvar. La muchacha ha estado enamorada de un cortesano, el duque de Albany.
"Porque me dijo que me amaba mucho,
a amarlo me entregué sin reticencia.
Se oye hablar y se puede ver el rostro,
pero el alma se puede juzgar mal.
Creyendo, amando, no me detuve
hasta que pude llevarlo a la cama:
de todas sus estancias, era aquella
la secreta de Ginebra, la bella;
"tenía allí sus cosas más queridas,
era allí que dormía casi siempre.
Se puede entrar por un balcón abierto
sobre el muro del cuarto recatado.
Hacía a mi amor subir por el balcón,
y una escala de cuerdas, con ese fin,
yo misma desde arriba desplegaba,
cada vez que mi amor lo demandaba;
"y tantas veces lo hice yo subir
cuantas ella me dio oportunidad:
solía ella mudarse de habitación,
por el mucho calor o el mucho frío.
Él no fue nunca visto por ninguno;
porque aquella muralla del palacio
da sobre un caserío no habitado:
nadie va por el sitio abandonado.
"Siguió días y meses, en secreto,
entre nosotros el juego amoroso:
creció el amor y me encendió por dentro
y me sentía arder toda en su fuego.
Ciega fui, y no supe comprenderlo:
sabía fingir más de lo que amaba;
aun cuando su engaño debí entrever
por tantos signos cuantos pude ver.
El duque, que según sabremos se llama Polineso, sin decir agua va, le confiesa un día que pretende el amor de Ginebra. Y por un simple cuanto eterno motivo: la fortuna a la que echará mano si la princesa lo acepta en matrimonio. Y pretende que la muchacha lo ayude en este propósito. ¿Cuáles son los argumentos? Los de siempre: que lo que siente por Ginebra en punto alguno puede compararse a lo que siente por ella; que si lo ayuda, más fuerte se hará el lazo que los une; y que, si finalmente logra casarse, su verdadera amante será siempre Melinda, que así se llama la incauta muchacha. Ella acepta, porque el poder que tiene el de Albany sobre su espíritu es muy fuerte. Pero no hay caso. Ginebra no escucha a su doncella y confesora. Su corazón pertenece a otro cortesano, un caballero italiano llamado Ariodante. Enterado que estuvo el duque de esta situación, trama una siniestra jugada.
Polineso se topa con Ariodante en un corredor del palacio y lo increpa directamente. Le dice por qué se interpone entre él y Ginebra. Que exhiba sus pergaminos. Esto es, que diga qué señal le ha dado la princesa de que puede aspirar a su corazón. Luego él hará lo mismo, y el que quede peor parado en la comparación, que renuncie a la empresa. Ariodante le confiesa que tiene una carta de amor de Ginebra. A lo que suma que cuenta con méritos suficientes para se recibido como yerno por el rey. Responde el duque:
"-Finge ella, no te ama ni te aprecia;
te nutre con mentiras y palabras.
Además, de tu amor suele burlarse
cuanto está conmigo y habla de ti.
Yo sé con certeza que ella me quiere,
no por un puño de palabras huecas.
Hablaré, porque así lo hemos pactado,
aunque mejor sería estar callado.
"-No pasa ni un mes en que tres o cuatro
o seis veces, o diez, yo no me encuentre
desnudo y gozando entre sus abrazos;
este ardor parece una buena prueba;
tú decide si el placer que tengo
se compara a las burlas que recibes.
Concédeme que esto que te cuento
es claro y superior a tu argumento-.
El herido Ariodante dice que Polineso deberá dar prueba lo que afirma, porque de otro modo sería un mentiroso y habría cometido una ofensa de las que no se pagan con disculpas. El plan del de Albany se ha puesto en marcha con los mejores pronósticos. El otro ha mordido el anzuelo.” Por supuesto”, dice el duque, “quiero que lo veas con tus propios ojos.”
Con el concurso de su amante, Polineso monta una escena para convencer a Ariodante. Melinda aparece en el balcón del cuarto preferido de Ginebra vestida con la ropa de la princesa y adornada con igual peinado. Ariodante, quien se ha deslizado entre las casas deshabitadas acompañado de su hermano, Lurcanio, ve cómo el duque de Albany sube una escalera de cuerdas y se besa lúbricamente con Melinda, disfrazada de Ginebra. Se precipita la tragedia. Ariodante desaparece. Un lugareño informará que lo vio arrojarse desde un acantilado. Lurcanio acusa a Ginebra ante el rey. Alarmado por el giro de los hechos, el de Albany ordena a dos lacayos que maten a Melinda para suprimir al cómplice y testigo de su fraude. Salvada Melinda por la vigorosa intervención de Reinaldo, galopa ahora en grupas del caballo del escudero.
2. La intervención justiciera de Reinaldo
Anoticiado de tal forma, Reinaldo espolea a su corcel. La comitiva corre hacia la ciudad de San Andrés a todo galope. Llegan a una población desierta, pues todos se han reunido en el campo para presenciar el combate del acusador, Lurcanio, y un embozado caballero que ha decidido defender el honor de la dama.
Reinaldo pasa entre la muchedumbre;
la abre paso su gran corcel, Bayardo:
quien siente la tormenta de sus cascos,
para darle lugar no se hace el rengo.
La gloria de Reinaldo par no tiene,
bien parece la flor de los gallardos.
Que llegue hasta el rey, no hay cómo impedirlo.
Todo el mundo se acerca para oírlo.
Reinaldo le dijo al rey: "Magno señor,
nos dejes que prosiga la batalla;
uno de los dos caerá en este campo,
y digo que morirá injustamente.
Cree uno que lo asiste la razón.
Está mintiendo, aunque no lo sabe.
El oscuro error que llevó a su hermano
a la muerte, armó después su mano.
"El otro no sabe si tiene razón,
sólo por gentileza y por bondad
en peligro se pone de ser muerto,
para que no perezca la belleza.
Yo traigo la salud a la inocencia
y lo contrario traigo a aquél que miente.
Por el Cielo, en dos la lucha parte,
y escucha lo que quiero revelarte."
Fue la gran autoridad del hombre digno,
como aquella que Reinaldo mostraba,
lo que conmovió al rey, que hizo una seña
de que el asalto iniciado se parara.
Así, a los barones de aquel reino
y a los caballeros y a la multitud,
Reinaldo el gran ardid les hizo expreso
que le tendió a Ginebra Polineso.
Dijo que deseaba defender
con armas todo lo que había dicho.
Se llama a Polineso; comparece
con un aspecto todo conturbado;
luego, con audacia, niega los cargos.
Dijo Reinaldo: "Ahora lo veremos."
Vacío era y de brega el campo falto:
sin demora se fueron al asalto.
¡Cuánto quieren el rey y su querido pueblo
que la inocencia de Ginebra se demuestre!
Todos tienen esperanza de que se aclare
que de impúdica fue acusada injustamente.
Cruel y soberbio, reputado como avaro,
era Polineso, inicuo y fraudulento:
no sería ninguna maravilla
que él hubiese plantado esa semilla.
Polineso, desencajado el rostro,
tembloroso, con las mejillas blancas,
al tercer toque pone lanza en ristre.
Reinaldo va veloz a la pelea.
Deseoso de terminar la fiesta,
quiere pasar el peto con la lanza.
Cerca del deseo, venía el hecho:
la mitad del asta le hundió en el pecho.
Clavado el tronco, lo baja a la tierra,
lejos de su corcel más de seis brazas.
Reinaldo desmonta y aferra el yelmo
del otro, antes de que se levante,
pero él no puede hacer ya mucha guerra:
ruega merced con cara de humildad;
confiesa, ante todos y la muerte,
el fraude vil que lo llevó a tal suerte.
No dijo todo; en medio del discurso,
la voz y la vida lo abandonaron.
El rey, que ve a su hija liberada
de la muerte y de no muy buena fama,
se alegra más, y goza y se serena,
que si hubiese perdido la corona
y le fuera devuelta en ese instante;
a Reinaldo lo honra su talante.
Y, cuando él se quita el yelmo, lo conoce,
porque otras veces ya se habían cruzado;
eleva las manos a Dios, que ha querido
hoy proveerlo de auxilio semejante.
El otro caballero, desconocido,
quien había tomado armas por Ginebra,
y luchado por ella, luego apartado,
vio todo lo allí ocurrido y terminado.
El rey le rogó que dijera el nombre,
o se dejara ver al descubierto,
a fin de ser premiado, tal y como
su honorable intención lo reclamaba.
Él, tras largos ruegos, de la cabeza
se quitó el yelmo: claro y evidente
apareció aquél de quien he de contar,
si usted tiene deseo de escuchar.
Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino
* Una de las tres Erinias de la mitología griega, deidades que acosan a los criminales. También se las llama Euménides (benévolas) para adularlas. Las Erinias, aunque custodian el orden social, son diosas de la venganza. Se trata de espíritus primitivos que no se someten a los dioses olímpicos. Su cólera es temible e irracional. En la tradición literaria termina prevaleciendo su aspecto vengativo desvinculado de la función justiciera. Aquí, precisamente, Ariosto parece identificar a Megera (“la Celosa”) con el arrebato de violencia y no con el castigo a una falta. Dante las pone en el infierno, cumpliendo el rol de guardianas de la ciudad de Dite, dentro de la tardía concepción de las Erinias como demonios. Los romanos las llamaron Furias.
Es esperable que la atroz escena que acaba de describirse motive al menos unas estrofas de condena a semejante violencia contra el género femenino. Lo es hoy, como lo era entonces.
¿Qué peste abominable, qué Megera *
ha venido a turbar el pecho humano?
para que se vea a esposa y marido
siempre reñir con gritos injuriosos,
y golpearse hasta ponerse negros
uno al otro; bañar de llanto el lecho.
Y no solo de llanto: alguna vuelta
de sangre lo ha bañado la ira suelta.
Parece poco mal el que hace el hombre,
contra la naturaleza y contra Dios,
cuando a la mujer golpea en la cara
-mucho es rozarle apenas un cabello-,
porque hay además quien las envenena
o las mata con lazo o con cuchillo;
no creo yo que sea el hombre eterno,
sino más bien demonio del infierno.
De tal abominable índole parecen los secuestradores de los que Reinaldo acaba de liberar a la bella muchacha escocesa. Sabremos de otro tipo de violencias masculinas no bien ella comience su relato. Empieza por decir que es la doncella de la mismísima Ginebra, a quien el caballero franco se apresta a salvar. La muchacha ha estado enamorada de un cortesano, el duque de Albany.
"Porque me dijo que me amaba mucho,
a amarlo me entregué sin reticencia.
Se oye hablar y se puede ver el rostro,
pero el alma se puede juzgar mal.
Creyendo, amando, no me detuve
hasta que pude llevarlo a la cama:
de todas sus estancias, era aquella
la secreta de Ginebra, la bella;
"tenía allí sus cosas más queridas,
era allí que dormía casi siempre.
Se puede entrar por un balcón abierto
sobre el muro del cuarto recatado.
Hacía a mi amor subir por el balcón,
y una escala de cuerdas, con ese fin,
yo misma desde arriba desplegaba,
cada vez que mi amor lo demandaba;
"y tantas veces lo hice yo subir
cuantas ella me dio oportunidad:
solía ella mudarse de habitación,
por el mucho calor o el mucho frío.
Él no fue nunca visto por ninguno;
porque aquella muralla del palacio
da sobre un caserío no habitado:
nadie va por el sitio abandonado.
"Siguió días y meses, en secreto,
entre nosotros el juego amoroso:
creció el amor y me encendió por dentro
y me sentía arder toda en su fuego.
Ciega fui, y no supe comprenderlo:
sabía fingir más de lo que amaba;
aun cuando su engaño debí entrever
por tantos signos cuantos pude ver.
El duque, que según sabremos se llama Polineso, sin decir agua va, le confiesa un día que pretende el amor de Ginebra. Y por un simple cuanto eterno motivo: la fortuna a la que echará mano si la princesa lo acepta en matrimonio. Y pretende que la muchacha lo ayude en este propósito. ¿Cuáles son los argumentos? Los de siempre: que lo que siente por Ginebra en punto alguno puede compararse a lo que siente por ella; que si lo ayuda, más fuerte se hará el lazo que los une; y que, si finalmente logra casarse, su verdadera amante será siempre Melinda, que así se llama la incauta muchacha. Ella acepta, porque el poder que tiene el de Albany sobre su espíritu es muy fuerte. Pero no hay caso. Ginebra no escucha a su doncella y confesora. Su corazón pertenece a otro cortesano, un caballero italiano llamado Ariodante. Enterado que estuvo el duque de esta situación, trama una siniestra jugada.
Polineso se topa con Ariodante en un corredor del palacio y lo increpa directamente. Le dice por qué se interpone entre él y Ginebra. Que exhiba sus pergaminos. Esto es, que diga qué señal le ha dado la princesa de que puede aspirar a su corazón. Luego él hará lo mismo, y el que quede peor parado en la comparación, que renuncie a la empresa. Ariodante le confiesa que tiene una carta de amor de Ginebra. A lo que suma que cuenta con méritos suficientes para se recibido como yerno por el rey. Responde el duque:
"-Finge ella, no te ama ni te aprecia;
te nutre con mentiras y palabras.
Además, de tu amor suele burlarse
cuanto está conmigo y habla de ti.
Yo sé con certeza que ella me quiere,
no por un puño de palabras huecas.
Hablaré, porque así lo hemos pactado,
aunque mejor sería estar callado.
"-No pasa ni un mes en que tres o cuatro
o seis veces, o diez, yo no me encuentre
desnudo y gozando entre sus abrazos;
este ardor parece una buena prueba;
tú decide si el placer que tengo
se compara a las burlas que recibes.
Concédeme que esto que te cuento
es claro y superior a tu argumento-.
El herido Ariodante dice que Polineso deberá dar prueba lo que afirma, porque de otro modo sería un mentiroso y habría cometido una ofensa de las que no se pagan con disculpas. El plan del de Albany se ha puesto en marcha con los mejores pronósticos. El otro ha mordido el anzuelo.” Por supuesto”, dice el duque, “quiero que lo veas con tus propios ojos.”
Con el concurso de su amante, Polineso monta una escena para convencer a Ariodante. Melinda aparece en el balcón del cuarto preferido de Ginebra vestida con la ropa de la princesa y adornada con igual peinado. Ariodante, quien se ha deslizado entre las casas deshabitadas acompañado de su hermano, Lurcanio, ve cómo el duque de Albany sube una escalera de cuerdas y se besa lúbricamente con Melinda, disfrazada de Ginebra. Se precipita la tragedia. Ariodante desaparece. Un lugareño informará que lo vio arrojarse desde un acantilado. Lurcanio acusa a Ginebra ante el rey. Alarmado por el giro de los hechos, el de Albany ordena a dos lacayos que maten a Melinda para suprimir al cómplice y testigo de su fraude. Salvada Melinda por la vigorosa intervención de Reinaldo, galopa ahora en grupas del caballo del escudero.
2. La intervención justiciera de Reinaldo
Anoticiado de tal forma, Reinaldo espolea a su corcel. La comitiva corre hacia la ciudad de San Andrés a todo galope. Llegan a una población desierta, pues todos se han reunido en el campo para presenciar el combate del acusador, Lurcanio, y un embozado caballero que ha decidido defender el honor de la dama.
Reinaldo pasa entre la muchedumbre;
la abre paso su gran corcel, Bayardo:
quien siente la tormenta de sus cascos,
para darle lugar no se hace el rengo.
La gloria de Reinaldo par no tiene,
bien parece la flor de los gallardos.
Que llegue hasta el rey, no hay cómo impedirlo.
Todo el mundo se acerca para oírlo.
Reinaldo le dijo al rey: "Magno señor,
nos dejes que prosiga la batalla;
uno de los dos caerá en este campo,
y digo que morirá injustamente.
Cree uno que lo asiste la razón.
Está mintiendo, aunque no lo sabe.
El oscuro error que llevó a su hermano
a la muerte, armó después su mano.
"El otro no sabe si tiene razón,
sólo por gentileza y por bondad
en peligro se pone de ser muerto,
para que no perezca la belleza.
Yo traigo la salud a la inocencia
y lo contrario traigo a aquél que miente.
Por el Cielo, en dos la lucha parte,
y escucha lo que quiero revelarte."
Fue la gran autoridad del hombre digno,
como aquella que Reinaldo mostraba,
lo que conmovió al rey, que hizo una seña
de que el asalto iniciado se parara.
Así, a los barones de aquel reino
y a los caballeros y a la multitud,
Reinaldo el gran ardid les hizo expreso
que le tendió a Ginebra Polineso.
Dijo que deseaba defender
con armas todo lo que había dicho.
Se llama a Polineso; comparece
con un aspecto todo conturbado;
luego, con audacia, niega los cargos.
Dijo Reinaldo: "Ahora lo veremos."
Vacío era y de brega el campo falto:
sin demora se fueron al asalto.
¡Cuánto quieren el rey y su querido pueblo
que la inocencia de Ginebra se demuestre!
Todos tienen esperanza de que se aclare
que de impúdica fue acusada injustamente.
Cruel y soberbio, reputado como avaro,
era Polineso, inicuo y fraudulento:
no sería ninguna maravilla
que él hubiese plantado esa semilla.
Polineso, desencajado el rostro,
tembloroso, con las mejillas blancas,
al tercer toque pone lanza en ristre.
Reinaldo va veloz a la pelea.
Deseoso de terminar la fiesta,
quiere pasar el peto con la lanza.
Cerca del deseo, venía el hecho:
la mitad del asta le hundió en el pecho.
Clavado el tronco, lo baja a la tierra,
lejos de su corcel más de seis brazas.
Reinaldo desmonta y aferra el yelmo
del otro, antes de que se levante,
pero él no puede hacer ya mucha guerra:
ruega merced con cara de humildad;
confiesa, ante todos y la muerte,
el fraude vil que lo llevó a tal suerte.
No dijo todo; en medio del discurso,
la voz y la vida lo abandonaron.
El rey, que ve a su hija liberada
de la muerte y de no muy buena fama,
se alegra más, y goza y se serena,
que si hubiese perdido la corona
y le fuera devuelta en ese instante;
a Reinaldo lo honra su talante.
Y, cuando él se quita el yelmo, lo conoce,
porque otras veces ya se habían cruzado;
eleva las manos a Dios, que ha querido
hoy proveerlo de auxilio semejante.
El otro caballero, desconocido,
quien había tomado armas por Ginebra,
y luchado por ella, luego apartado,
vio todo lo allí ocurrido y terminado.
El rey le rogó que dijera el nombre,
o se dejara ver al descubierto,
a fin de ser premiado, tal y como
su honorable intención lo reclamaba.
Él, tras largos ruegos, de la cabeza
se quitó el yelmo: claro y evidente
apareció aquél de quien he de contar,
si usted tiene deseo de escuchar.
Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino
* Una de las tres Erinias de la mitología griega, deidades que acosan a los criminales. También se las llama Euménides (benévolas) para adularlas. Las Erinias, aunque custodian el orden social, son diosas de la venganza. Se trata de espíritus primitivos que no se someten a los dioses olímpicos. Su cólera es temible e irracional. En la tradición literaria termina prevaleciendo su aspecto vengativo desvinculado de la función justiciera. Aquí, precisamente, Ariosto parece identificar a Megera (“la Celosa”) con el arrebato de violencia y no con el castigo a una falta. Dante las pone en el infierno, cumpliendo el rol de guardianas de la ciudad de Dite, dentro de la tardía concepción de las Erinias como demonios. Los romanos las llamaron Furias.
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